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REPRESENTACION EN AREQUIPA

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vida de la avejas

LA VIDA DE LAS ABEJAS
LIBRO PRIMERO
En el umbral de la colmena.
I
No es mi intención escribir un libro de apicultura ni de cría de abejas. Todo los países civilizados los poseen excelentes, y sería inútil rehacerlos. Francia tiene los de Dadant, de Georges, de Layens y Bonnier, de Bertrand, de Hamet, de Weber, de Clément, del abate Coilin, etc. Los países de lengua inglesa tienen los de Langstroth, Bevan, Cook, Cheshire, Cowan, Root y sus discípulos. Alemania tiene los de Dzierzon, von Berlespeh, Pollmann, Vogel y muchos otros.
No se trata tampoco de una monografía científica, de la Apis mellifica, Ungustica, fasciata, etc., ni de un conjunto de observaciones o de estudios nuevos. Casi nada diré que no sea conocido por cuantos hayan frecuentado un tanto las abejas. Deseando que mi trabajo no resulte pesado, reservo para obra más técnica cierto número de experimentos y de observaciones que he hecho, durante mis veinte años de apicultura, y cuyo interés es en demasía limitado y esencial. Quiero hablar sencillamente de las blones avettes de Ronsard, como se habla a quien no lo conoce, de un objeto que se conoce y se ama. No me propongo adornar la verdad, ni sustituir, según el justo reproche de Réaumur a cuantos de ellas se ocuparon antes que él, lo maravilloso de complacencia o imaginario, a lo maravilloso real. Mucho de maravilloso hay en una colmena, pero eso no es razón para añadírselo. Por lo demás, ya hace largo tiempo que, he renunciado a buscar en este mundo maravilla más interesante y hermosa que la verdad, o al menos que el esfuerzo del hombre para conocerla. No nos esforcemos por encontrar la grandeza de la vida en las cosas inciertas. Todas las cosas muy seguras son muy grandes, y hasta ahora no la conocemos bajo todas sus fases. No afirmaré, pues, nada que no haya verificado yo mismo o que no esté admitido de tal manera por los clásicos de la apidología, que toda verificación sea ociosa. Mi parte se limitará a presentar los hechos de una manera igualmente exacta, pero algo más viva, a mezclarlos con algunas reflexiones más desarrolladas y más libres, a agruparlos de un modo algo más armonioso que el que cabe en una gula, en un manual práctico o en una, monografía científica. Quien haya leído este libro no se hallará en condiciones de dirigir una colmena, pero conocerá más o menos todo cuanto se sabe de seguro, de curioso, de profundo y de íntimo acerca, de sus habitantes. No es nada en comparación de lo que queda por averiguar. Pasaré por alto todas las tradiciones erróneas que constituyen todavía en el campo y en muchos libros, la fábula del colmenar.
Cuando haya duda, desacuerdo, hipótesis, cuando toque, lo desconocido, he de declararlo lealmente. Ya se verá que nos detenemos a menudo ante lo desconocido. Fuera de los grandes actos sensibles de su policía y de su actividad, nada muy preciso se sabe sobre las fabulosas hijas de Aristeo. A medida que se las cultiva se aprende, a ignorar más las profundidades de su existencia real, pero esa es ya una manera de ignorar mejor que la ignorancia inconsciente, y satisfecha que constituye el fondo de nuestra ciencia de la vida, y eso es probablemente todo cuanto el hombre puede vanagloriarse, de aprender en este mundo.
¿ Existía algún trabajo, análogo sobre la abeja? En cuanto a mí, aunque crea haber leído casi todo cuanto se ha escrito sobre ella, no conozco, en el género, sino el capitulo que le reserva Michelet al final del Insecto, y el ensayo que le consagra Ludwig Büchner, el célebre autor de Fuerza y Materia, en su Geistes-Leben der Thiere. Michelet ha desflorado apenas el asunto; en cuanto a Bilelmer, su estudio es, bastante completo, pero leyendo sus afirmaciones aventuradas, sus rasgos legendarios, los rumores desde hace mucho desdeñados que contiene, sospecho que no ha salido de su biblioteca para interrogar a sus heroínas, y que nunca ha, abierto una sola de las zumbantes colmenas, como inflamadas de alas, que es necesario violar antes que nuestro instinto se amolde a su secreto, antes de quedar impregnado por la atmósfera, el perfume, el espíritu, el misterio de las vírgenes laboriosas.
Aquello no huele a miel ni a abeja, y tiene el defecto de muchos de nuestros libros sabios, cuyas conclusiones son a menudo preconcebidas, y cuyo aparato científico está formado por un enorme cúmulo de anécdotas dudosas y tomadas de todas las manos. Por lo demás, rara vez me encontraré con él en mi trabajo, porque nuestros puntos de partida, nuestros puntos de vista y nuestros objetos son muy diversos.
II
La bibliografía de la abeja (comencemos por los libros para quedar más pronto libres de ellos y llegar a la fuente misma, de esos libros), es de las más extensas. Desde el origen, ese pequeño ser extraño, que vivo en sociedad, bajo leyes complicadas y que ejecuta en la sombra trabajos prodigiosos, atrajo la curiosidad del hombre. Aristóteles, Catón, Varron, Plinio, Colummella, Palladio, se ocuparon de ella, sin hablar del filósofo Aristomaco que, según dice Plinio, las observó durante cincuenta, y ocho años, y de Phylisco de Thasos, que vivió en lugares desiertos, para, no ver sino abejas, y recibió el sobrenombre de El Salvaje. Pero esa es más bien la leyenda de la abeja, y todo lo que de ello se puede sacar, es decir, casi nada, se encuentra resumido en el canto cuarto de las Geórgicas de Virgilio.
Su historia no comienza hasta el siglo XVII, con los descubrimientos del gran sabio holandés Swammerdam. Conviene, sin embargo, agregar un detalle poco conocido, y es que, antes de Swammerdam, un naturalista flamenco, Clutio, había afirmado ciertas verdades importantes, entre otras la de que la reina es la madre única de todo su pueblo y posee los atributos de ambos sexos; pero no las había probado.
Swammerdam Inventó verdaderos métodos de observación científica, creó el microscopio, imaginó inyecciones conservadoras, fue el primero que disecó las abejas, precisó definitivamente, por el descubrimiento de los ovarios, y del oviducto, el sexo de la reina, a quien hasta entonces se había creído rey, y con esto iluminó con un inesperado rayo de luz toda, la política, de la colmena, fundándola sobre la maternidad. Trazó, por fin, cortes de la colmena, y dibujó planos tan perfectos, que hoy mismo sirven para ilustrar más de un tratado de apicultura. Vivía en la hormigueante y turbulenta Amsterdam de aquel entonces, echando de menos la «dulce vida del campo» y murió a los cuarenta y tres años, abrumado por el trabajo. Con un estilo piadoso y preciso en que lucen bellos arranques sencillos de una fe que teme vacilar, y que todo lo refiere a la gloria del Creador consignó sus observaciones en su gran obra Bybel der Nature, que, un siglo más tarde, el doctor Boerhave hizo traducir del neerlandés al latín, bajo el título de Biblia naturce (Leyda 1737).
En seguida vino Réaumur, quien, fiel a los mismos principios, hizo una multitud de experimentos y observaciones curiosas en sus jardines de Charenton, y reservó a las abejas un volumen entero de sus Memoires pour servir a l’histoire des insectes. Puede leerse con fruto y sin fastidio. Es claro, directo, sincero, y no carece de cierto encanto brusco y seco. Se dedicó, ¡sobre todo a desvanecer eran número de antiguos errores, esparció algunos nuevos, aclaró en parte el origen de los enjambres, el régimen político de las reinas, halló, en una, palabra, varias verdades difíciles, y puso sobre la pista de muchas otras. Especialmente consagró con su ciencia, las maravillas de la arquitectura de la colmena, y todo cuanto de ella dijo no ha sido mejor dicho hasta ahora. Se le debe también la idea de las colmenas con vidrios, que, perfeccionadas más tarde, han puesto a la vista la vida privada de esas hoscas obreras que comienzan su obra con la luz deslumbrante del sol, pero que sólo la coronan en las tinieblas. Para ser completo, debería citar también las investigaciones y los trabajos, algo posteriores, de Charles Bonnet y de Schirach (quien resolvió el enigma, del huevo regio); pero me limito a las grandes líneas y llego a Frangois Huber, el maestro y el clásico de la ciencia apícola de hoy en día.
Huber, nacido en Ginebra en 1750, quedó ciego en su primera juventud.
Interesado en un principio por los experimentos de Réaumur, los que quería comprobar, pronto se apasionó por esas investigaciones, y con la ayuda; de un criado abnegado e inteligente, Francois Burnens, dedicó su vida entera al estudio de las abejas. En los anales del sufrimiento y de las victorias humanas, nada más conmovedor y lleno de buenas enseñanzas que la historia, de aquella paciente colaboración en que el uno, que no veía más que un fulgor inmaterial, guiaba con el espíritu las manos y las miradas del otro, que gozaba de la luz real; en que aquel que, según se asegura, jamás había visto con sus, ojos un panal de miel, a través del velo que duplicaba, para él el otro velo con que la Naturaleza lo envuelve todo, sorprendía los secretos más profundos del genio que formaba ese panal de miel invisible, como para enseñarnos que no hay estado en que debamos renunciar a esperar y buscar la verdad. No enumeraré lo que la ciencia apícola debe a Huber; más corto será decir lo que no le debe. Sus Nuevas observaciones sobre las abejas', cuyo primer volumen fue escrito en 1789 bajo la forma de cartas a Charles Bonnet, y cuyo segundo volumen sólo apareció veinte años más tarde, continúan siendo el tesoro abundante y seguro a que acuden todos los apidólogos. Seguramente se encuentran algunos errores, algunas verdades imperfectas; desde su libro se ha agregado mucho a la micrografía, al cultivo práctico de las, abejas, al manejo de las reinas, etc. ; pero no se ha podido desmentir ni hallar en falta a una sola, de sus observaciones principales, que permanecen intactas en nuestra experiencia actual, y como base de ésta.
III
Después de las revelaciones de Huber, el silencio reina durante varios años; pero pronto Dzierzon, cura de Karlsmark (en Silesia), descubre la partenogénesis, es decir, el parto virginal de las reinas, imagina la primera colmena de panales móviles, gracias a la cual el apicultor podrá en adelante tomar su parte, en la cosecha de miel, sin matar sus mejores colonias, y sin aniquilar en un instante el trabajo de un año entero. Esa colmena, muy imperfecta todavía, es perfeccionada magistralmente por Langstroth, que inventa el cuadro móvil propiamente dicho, propagado en Norte América con éxito extraordinario.
Root, Quinby, Dadant, Cheshire, de Layens, Cowan, Heddon, Howard, etcétera... le hallan todavía algunas valiosas mejoras. Mehring, para ahorrar a las abejas la elaboración de la cera y la construcción de almacenes que les cuestan mucha miel y lo mejor de su tiempo, tiene la idea de ofrecerles panales de cera mecánicamente estampados, que las abejas aceptan y apropian al punto a sus necesidades. De Hruschka halla el Smelatore que, empleando la fuerza centrífuga, permite extraer la miel sin romper los panales. La capacidad y la fecundidad de las colmenas quedan triplicadas. Por todas partes se fundan vastos y productivos colmenares. Desde ese momento acaban la inútil matanza de las ciudades más laboriosas y la odiosa selección al revés, que era su consecuencia. El hombre se hizo realmente amo de las abejas, amo furtivo e ignorado, que todo lo dirige sin dar una orden, y que es obedecido sin ser reconocido. Se substituye a los destinos de las estaciones. Repara las injusticias del año. Reúne las repúblicas enemigas. Iguala las riquezas. Aumenta o disminuye los nacimientos. Regula la fecundidad de la reina. La destrona y la reemplaza después de un difícil consentimiento que su habilidad arranca a un pueblo que se enloquece ante la sospecha de una inconcebible intervención. Viola pacíficamente, cuando lo considera útil, el secreto de las cámaras sagradas, y toda la política enredada y previsora del gineceo real. Despoja cinco e seis veces seguidas del fruto de su trabajo a las hermanas del buen convento infatigable, sin herirlas, sin desalentarlas y sin empobrecerlas. Proporciona los depósitos y graneros de sus moradas a la cosecha de flores que la primavera desparrama en 811 prisa desigual, por la falda de las colinas. Las obliga a reducir el número fastuoso de los amantes que aguardan el nacimiento de las princesas. En una palabra, hace de ellas lo que quiere, y obtiene de ellas lo que pide, con tal que su pedido se someta a sus virtudes y a sus leyes, porque a través de las voluntades del dios inesperado que se ha apoderado de ellas- demasiado vasto para ser discernido y demasiado extraño para ser comprendido, miran más lejos de lo que mira ese dios mismo, y sólo piensan en cumplir, con inquebrantable abnegación, el deber misterioso de su raza.
IV
Ahora que los libros nos han dicho cuánto de esencial tenían que decirnos, acerca de una historia tan antigua, dejemos la ciencia adquirida, por los demás, para ir a ver las abejas con nuestros propios ojos.
Una hora que pasemos en el colmenar nos enseñará cosas quizá menos precisas pero infinitamente más vivas y fecundas.
No he olvidado el primer colmenar que vi y en que aprendí a amar las abejas. Hace ya muchos años era en una populosa, aldea de esa Flandes Zelandesa que, tan clara y tan graciosa, más que la misma Zelanda, espejo cóncavo de Holanda, ha concentrado el gusto a los colores vivos y acaricia los ojos, como con lindos y grandes juguetes, con sus tejados, sus torres y sus carretas iluminadas, sus armarios y sus relojes que brillan en el fondo de los corredores; sus arbolitos alineados a lo largo de los malecones, y los canales, que parecen aguardar alguna ceremonia bienhechora e ingenua; sus buques y sus barcas de pasajeros, de popa esculpida sus puertas y sus ventanas semejando flores sus esclusas irreprochables; sus puentes levadizos minuciosos y multicolores; sus casitas barnizadas como lozas armoniosas y resplandecientes de las que salen mujeres en forma de campanillas y adornadas de oro y plata, para ir a ordeñar las vacas en prados rodeados de barreras blancas, a tender la ropa en la alfombra recortada en óvalos, y losanges, y meticulosamente verde, de los céspedes floridos.
Una especie de anciano sabio, bastante parecido al viejo de Virgilio. Homme égalant les rois, honune approchant des dieux, Et comme ces derniers satisfait et tranquillo, hubiera dicho La Fontaine, habíase retirado allí, donde, la vida parecería más estrecha que en otra parte, si fuese posible estrechar realmente la vida. Allí había levantado su refugio, no hastiado -el justo no conoce los grandes hastíos, -- sino algo fatigado de interrogar a los hombres que contestan menos sencillamente que los animales y las plantas, a las únicas preguntas interesantes que se puedan hacer a la Naturaleza y a las leyes verdaderas. Toda su felicidad, lo mismo que la del filósofo escita, consistía en las bellezas de un jardín, y entre esas bellezas, la más amada y la más visitada era un colmenar, compuesto de doce campanas de paja que había pintado unas de rosa vivo, otras de amarillo claro, la mayor parte de azul pálido, porque había observado, mucho antes de los experimentos de sir John Lubbock, que el azul es el color preferido por las abejas. Había instalado el colmenar junto a la blanqueada pared de la casa, en el rincón que formaba una de esas sabrosas y frescas cocinas holandesas de paredes de loza en que resplandecían los estaños y los cobres que por la puerta abierta, se reflejaban en un apacible canal. Y el agua, cargada de imágenes familiares, bajo una cortina de álamos, guiaba las miradas hacia el reposo de un horizonte de molinos y de prados.
En aquel lugar, como donde quiero, que se pongan, las colmenas habían dado a las flores, al silencio, a la suavidad del aire, a los rayos del sol, un significado nuevo. En cierto modo se tocaba el objeto de la fiesta del verano. Descansábase en la encrucijada fulgurante, a que convergen y de donde irradian los caminos aéreos que desde el alba hasta el crepúsculo recorren, atareados y sonoros, todos los perfumes de la campiña. Allí íbase a oír el alma, dichosa y visible, la voz inteligente y musical, el foco de alegría de las horas hermosas del jardín.
Allí iba a aprenderse, en la escuela de las abejas, las preocupaciones de la Naturaleza omnipotente, las luminosas relaciones de los tres reinos, la organización inagotable de la vida, la moral del trabajo ardiente y desinteresado y lo que es tan bueno como la moral del trabajo, las heroicas obreras enseñaban también a gustar el sabor algo confuso del descanso, subrogando, por decirlo así, con los rasgos de fuego de sus mil alitas, las delicias casi intangibles de aquellos días inmaculados que giran sobre sí mismos en los campos del espacio, sin traernos nada más que un globo transparente, vacío de recuerdos, como una felicidad demasiado pura.
V
Para seguir todo lo sencillamente que sea posible la historia anual de la colmena, tomaremos una que despierta a la primavera y reanuda su trabajo, y veremos desarrollarse en su orden natural los grandes episodios de la vida de la abeja, a saber: La formación y la partida del enjambre, la fundación de la nueva ciudad, el nacimiento, los combates y el vuelo nupcial de las jóvenes reinas, la matanza de los machos, el retorno del sueño invernal, Cada uno de estos episodios traerá naturalmente consigo todas las aclaraciones necesarias sobre las leyes, las particularidades, las costumbres, los acontecimientos que lo provocan o lo acompañan, de manera que al cabo del año apícola, que es breve y cuya actividad sólo se extiende de abril al fin de septiembre, nos habremos encontrado con todos los misterios de la casa de la miel. Por ahora, antes de abrirla y de dirigirle una mirada general, bastará saber que se compone de una reina, madre de todo su pueblo; de millares de obreras o neutras, hembras incompletas y estériles y por último de algunos centenares de machos, entre los cuales, se elegía esposo único y desdichado de la soberana futura, la que las obreras se darán después de la partida, más o menos voluntaria, de la madre reinante.
VI
La primera vez que se abre una colmena, se experimenta algo semejante a la emoción que se sentiría al violar un objeto desconocido y lleno quizá de sorpresas temibles, una tumba por ejemplo. Hay en torno de las abejas una leyenda de amenazas y de peligros. Hay el recuerdo enervado de esas picaduras que provocan un dolor tan especial que no se sabe a qué compararlo: se diría que es una aridez fulgurante, una especie de llama del desierto que se esparce por el miembro herido, como si nuestras hijas del sol hubieran extraído de los rayos irritados de su padre, un veneno resplandeciente para defender con mayor eficacia los tesoros de dulzura que sacan de sus horas benéficas.
Verdad es que, abierta sin precaución por quien no conozca ni respete el carácter y las costumbres de sus habitantes, la colmena se transforma al punto en ardiente zarza de cólera y de heroísmo. Pero nada es más fácil de adquirir que la pequeña habilidad necesaria para manejarla impunemente. Basta con un poco de humo proyectado a propósito, con mucha sangre fría y suavidad, y las bien armadas obreras se dejan despojar sin pensar en desnudar el aguijón. No reconocen a su amo, como se ha sostenido, no temen al hombre, pero ante el olor del humo, ante los lentos ademanes que recorren su morada sin amenazarlas, se imaginan que no se trata de un ataque ni de un gran enemigo del que sea posible defenderse, sino de una fuerza o de una catástrofe natural, a la que es bueno someterse. En vez de luchar en vano, y llenas de una previsión que si se engaña es porque mira demasiado lejos, tratan por lo menos de salvar el porvenir y se arrojan sobre sus reservas de miel para sacar y esconder en su mismo cuerpo con qué fundar en otra parte, en cualquiera inmediatamente, una ciudad nueva si la antigua es destruida, o si se ven obligadas a abandonarla.
VII
El profano ante quien se abre una colmena de observación* sufre al principio un desencanto. Se le había asegurado que aquel cofrecito de vidrio encerraba una actividad sin ejemplo, un número infinito de leyes sabias, una asombrosa suma de genio, de misterios, de experiencia, de cálculo, de ciencia, de certidumbre, de hábitos inteligentes, de sentimientos y de virtudes extrañas. No descubre en ella más que un confuso montón de pequeñas bayas rojas, bastante parecidas a los granos de café tostado o a pasas de uva aglomeradas sobre los vidrios.
* Se llama colmena de observación, una colmena con cristales, provista de cortinas negras o de postigos. Las mejores sólo contienen un panal, lo que permite observarlo por sus dos caras. Se puede, sin peligro ni inconveniente, instalar estas colmenas, provistas de una salida exterior, en un salón, una biblioteca, etc. Las abejas que habitan la que se encuentra en París, en mi gabinete de trabajo, cosechan en el desierto de piedra de la gran ciudad con qué vivir y prosperar.
Esas pobres bayas están más muertas que vivas, se trasladan con movimientos lentos, incoherentes incomprensibles. No reconoce las admirables gotas de luz que un momento antes se volcaban y salpicaban sin tregua en el hálito animado, lleno de perlas y de oro, de mil abiertos cálices.
Tiritan en las tinieblas. Se sofocan en una muchedumbre transida; se diría que son prisioneras enfermas o reinas destronadas que no tuvieron más que un segundo de brillo entre las flores iluminadas del jardín, para volver en seguida a la miseria vergonzosa de su taciturna y repleta morada.
Sucede con ellas lo que con todas las realidades profundas. Hay que aprender a observarlas. Un habitante de otro planeta que viera a los hombres yendo y viniendo casi insensiblemente por las calles, amontonándose en torno de ciertos edificios, o en ciertas plazas, aguardando quién sabe qué, sin movimiento aparente, en el fondo de sus habitaciones, deduciría también que son inertes y miserables. Sólo a la larga se deslinda la actividad múltiple de esa inercia. La verdad es que cada una de esas pequeñas bayas casi inmóviles, trabaja, sin descanso y ejerce un oficio diferente. Ninguna de ellas conoce el reposo, y las que, por ejemplo, parecen más dormidas y cuelgan contra los vidrios en muertos racimos, tienen la tarea más misteriosa y abrumadora: forman y secretan cera. Pero pronto hemos de encontrarnos con el detalle de esta unánime actividad. Por el momento basta llamar la atención sobre el rasgo esencial de la naturaleza de la abeja, que explica el amontonamiento extraordinario de ese trabajo confuso. La abeja es ante todo, y aún más que la hormiga, un ser de muchedumbre. Sólo puede vivir en montón. Cuando sale de la colmena, tan atestada que tiene que abrirse, a cabezazos su camino por las paredes vivientes que la encierran, sale de su elemento propio. Se sumerge un instante en el espacio lleno de flores, como se sumerge el nadador en el océano lleno de perlas; pero, bajo pena de muerte, es menester que a intervalos regulares vuelva a respirar la multitud, lo mismo que el nadador sale a respirar el aire. Aislada, provista de víveres abundantes, y en la temperatura más favorable, expira al cabo de pocos días, no de hambre ni de frío, sino de soledad. La acumulación, la ciudad, desprendo para ella un alimento invisible tan indispensable como la miel. A esa necesidad hay que remontar para fijar el espíritu de las leyes de la colmena. En la colmena, el individuo no es nada, no tiene más que una existencia condicional, no es más que un momento indiferente, un órgano alado de la especie. Toda su vida es un sacrificio total al ser innumerable y perpetuo de que forma parte. Es curioso comprobar que no siempre ha sido así. Aún hoy se encuentran entre los himenópteros melíferos, todos los estados de la civilización progresiva de nuestra abeja doméstica. En lo más, bajo de la escala, trabaja sola, en la miseria; a menudo ni siquiera ve su descendencia (las Prosopis, las Coletas, etc.) a veces vive en medio de la escasa familia anual que se crea (los Abejorros). Forma en seguida asociaciones temporarias, (los Panurgos, los Dasipodos, los Halitos, etc.), para llegar por fin, de grado en grado, a la sociedad casi perfecta pero implacable de nuestras colmenas, en que el individuo es completamente absorbido por la república, y en que la república es, a su vez, regularmente sacrificada a la ciudad abstracta e inmortal del porvenir.
VIII
No nos apresuremos a sacar de estos hechos conclusiones aplicables al hombre. El hombre tiene la facultad de no someterse a las leyes de la Naturaleza; saber si hace mal o bien en usar de esa facultad, es el punto más grave y menos aclarado de la moral. Pero no por eso es menos interesante sorprender la voluntad de la Naturaleza, en un mundo distinto. Pues, en la evolución de los himenópteros, que, inmediatamente después del hombre, son los habitantes del globo más, favorecidos desde el punto de vista de la inteligencia, dicha voluntad parece muy clara. Tiende visiblemente a la mejora de la especie, pero demuestra al propio tiempo que no la desea o no puede obtenerla sino con detrimento de la libertad, de los derechos y de la felicidad propias del individuo. A medida que la sociedad se organiza y se eleva, la vida particular de cada uno de sus miembros ve decrecer su círculo. En cuanto hay un progreso en alguna parte, éste sólo resulta del sacrificio cada vez más completo del interés personal al general. En primer término es menester que cada, cual renuncie a vicios que son actos de independencia. Así, en el penúltimo grado de la civilización ápica, se encuentran los abejorros que son todavía semejantes a nuestros antropófagos. Las obreras adultas merodean sin cesar en torno de los huevos para devorarlos, y la madre, se ve obligada a defenderlos encarnizadamente.
Es menester, en seguida, que cada cual, después de haberse desembarazado de los vicios más peligrosos, adquiera cierto número de virtudes cada vez más penosas. Las obreras de los abejorros, por ejemplo, no piensan en renunciar al amor, mientras que nuestra abeja doméstica viva en perpetua castidad. Por otra parte, pronto veremos todo lo que abandona en cambio del bienestar, la seguridad, la perfección arquitectónica, económica y política de la colmena, y volveremos sobre la asombrosa evolución de los himenópteros, en el capítulo consagrado al progreso de la especie.
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LIBRO SEGUNDO
El enjambre.
I
Las abejas del enjambre que elegimos, han sacudido, pues, el entorpecimiento del invierno. La reina ha vuelto a poner desde los primeros días de febrero. Las obreras han visitado las anémonas, las aliagas, las pulmonarias, las violetas, los sauces, los avellanos. Luego, la primavera ha invadido la tierra; los graneros y las cuevas rebosan de miel y de polen, millares de abejas nacen cada día. Los machos, gruesos y pesados, salen de sus vastas celdas, recorren los panales, y el hacinamiento de la ciudad demasiado próspera llega a ser tal que, por la tarde, a su regreso de las flores, centenares de trabajadoras retrasadas no encuentran dónde alojarse y se ven en la necesidad de pasar la noche a la puerta, donde las diezma el frío.
Una inquietud conmueve a todo el pueblo, Y la viejo, reina se agita. Comprende que se prepara un nuevo destino. Ha cumplido religiosamente su deber de buena creadora, Y del deber cumplido surgen la tristeza y la tribulación. Una fuerza invencible amenaza su reposo; pronto tendrá que, abandonar la ciudad en que reina. Y, sin embargo, esa ciudad es su obra y es ella entera. No es su reina en el sentido que le daríamos entre los hombres. No da orden alguna y se encuentra sometida, como el último de sus vasallos, al poder oculto y soberanamente sabio que llamaremos, mientras no tratemos de descubrir dónde reside, «el espíritu de la colmena». Pero ella es allí la madre y el órgano único del amor. La ha fundado en la incertidumbre y la pobreza. La ha repoblado sin cesar con su substancia, y todos cuantos la miman, obreras, machos, larvas, ninfas, y las jóvenes princesas cuyo próximo nacimiento va a precipitar su partida, y una de las cuales la sucede ya en el pensamiento inmortal de la especie, han salido de su vientre.
II
«El espíritu de la colmena» ¿ Dónde está y qué encarna? No es semejante al instinto particular del pájaro que sabe construir su nido con destreza y que busca otros cielos apenas reaparece el día de la emigración. No es tampoco una especie de costumbre maquinal de la especie, que sólo quiere ciegamente vivir y que choca con todos los ángulos de la casualidad en cuanto una circunstancia, imprevista perturba la serie de los fenómenos acostumbrados. Por el contrario, sigue paso a paso las circunstancias todopoderosas, como un esclavo inteligente y listo que sabe sacar partido, de las órdenes más peligrosas de su amo.
Dispone implacablemente, pero con discreción y como si estuviera sometido a algún gran deber de las riquezas, la felicidad, la libertad, la vida de todo un pueblo alado. Regula día por día el número de los nacimientos y lo pone en estricta relación con el de las flores que iluminan la campiña. Anuncia a la reina su destronamiento o la necesidad de que parta, la obliga a dar la vida a sus rivales, cría previamente a éstas, las protege contra la saña política de la madre, permite o prohíbe, según la generosidad de los cálices multicolores, la edad de la primavera y los probables peligros del vuelo nupcial, que la primogénita de las princesas vírgenes vaya a matar en su cuna a sus jóvenes hermanas que entonan el canto de las reinas. Otras veces, cuando la estación avanza, cuando se acortan las horas floridas, ordena, para clausurar la era de las revoluciones, y apresurar la vuelta al trabajo, que las obreras mismas asesinen a toda la descendencia real.
Este «espíritu» es prudente y económico, pero no avaro. Parece que conociera las leyes fastuosas y algo locas de la Naturaleza en cuanto atañe al amor. De modo que, durante los abundantes del verano, tolera, como que entre ello si elegirá su amante la reina que va a nacer, la presencia incómoda de trescientos o cuatrocientos machos aturdidos, desmañados, inútilmente atareados, pretenciosos, total y escandalosamente holgazanes, ruidosos, glotones, groseros, sucios, insaciables, enormes. Pero cuando la reina está fecundada, cuando las flores se abren más tarde y se cierran más temprano, una mañana decreta fríamente la matanza general y simultánea.
Reglamenta el trabajo de cada una de las obreras. Distribuye, de acuerdo con su edad, la tarea a las nodrizas, que cuidan las larvas y las ninfas; a las damas de honor que proveen al mantenimiento de la reina y no la pierden de vista; a las ventiladoras que azotando las alas ventilan, refrescan o calientan la colmena, y apresuran la evaporación de la miel demasiado cargada de agua; a los arquitectos, a los albañiles, a las cereras, a las escultoras que forman la cadena y edifican los panales; a las saqueadoras que salen al campo en busca del néctar de las flores que se convertirá en miel, el polen que sirve de alimento a las larvas y las ninfas, el propóleos que sirve para calafatear y consolidar los edificios de la ciudad, el agua, y la sal necesarias para la juventud de la nación. Impone su tarea a las químicas, que garantizan la conservación de la miel instilando en ella, por medio de su dardo, una gota de ácido fórmico; a las tapadoras que sellan los alvéolos cuyo tesoro está maduro; a las barrenderas que mantienen la meticulosa limpieza de las calles y de las plazas públicas; a las necróforas que llevan lejos de allí los cadáveres; a las amazonas del cuerpo de guardia que velan día y noche, por la seguridad de la entrada, interrogan a cuantos van y vienen, examinan a las adolescentes a su primer salida, espantan a los vagabundos, los sospechosos y los rateros, expulsan a los intrusos, atacan en masa a los enemigos temibles y si es necesario barrean la puerta.
«El espíritu de la colmena», en fin, es el que fija la hora del gran sacrificio anual al genio de la especie, hablo de la enjambrazón, en que un pueblo entero, llegado a la cúspide de su prosperidad y de su poderío, abandona de pronto a la generación futura todas sus riquezas, sus palacios, sus moradas y el fruto de sus fatigas, para marcharse a buscar a lo lejos, la incertidumbre y la desnudez de una nueva patria. He ahí un acto que consciente o no, va más allá de la moral humana. Arruina a veces, empobrece siempre, dispersa inevitablemente, la ciudad dichosa para, obedecer a una ley más alta que la dicha de la ciudad. ¿Dónde se formula esa ley que, según hemos de verlo en seguida, está lejos de ser fatal y ciega, como se cree? ¿Dónde, en qué asamblea, en qué consejo, en qué esfera común funciona ese espíritu a que todos se someten, y que está, él también, sometido a un deber heroico y a una razón que siempre mira al porvenir?
Sucede con nuestras abejas corno con la mayor parte de las cosas de este mundo; observamos algunas de sus costumbres y decimos.
hacen este, trabajan de esta manera, sus reinas nacen así, sus obreras permanecen vírgenes, enjambran en tal época. Creemos conocerlas con esto y no pedimos más. Las miramos revoloteando de flor en flor, observamos el ir y venir palpitante de la colmena; esa existencia nos parece muy sencilla, y limitada, como las demás, a los instintivos cuidados del alimento y la reproducción. Pero que el ojo se acerque y trate de darse cuenta... ahí está la complejidad espantosa de los fenómenos más naturales, el enigma de la inteligencia, de la voluntad, de los destinos, del objeto, de los medios y de las causas, la organización incomprensible del más mínimo acto de la vida.
III
En nuestra colmena se prepara, pues, la enjambrazón, la gran inmolación a los dioses exigentes de la raza. Obedeciendo a la orden del «espíritu», que nos parece bastante poco explicable, considerando que es exactamente contrario a todos los instintos y a todos los, sentimientos de nuestra especie, sesenta a setenta mil de las ochenta o noventa mil abejas que forman la población total, van a abandonar a la hora prescrita la ciudad materna. No partirán en un momento de angustia, no huirán con resolución repentina y azorada, de una patria devastada por el hambre, la guerra o la peste. No; el destierro es detenidamente meditado, y la hora pacientemente aguardada. Si la colmena está pobre, desolada por las desgracias de la familia real, las intemperies, el saqueo, las abejas no la abandonan. No la dejan sino en el apogeo de su felicidad, cuando, después del trabajo forzado de la primavera, el inmenso palacio de cera con sus ciento veinte mil celdas bien arregladas, rebosa de miel nueva y de esa harina de arco iris que se llama «el pan de las abejas» y que sirve para alimentar las larvas y las ninfas.
La colmena nunca, está tan bella como la víspera del heroico renunciamiento.
Esa, es para ella la hora sin igual, animada, algo febril y sin embargo serena, de la plena abundancia y del júbilo pleno. Tratemos de imaginárnosla, no tal como la ven las abejas, porque no podemos sospechar de qué mágica manera se reflejan los fenómenos en las seis o siete, mil facetas de sus ojos laterales, y en el triple ojo ciclópeo de su frente, sino tal como la veríamos sí fuéramos de su tamaño. Desde lo alto de una cúpula más colosal que la San Pedro en Roma, bajan hasta el suelo, verticales, múltiples y paralelas, gigantescas paredes de cera, construcciones geométricas, suspendidas en las tinieblas y el vacío, Y que, en proporción, no podrían compararse a ninguna construcción humana, por su precisión, su audacia y su enormidad.
Cada una de esas paredes, cuya substancia se halla aún completamente fresca, virginal, plateada, inmaculada, perfumada, está formada por millares de celdas y contiene víveres suficientes para alimentar al pueblo entero durante varias semanas. Aquí, se ven las resplandecientes manchas rojas, amarillas, malva y negras del polen, fermentos de amor de todas las flores de la primavera, acumulados en los, transparentes alvéolos. En torno, como largas y fastuosas tapicerías de oro, de pliegues rígidos e inmóviles, la miel de abril, la más linda y más perfumada, reposa ya en sus veinte mil depósitos, cerrados con un sello que sólo se violará en los días de miseria. Más arriba, la miel de mayo continúa madurando en sus cubas abiertas, a cuyos bordes se ven cohortes vigilantes que mantienen una corriente de aire continua. En el centro, y lejos de la luz cuyas chispas, de diamante entran por la única abertura, en la parte más caliente de la colmena, dormita y se despierta el porvenir. Es el regio dominio de los huevecillos, reservado a la reina y sus acólitos: alrededor de diez mil mansiones en que reposan los huevos, quince o dieciséis mil cuartos ocupados por las larvas, cuarenta mil casas habitadas por las ninfas, cuidadas por millares de nodrizas.
Por fin, en el sancta sanctorum de aquellos limbos, aparecen también los tres, cuatro, seis o doce palacios cerrados, muy vastos en proporción, de las princesas adolescentes que aguardan su hora, envueltas en una especie de sudario, inmóviles y pálidas, pues se las alimenta en las tinieblas.
IV
Y el día prescripto por el «espíritu de la colmena», una parte, del pueblo, estrictamente determinada de acuerdo con leyes inmutables y seguras, cede su puesto a aquellas esperanzas todavía sin forma. En la ciudad dormida se deja a los machos, entre quienes será elegido el amante real, a las abejas muy jóvenes que cuidan los huevecillos, y algunos millares de abejas que continuarán saqueando las flores, a lo lejos, vigilarán el tesoro acumulado y mantendrán las tradiciones morales de la colmena. Porque cada colmena tiene su moral particular. Se encuentran algunas muy virtuosas y otras muy pervertidas, y el apicultor imprudente puede corromper un pueblo, hacerle perder el respeto hacia la propiedad ajena, incitarlo al saqueo, darle costumbres de conquista y de holgazanería que lo harán temible para todas las pequeñas repúblicas de los contornos. Basta con que la abeja haya tenido ocasión de comprobar que el trabajo a lo lejos, entre las flores de la campiña que hay que visitar por centenares para formar una gota de miel, no es ni el único ni el más rápido medio de enriquecerse, y que es, más fácil introducirse fraudulentamente en las ciudades mal custodiadas, o por la fuerza en las que, son demasiado débiles para defenderse.
En breve pierden la noción del deber deslumbrador pero implacable que hace de ella la esclava alada de las corolas en la armonía nupcial de la Naturaleza, y a menudo cuesta mucho hacer que vuelva al camino del bien tan depravada colmena.
V
Todo indica que no es la reina, sino el «espíritu de la colmena» quien resuelve la enjambrazón. Pasa con la reina lo que con los jefes entre los hombres; parece que mandan, pero ellos mismos obedecen a órdenes más imperiosas y más inexplicables que las que dan sus, súbditos.
Cuando el «espíritu» ha fijado el momento, es menester que desde la aurora, quizá desde la víspera o la antevíspera, haya dado a conocer su resolución, porque apenas ha sorbido el sol las: primeras gotas de rocío, cuando ya se observa en torno de la zumbante ciudad una desusada agitación, ante la que el apicultor no suele engañares. A veces hasta se diría que, hay lucha, vacilación, retroceso.
Acontece, en efecto, que durante varios días seguidos la inquietud dorada y transparente crezca o se apacigüe sin razón visible. ¿ Fórmase en ese instante una nube que no vemos en el cielo que las abejas ven o un pesar en su inteligencia? ¿ Discútese en zumbador consejo la necesidad de la partida? No lo sabemos, como no sabemos tampoco de qué manera da el «espíritu de la colmena» a conocer su resolución a la multitud. Si es cierto que, las abejas se comunican entre sí, se ignora si lo hacen a la manera de los hombres. Ese zumbar perfumado de miel, ese estremecimiento embriagador de los hermosos días de estío, que es uno de los más dulces placeres del criador de abejas, ese canto de fiesta del trabajo que sube y baja en torno del colmenar en el cristal de la hora, y que parece el murmullo de alegría de las abiertas flores, el himno de su felicidad, el eco de sus suaves olores, la voz de los claveles blancos, del tomillo, de la mejorana, puede no ser oído por ellas.
Tienen, sin embargo, toda una escala de sonidos que nosotros mismos discernimos y que va de la felicidad profunda a la cólera, a la desesperación; tienen la oda de la reina, los estribillos de la abundancia, los salmos del dolor; tienen por fin, los largos y misteriosos gritos de guerra de las princesas adolescentes, en los combates y las matanzas que preceden al vuelo nupcial. ¿ Es esa una música casual que no turba su silencio interior? Verdad que no las conmueven los ruidos que producimos en torno de la colmena, pero quizá consideren que esos ruidos no son de su mundo y no tienen interés alguno para ellas. Es verosímil que, por nuestra parte, no oigamos más que una mínima parte de lo que dicen, y que emitan una multitud de armonías que nuestros órganos no pueden distinguir. De todos modos, más adelante veremos que saben entenderse y concertarse con una rapidez a veces prodigiosa, y por ejemplo, cuando el gran ladrón de miel, la enorme Esfinge Atropos, la mariposa siniestra, que lleva a la espalda una calavera, penetra en la colmena al murmullo de una especie de encantamiento irresistible que le es propio, la noticia circula de ámbito en ámbito, y desde la guardia de la entrada hasta las últimas obreras, que trabajan, allá, en los últimos panales, todo el pueblo se estremece.
VI
Largo tiempo se ha creído que al abandonar los tesoros de su reino para lanzarse de ese modo a la vida insegura, las cuerdas moscas de miel, tan económicas, tan sobrias, tan previsoras por lo regular, obedecían a tina especie de locura fatal, a un impulso maquinal, a una ley de la especie, a un decreto de la Naturaleza, a esa fuerza que, para todos los seres, está oculta en el tiempo que se desliza.
Trátese de la abeja o de nosotros mismos, llamamos fatal a todo cuanto no comprendemos todavía. Pero, hoy, la colmena ha entregado ya dos o tres de sus secretos materiales, y está comprobado que ese éxodo no es ni instintivo ni inevitable. No es, una emigración ciega, sino un sacrificio que parece razonado de la generación presente a la generación futura. Basta con que el apicultor destruya en sus celdillas a las jóvenes reinas, inertes todavía y que al mismo tiempo, si las larvas y las ninfas son numerosas, agrande los depósitos y los dormitorios de la nación: al punto todo el tumulto improductivo cae como las gotas de oro de una lluvia obediente, el trabajo habitual se disemina por las flores, y la vieja reina, indispensable otra vez, sin esperar ni temer sucesores, tranquilizada respecto del porvenir, renuncia ese año a volver a ver la luz del sol. Reanuda pacíficamente en las tinieblas su tarea materna que, consiste en poner, siguiendo una espiral metódica, de celdilla en celdilla, sin omitir una sola, sin detenerse jamás, dos o tres, mil huevecillos por día.
¿Qué hay de fatal en todo esto, si no es el amor de la raza de hoy a la raza de mañana? La misma fatalidad existe en la especie humana, pero su poder y su extensión son menores en ella. No produce jamás esos sacrificios totales y unánimes. ¿A qué fatalidad previsora, que reemplaza a ésta, obedecemos? Se ignora, y no se sabe qué ser nos mira como nosotros miramos a la abeja.
VII
Pero el hombre no turba, la historia de la colmena que hemos elegido, y el ardor, húmedo aún, de un bello día que avanza a paso tranquilo y ya radiante bajo los árboles, precipita la hora de la partida.
Desde lo alto hasta el pie de los dorados pasadizos que separan las paredes paralelas, las obreras se, ocupan en terminar los preparativos del viaje. Y en primer lugar, cada una carga con una provisión de miel suficiente para cinco o seis días. De la miel que se llevan sacarán, por medio de una química que aún no se ha explicado claramente, la cera necesaria para comenzar acto continuo la construcción de los edificios.
Se proveen, además, de cierta cantidad de propóleos, especie de resina destinada a calafatear las rendijas de la nueva morada, a fijar lo inseguro, a barnizar los tabiques, a excluir toda luz, porque les agrada trabajar en una obscuridad casi completa, en la que se dirigen gracias a sus ojos de facetas o quizá a sus antenas, que se suponen asiento de un sentido ignoto para palpar y medir las tinieblas.
VIII
Saben, pues, prever las aventuras del día, más peligroso de su existencia. Hoy, en efecto, entregadas a las preocupaciones y a los azares quizá prodigiosos del gran acto, no tendrán tiempo de visitar los jardines y los prados y mañana, pasado, es posible que sople viento o llueva, que sus alas se hielen y que las flores no se abran. Sin esta previsión las aguardaría el hambre y la muerte. Nadie acudiría en su socorro, y no solicitarían el socorro de nadie. De ciudad a ciudad ni se conocen ni se ayudan jamás. Hasta ocurre que el apicultor instala la colmena en que ha, recogido a la vieja, reina y el racimo de abejas que la rodea, precisamente al lado de la colmena que acaban de abandonar.
Sea cual sea el desastre, que las hiera, diríase que han olvidado irrevocablemente la paz, la felicidad laboriosa, las enormes riquezas y la seguridad de su antiguo palacio, y todas, una por una, hasta la última, morirán de frío y de hambre en torno de su desdichada soberana, antes que volver a la casa natal, cuyo buen olor de abundancia que no es más que el perfume de su trabajo pasado, penetra hasta su desolación.
IX
He ahí algo, se dirá, que no harían los hombres, uno de los hechos demostrativos de que, a pesar de las maravillas de esa organización, no hay en ella ni inteligencia ni conciencia verdaderas. ¿Qué sabemos?
Fuera de que es muy admisible que haya en otros seres una inteligencia de otra naturaleza que la nuestra, y que produzca efectos muy diferentes sin ser por eso muy inferiores; ¿somos acaso, y sin salir de nuestra pequeña parroquia humana, tan buenos jueces de las cosas del «espíritu »? Basta que veamos dos o tres personas que hablen y se agiten detrás de una ventana sin oír lo que dicen, para que ya nos sea muy difícil adivinar el pensamiento que las mueve. ¿Creéis que un habitante de Marte o de Venus que, desde lo alto de una montaña, viera ir y venir por las calles y las plazas públicas de nuestras ciudades, los pequeños puntos negros que somos en el espacio, se formaría ante el espectáculo de nuestros movimientos, de nuestros edificios, de nuestros canales, de nuestras máquinas, una idea exacta de nuestra inteligencia, de nuestra moral, de nuestra manera de amar, de pensar, de esperar, en una palabra, de nuestro ser íntimo v real? Se limitaría a determinar algunos hechos bastante sorprendentes, como lo hacemos en la colmena, y sacaría de ellos probablemente, consecuencias tan inciertas, tan erróneas como las nuestras.
En todo caso, mucho le costaría descubrir en «nuestros pequeños puntos negros» la gran dirección moral, el admirable sentimiento unánime que brilla en la colmena. «¿Adónde van?- » se preguntaría después de habernos observado durante años o siglos, ¿qué hacen? ¿obedecen a algún dios? No veo nada que conduzca sus pasos. Un día parecen edificar y amontonar pequeñas cosas, y al día siguiente, las destruyen y desparraman. Van y vienen, se reúnen y se dispersan, pero no se sabe lo que desean. Ofrecen una multitud de espectáculos inexplicables.
Algunos hay, por ejemplo, que no hacen movimiento alguno.
Se les reconoce por su pelaje. Más lustroso; a menudo son también más voluminosos que los demás. Ocupan mansiones diez o veinte veces más vastas, más ingeniosamente ordenadas y más ricas que las moradas comunes. Hacen todos los días en ellas comidas que se prolongan horas enteras, y a veces hasta tarde de la noche. Todos cuantos se les acercan parecen honrarlos, y los portadores de víveres salen de las casas vecinas y llegan desde el fondo de la campaña para ofrecerles regalos. Debe creerse que son indispensables y que prestan a la especie servicios esenciales, aunque nuestros medios de investigación no nos hayan permitido todavía reconocer con exactitud la naturaleza de esos servicios. Por el contrario, se ven otros que, en grandes cajas atestadas de ruedas que giran como un torbellino, en cuartucos obscuros, en torno de los puertos, y sobre pequeños cuadrados de tierra que excavan del alba a la puesta de sol, no cesan de agotares penosamente. Todo nos hace suponer que esa agitación es digna de castigo. Y en efecto, se les aloja en estrechas viviendas, sucias y ruinosas. Están cubiertos de una substancia incolora. Su entusiasmo por su obra perjudicial o por lo menos inútil parece tal, que apenas descansan el tiempo de comer y de dormir. Su número es, en relación a los primeros, como de mil a uno.
Es sorprendente que la especie haya podido sostenerse hasta nuestros días en condiciones tan desfavorables para su desarrollo. Por otra parte, es conveniente agregar que fuera de la obstinación característica de sus penosas agitaciones, tienen un aspecto inofensivo y dócil, y que se contentan con las sobras de los que son evidentemente los guardianes y quizá los salvadores de la raza.»
X
¿No es asombroso que la colmena que vemos tan confusamente, desde lo alto de nuestro mundo, nos dé, a la primer mirada que a ella dirigimos, una respuesta segura y profunda? ¿No es admirable que, esos edificios llenos de certidumbre, sus usos, sus leyes, su organización económica Y política, sus virtudes, sus crueldades mismas, nos muestren inmediatamente el pensamiento o el dios a que las abejas sirven y que no es ni el dios menos legítimo, ni el menos razonable que se pueda concebir, aunque quizá sea el único que todavía no hayamos adorado seriamente, quiero decir el porvenir? Solemos tratar, en nuestra historia humana, de valuar la fuerza y la grandeza moral de un pueblo o de una raza, y no hallamos para ello otra medida que la persistencia y la amplitud del ideal que persiguen y la abnegación con que a él se sacrifican. ¿Hemos, hallado con frecuencia un ideal más conforme a los deseos del Universo, más firme, más augusto, más desinteresado más manifiesto, y una abnegación más total y más heroica?
XI
Extraña republiquita, tan lógica y tan grave, tan positiva, tan minuciosa y tan económica, y sin embargo, víctima de sueño tan vasto y tan precario Pequeño pueblo tan resuelto y tan profundo, alimentado de calor y de luz, y de lo más puro que hay en la Naturaleza, el alma de las flores, es decir, la sonrisa más estridente de la materia, y su esfuerzo más conmovedor hacia la felicidad y la belleza, ¿quién nos dirá los problemas que has resuelto y que nos quedan por resolver, las, certidumbres que has adquirido y que nos quedan por adquirir? Y si es verdad que has resuelto esos problemas, que, has adquirido esas certidumbres, no con ayuda de la inteligencia, sino en virtud de algún impulso primitivo y ciego, ¿hacia qué enigma más insoluble aún nos empujas? Pequeña ciudad llena de fe, de esperanzas, de misterios ¿ por qué aceptan tus cien mil vírgenes una tarea que ningún esclavo humano ha aceptado jamás? Si economizaran sus fuerzas, si se olvidaran algo menos de ellas mismas, si fueran un poco menos ardientes en el trabajo, verían otra primavera y un segundo estío; pero en el momento magnífico en que todas las flores las llaman, parecen acometidas por la embriaguez, mortal del trabajo, y con las alas rotas, con el cuerpo reducido a nada y cubierto de heridas, perecen casi todas en menos de cinco semanas.
Tantus amor florum, et generandi gloria melis, exclama Virgilio, que nos ha transmitido, en el cuarto libro de las Geórgicas, consagrado a las abejas, los errores encantadores de los antiguos, que observaban la Naturaleza, con ojos todavía deslumbrados por la presencia de los imaginarios dioses.
XII
¿ Por qué renuncian al sueño, a las delicias de la miel, al amor, a los adorables ocios que, por ejemplo, conoce su hermana alada la mariposa?
¿No podrían vivir corno ella? El hambre no las hostiga. Dos o tres flores bastan para alimentaras, y visitan doscientas o trescientas por horra, para acumular un tesoro de cuya dulzura no gustarán. ¿Para qué darse tanto trabajo, de dónde viene, tanta seguridad? ¿Es segura, entonces que la generación por la que morís merece tal sacrificio, que ha de ser más bella y más dichosa, que hará algo que no hayáis hecho?
Vemos vuestro objeto, es tan claro como el nuestro: queréis vivir en vuestra descendencia, tanto como la tierra misma; más ¿qué objeto tiene ese gran empeño y la misión de esa existencia eternamente renovada?
Pero, ¿ no seremos más bien nosotros, que nos atormentamos entre, la vacilación y el error, los soñadores pueriles que nos planteamos problemas inútiles? Aunque, de evolución en evolución, hubieseis llegado a ser omnipotentes y felices, aunque hubieseis alcanzado las mayores alturas para dominar desde ellas las leyes de la Naturaleza, aunque fueseis, en fin, diosas inmortales, aún seguiríamos interrogándoos, y os preguntaríamos lo que esperáis, dónde os encamináis, cuándo os detendréis, declarándoos sin deseos. Estamos constituidos de tal modo que nada, nos satisface, que nada nos parece tener su objeto dentro de sí, que nada creemos que exista sencillamente, sin segunda intención. ¿Acaso hemos podido hasta ahora, imaginar uno solo de nuestros dioses, desde el más grosero hasta, el más razonable, sin hacer inmediatamente que se agite sin obligarlo a crear una multitud de seres y de cosas, a buscar mil fines más allá de sí mismo, y nos resignaríamos jamás a representar tranquilamente y durante algunas horas una, forma interesante de la actividad de la materia, para volver en seguida, sin pena ni sorpresa, a la otra forma que es la inconsciente, la ignota, la dormida, la eterna?
XIII
Pero no olvidemos nuestra colmena en que el enjambre, se impacienta, nuestra colmena que hierve y rebosa ya en olas, negras y vibrantes, como un vaso sonoro bajo el ardor del sol. Es mediodía, y diríase que en torno del calor que reina, los árboles reunidos detienen todas sus hojas, como se detiene el aliento en presencia de una cosa muy dulce pero muy grave. Las abejas dan la miel y la cera perfumada al hombre que las cuida; pero lo que quizá valga más que la miel y que la cera, es que llaman su atención sobre la alegría de junio, es que le hacen saborear la armonía de los meses hermosos, es que todos los acontecimientos en que se mezclan están ligados a los cielos puros, a las fiestas de las flores, a las horas más felices del año.
Son el alma del estío, el reloj de los minutos de abundancia, el ala diligente de los perfumes que se exhalan, la de los rayos de luz que se ciernen, el canto de la atmósfera que se despereza y descansa, el murmullo de las claridades que palpitan, y su vuelo es el signo visible, la nota convencida y musical de las pequeñas alegrías innumerables que nacen del calor y viven en la luz. Hacen comprender la voz más íntima de las buenas horas naturales. Para quien las ha conocido, para quien las ha amado, un estío sin abejas parece tan desdichado y tan imperfecto como si careciera de pájaros y de flores.
XIV
El que asiste por primera vez al episodio ensordecedor y desordenado de la enjambrazón de una colmena bien poblada, se ve bastante desconcertado, y no se acerca sin temor. Ya no reconoce a las serias y apacibles abejas de las horas laboriosas. Las había visto momentos antes, llegar de todos los rincones de la campiña, preocupadas como burguesitas a quienes nada podría distraer de las tareas del hogar. Entran casi inadvertidas, abrumadas, jadeantes, atareadas, agotadas pero discretas, saludadas al pasar con un ligero movimiento de antenas por las jóvenes amazonas de la entrada. Cuando mucho cambian tres o cuatro palabras, probablemente indispensables, al entregar apresuradamente su cosecha de miel a las portadoras adolescentes que siempre están en el patio interior de la fábrica; o bien van ellas mismas a depositar en los vastos graneros que rodean el nidal, las dos pesadas canastas de polen colgadas de sus muslos, para volver a salir inmediatamente después, sin preocuparse de lo que pasa en los talleres, en el dormitorio de las ninfas o en el palacio real, sin mezclarse, aunque sea un instante, al gentío de la plaza pública que, se extiende ante el umbral, y que en las horas de gran calor invade el parloteo de las ventiladoras que, según la expresión pintoresca de los apicultores «hacen la barba.»
XV
Hoy todo ha cambiado. Verdad es que cierto número de obreras, como si nada hubiese de pasar, se van tranquilamente al campo, vuelven, asean la colmena, suben a los cuartos de los huevecillos, sin dejarse contagiar por la general embriaguez. Son las que no han de acompañar a la reina, las que permanecerán en la vieja morada para guardarla, cuidar y alimentar los nueve o diez mil huevos, las dieciocho mil larvas, las treinta y seis mil ninfas y las siete ú ocho princesas que se quedan allí. Han sido elegidas para ese deber austero, sin que se sepa en virtud de qué reglas, ni por quién, ni cómo. Son tranquilas e inflexiblemente fieles a él, y aunque Me haya preocupado de repetir muchas veces el experimento, empolvando con materias colorantes algunas de esas «cenicientas» resignadas, que se reconocen fácilmente por su andar serio y algo pesado en medio del pueblo de fiesta, muy rara vez he encontrado alguna en la embriagada multitud del enjambre.
XVI
Y sin embargo, el atractivo parece irresistible. Es el delirio del sacrificio, quizá inconsciente, ordenado por el dios; es la fiesta de la miel, la victoria de la raza y del porvenir es el único día de júbilo, de olvido y de locura es el único domingo de las abejas. Se creería que es también el único día en que comen a satisfacción, en que *Conocen plenamente la dulzura del tesoro que amontonan. Parecen prisioneras libertades y repentinamente transportadas a un país de exuberancia y de recreo. Se regocijan, no pueden dominarse. Ellas, que no hacen jamás un movimiento falto de precisión o inútil, van, vienen, salen, entran, vuelven a salir para excitar a sus hermanas, para ver si la reina está pronta, para engañar y aturdir la espera. Vuelan mucho más alto que de costumbre, hacen vibrar en torno de la colmena el follaje de los altos árboles, No tienen ya temores ni cuidados. Ya no son bravías, suspicaces, recelosas, coléricas, agresivas, indomables. El hombre, el amo ignorado a quien no reconocen nunca y que no logra avasallarlas sino plegándose a todos sus hábitos de trabajo, respetando todas sus leyes, siguiendo paso a paso el surco que en la vida traza su inteligencia, siempre encaminado hacia el bien de mañana y que nada desconcierta ni desvía de su objeto, el hombre puede acercárseles, rasgar la cortina rubia y tibia que forman a su alrededor sus ruidosos torbellinos, tomarlas en la mano, recogerlas como un racimo de frutas... son tan mansas, inofensivas como una nube de libélulas o de falenas, y aquel día, dichosas, no poseyendo nada ya, confiadas en el porvenir, y con tal de que no se las separe de su reina que lleva ese porvenir consigo, se someten a todo y no hieren a nadie.
XVII
Pero la verdadera señal no ha sido dada todavía. En la colmena reina una, agitación inconcebible y un desorden cuyo pensamiento no se puede descubrir. En las épocas ordinarias, y de vuelta en casa, las abejas olvidan que tienen alas, y cada una de ellas se mantiene casi inmóvil, pero no inactiva, en el sitio que le está designado por su género de trabajo. Ahora, trastornadas, se mueven en círculos compactos de arriba abajo de los tabiques verticales, como una pasta vibrante revuelta por una mano invisible. La temperatura interior se eleva rápidamente, hasta tal punto que la cera de los edificios se ablanda y deforma a veces. La reina que, por lo común no sale nunca de los panales del centro, recorre enajenada, jadeante, la superficie de la vehemente muchedumbre que gira sobre sí misma. ¿Lo hace para apresurar o para retardar la partida? ¿Ordena e implora? ¿Propaga la prodigiosa emoción o la recibe? Parece bastante evidente, según lo que sabemos de la psicología general de la abeja, que la enjambrazón se hace siempre contra la voluntad de la soberana. En el fondo, la reina es para las ascéticas obreras, sus hijas, el órgano del amor, indispensable y sagrado, pero algo inconsciente y a menudo pueril. Así es que la tratan como a una madre bajo tutela. Tienen hacia ella un respeto, una ternura heroica y sin límites. Para ella se reserva, la miel más pura, especialmente destilada y casi enteramente, asimilable. Tiene una escolta de satélites y de lictores, según la expresión de Plinio, que vela por ella día y noche, facilita su trabajo materno, prepara las celdillas en que ha de poner, la mima, la acaricia, la alimenta, la asea, hasta absorbe sus excrementos. Al menor accidente que le ocurra, la noticia vuela de abeja en abeja, y el pueblo se atropella y se lamenta. Si se la saca de la colmena, y las abejas no pueden tener la esperanza de reemplazarla, sea porque no ha dejado descendencia predestinada, sea porque no hay larvas de obreras de menos de tres días (porque cualquier larva de obrera que tenga menos de tres días puede, gracias a una alimentación especial, transformarse en ninfa real, gran principio democrático de la colmena que compensa las prerrogativas de la predestinación materna.), si en semejantes circunstancias se la toma, se la aprisiona y se la lleva lejos de su mansión, comprobada su pérdida a veces pasan dos o tres días antes de que la sepa todo el mundo, tan vasta es la ciudad, el trabajo cesa o poco menos en todas partes. Se abandona a los pequeñuelos, numerosísimas obreras andan de aquí para allá en busca de la madre, otras salen desaladas a ver si la encuentran, las guirnaldas de obreras ocupadas en construir los panales, se rompen y disgregan, las saqueadoras no visitan ya las flores, la guardia de la puerta deserta de su puesto, y las rateras extrañas y todos los parásitos de la miel, perpetuamente al acecho de una coyuntura favorable, entran y salen libremente sin que nadie piense en defender el tesoro codiciosamente acumulado. Poco a poco la ciudad se empobrece, se despuebla, y sus habitantes, desalentados no tardan en morir de tristeza y de miseria, aunque frente a ellas se abran y brillen todas las flores del verano.
Pero que se les restituya la soberana antes que su pérdida haya pasado a la categoría de hecho consumado e irremediable, antes que la desmoralización sea demasiado profunda (las abejas son como los hombres: una desgracia y una desesperación prolongada rompen su inteligencia, y degradan su carácter), que se la restituyan pocas horas después, y la acogida que le hagan será extraordinaria y conmovedora.
Todas se apresuran a rodearla, se amontonan, trepan unas sobre otras, la acarician al pasar con sus largas antenas que contienen tantos órganos todavía inexplicados, le ofrecen miel, la escoltan en tumulto hasta las habitaciones reales. Al punto el orden se restablece, el trabajo se reanuda de los panales centrales de los huevecillos hasta los más lejanos anexos en que se hacina el sobrante de la cosecha, las recolectoras salen en filas negras y vuelven a veces menos de tres minutos después, cargadas ya de néctar y de polen, los rateros y los parásitos son expulsados o hechos pedazos, bárrense las calles, y la colmena resuena dulce y monótonamente con el cántico dichoso y especialísimo, el canto íntimo de la real presencia.
XVIII
Se tienen mil ejemplos de esa adhesión, de esa abnegación absoluta de las obreras hacia su soberana. En todas las catástrofes de la pequeña república, la caída de la colmena e de los panales, la grosería o la ignorancia del hombre, el frío, el hambre, la enfermedad misma, si el pueblo perece a montones casi siempre la reina se salva, y se la encuentra viva bajo los cadáveres de sus fieles hijas. Es que todas la protegen, facilitan su fuga, le forman con sus cuerpos una muralla y un abrigo, le reservan el alimento más sano, y las últimas gotas de miel. Y mientras le queda un átomo de vida, cualquiera que sea el desastre, el desaliento no entra en la ciudad de las «castas bebedoras de rocío.»
Romped sus panales veinte veces seguidas, quitadles veinte veces sus hijos y sus víveres, y no lograréis hacerlas dudar del porvenir, y diezmadas, hambrientas, reducidas a una pequeña tropa que apenas puede disimular a la madre a los ojos del enemigo, reorganizarán los reglamentos de la colonia, proveerán a lo más urgente, se dividirán de nuevo la tarea de acuerdo con las necesidades anormales del momento desgraciado, y reanudarán inmediatamente el trabajo con una paciencia, con un ardor, con una inteligencia, con una tenacidad que no se hallan a menudo hasta ese grado en la Naturaleza, aunque la mayor parte de los seres muestren en ella más valor y más confianza, que el hombre.
Para alejar el desaliento y mantener su amor, no se necesita siquiera, que la reina esté presente, basta con que al morir o al marcharse haya dejado la más frágil esperanza de descendencia. «Hemos visto -dice el venerable Langstroth, uno de los padres de la apicultura moderna- hemos visto una colonia que no tenía suficientes abejas para cubrir un panal de diez centímetros cuadrados, tratando de criar una reina. Conservaron esta esperanza durante dos semanas enteras; al fin, cuando su número había quedado reducido a la mitad, la reina nació, pero sus alas eran tan imperfectas que no pudo volar. Aunque fuera impotente, las abejas no la trataron con menos respeto. Una semana después, sólo quedaba, una docena de abejas; por fin, algunos días más tarde, la reina desapareció, dejando en los panales algunas infelices inconsolables.»
XIX
He aquí, entro otras muchas, una circunstancia nacida de las inauditas pruebas por que nuestra intervención reciente y tiránica hace pasar a las infortunadas pero inquebrantables heroínas y en la que se ve a lo vivo el último acto del amor filial y de la abnegación: más de una vez, y como todo aficionado a abejas, he hecho que me manden de Italia reinas fecundadas, porque la raza italiana es mejor, más robusta, más prolífica, más activa y más mansa que la nuestra. Esos envíos se hacen en cajitas llenas de agujeros. Pónense en ellas algunos víveres, y la reina se encierra acompañada por cierto número de obreras, elegidas hasta donde es posible, entre las de más edad (la edad de las abejas se reconoce, fácilmente, pues, cuando envejecen, presentan el cuerpo más liso, enflaquecido, casi calvo, y sobre, todo las alas gastadas y desgarradas por el trabajo), para alimentarla, cuidarla y velar por ella durante el viaje. Muy a menudo encontrábame con que la mayoría de las obreras había sucumbido. Una vez, todas habían muerto de hambre; pero, como de costumbre, la reina estaba intacta, y vigorosa, y la última de sus compañeras había perecido ofreciendo probablemente a su soberana, símbolo de una vida más preciosa y más vasta que la suya, la última gota de miel que, tenía reservada en el fondo del buche.
XX
Observando este efecto tan constante, el hombre ha sabido aprovecharse, del admirable sentido político, del ardor para el trabajo, de la perseverancia, de la magnanimidad, de la pasión del porvenir que de él se derivan o que en él se hallan encerrados. Gracias a ese efecto, hace ya algunos años que ha logrado domesticar hasta cierto punto y sin que ellas lo sepan, a las bravías guerreras que no ceden a ninguna fuerza y que en su inconsciente esclavitud, todavía no sirven sino a sus propias leyes sojuzgadoras. Puede creer que teniendo la reina tiene en la mano el alma y los destinos de la colmena. Según como la emplee, según como la maneje, por decirlo así, provoca, por ejemplo, y multiplica o reduce el enjambrazón, reúne o divide las colonias, dirige la emigración de los reinos. No es menos cierto que la reina no constituye, en el fondo, nada más que una especie de viviente símbolo que, como todos los símbolos, representa un principio menos visible y más vasto, que es bueno que el apicultor tenga en cuenta si no quiere exponerse a más de un percance. Por lo demás, las abejas no se engañan y no pierden de vista, a través de su reina visible y efímera, su verdadera soberana inmaterial y permanente, que es su idea fija. Que, esa idea sea consciente o no, sólo importa si queremos admirar más, especialmente a las abejas que la tienen o a la Naturaleza que la ha puesto en ellas. En cualquier punto que se encuentre, sea en esos débiles cuerpecillos, sea en el gran cuerpo incognoscible, la idea es digna de atención. Y, para decirlo de paso, si nos cuidáramos de no subordinar nuestra admiración a tantas circunstancias de lugar y de origen, no perderíamos tan a menudo, la oportunidad de abrir los ojos con asombro, y nada es más benéfico que abriremos así.
XXI
Se dirá que estas son conjeturas muy aventuradas y demasiado humanas, que las abejas no tienen probablemente idea alguna de ese género, y que la noción del porvenir, del amor de la raza, y tantos otros que les atribuimos, no son en el fondo sino las formas que adopta para ellas la necesidad de vivir, el temor al sufrimiento y a la muerte y el atractivo del placer. Convengo en ello; todo esto no es, si se quiere, más que una manera de hablar, y poca importancia le doy. Lo único cierto en todo esto, como es lo único cierto en cuanto sabemos, es que se ha comprobado que en tal o cual circunstancia, las abejas se conducen con su reina de tal o cual manera. El resto es un misterio, y a su alrededor sólo pueden hacerse conjeturas más o menos agradables, más o menos ingeniosas. Pero si habláramos de los hombres como sería indudablemente más cuerdo hablar de las abejas, ¿tendríamos derecho de decir mucho más?
Nosotros también obedecernos solamente a las necesidades, al atractivo del placer o al horror al sufrimiento; lo que llamamos nuestra inteligencia tiene el mismo origen y la misma misión que lo que llamamos el instinto en los animales.
Realizamos ciertos actos, cuyos resultados creemos conocer, soportamos otros cuyas causas nos alabamos de penetrar más que ellos; pero fuera de que esta suposición no descansa sobre nada inquebrantable, esos actos son mínimos y escasos, comparados con la enorme multitud de los demás, y todos, tanto los mejor conocidos cuanto los más ignorados, los más pequeños cuanto los más grandiosos, los más inmediatos cuanto los más lejanos se realizan en una noche profunda, en la que es probable que seamos casi tan ciegos como las abejas.
XXII
«Se convendrá, dice Buffon, que tienen las abejas una mala voluntad bastante divertida,- se convendrá en que si se toman esas moscas una por una, tienen menos inteligencia que el perro, el mono y la mayoría de los animales; Se convendrá en que son menos dóciles, menos cariñosas, en que tienen menos sentimientos, en una palabra, menos cualidades relativas a las nuestras; así, pues, se debe convenir también en que su inteligencia aparente sólo procede de su multitud reunida; sin embargo, esa misma reunión no supone inteligencia alguna, porque, no se reúnen con miras morales y porque se encuentran juntas sin su consentimiento. Esa sociedad no es, por consiguiente, más que una aglomeración física, ordenada por la Naturaleza e independiente de todo conocimiento, de todo raciocinio. La abeja madre produce diez mil individuos a la vez en el mismo sitio; esos diez mil individuos, aunque fueran diez veces más estúpidos de lo que supongo, se verían obligados, aunque sólo fuera para continuar existiendo a componérselas de algún modo; como tanto los unos como los otros, obran con fuerzas iguales, aunque hayan comenzado por perjudicarse, a fuerza de perjudicarse llegarán pronto a perjudicarse lo menos posible, es decir a ayudarse; parecerán, pues, entenderse y concurrir al mismo fin; el observador les atribuirá pronto las visitas, y el talento que les falta, querrá dar razón de cada una de sus acciones, cada movimiento suyo tendrá bien pronto su motivo, y de ahí saldrán maravillas o innumerables monstruos de raciocinio; porque esos diez mil individuos, producidos de una vez, y que habitaron juntos, que se han metamorfoseado todos casi al mismo tiempo, no pueden dejar todos de hacer la misma cosa, y por poco sentimiento que tengan, adquirir las costumbres comunes, arreglares, hallarse bien juntos, ocuparse de su morada, volver a ella después de haberse alejado, etc., y de ahí la arquitectura, la geometría, el orden, la previsión, el amor a la patria, la república en una, palabra, todo fundado, como se ve, en la admiración del observador.» He ahí una manera completamente contraria de explicar nuestras abejas. A primera vista podría parecer la más natural; pero ¿no sería, en el fondo, por la sencillísima razón de que no explica casi nada? Paso por alto los errores materiales de esa página; pero acomodarse de ese modo, perjudicándose lo menos posible, a las necesidades de la vida común, ¿no supone acaso, cierta inteligencia que parecerá más notable cuando, se examine de más cerca cómo tratan «esos diez mil individuos» de no perjudicarse y cómo logran prestarse ayuda?
También, ¿no es esa nuestra propia historia? y ¿qué dice el viejo naturalista irritado que no se aplique exactamente a todas nuestras sociedades humanas? Nuestra sabiduría, nuestra, virtudes, nuestra política, agrios frutos de la necesidad, dorados por la imaginación, no tienen otro objeto que el de utilizar nuestro egoísmo, y encaminar hacia el bien común la actividad naturalmente perjudicial de cada individuo. Y luego, una vez más, si se quiere que las abejas no tengan ninguna de las ideas, ninguno de los sentimientos que les atribuimos, ¿qué nos importa el origen de nuestro asombro? Si se cree que es imprudente admirar las abejas, admiraremos la Naturaleza, y siempre llegará un momento en que ya no sea posible arrancarnos nuestra admiración, y nada perderemos por haber retrocedido y aguardado.
XXIII
Sea, lo que sea, y para no abandonar nuestra conjetura que tiene por lo menos la ventaja de relacionar en nuestro espíritu ciertos actos que están evidentemente ligados en la realidad, las abejas adoran mucho más en su reina el porvenir infinito de la raza que a la reina misma.
Las abejas no tienen nada de sentimentales, y cuando una de ellas vuelve del trabajo tan gravemente herida que la juzgan incapaz de seguir prestando servicios, la expulsan sin piedad de la colmena. Y sin embargo, no puede decirse que sean incapaces de sentir una especie de cariño personal hacia la madre. La reconocen entre todas las demás: aun cuando esté vieja, miserable, estropeada, la guardia de la puerta no permitirá jamás que una reina, desconocida, por joven, por bella por fecunda que, parezca, penetre en la colmena. Verdad que, ese es uno de los principios fundamentales, de su policía, al que sólo se falta a veces, en épocas de gran cosecha de miel, en favor de alguna obrera extraña bien cargada de víveres.
Cuando la reina ha quedado completamente estéril, las abejas la reemplazan criando cierto número de princesas reales. Pero ¿qué hacen de la vieja soberana? No se sabe, pero los criadores de abejas han sólido encontrar en los panales de la colmena, una reina magnífica y en la flor de la edad, y allá en el fondo, en un cuartujo obscuro, la antigua maestra, como también se la llama, flaca y baldada. Parece que en esos casos, las abejas han tenido que, protegerla hasta el fin contra el odio de su vigorosa rival que sólo sueña en su muerte, porque las reinas sienten entre sí un horror invencible que las hace precipitarse la una sobre la otra apenas se hallan dos bajo el mismo techo. Fácilmente se creería que, aseguran de ese modo a la más vieja una especie de retiro humilde y tranquilo, para que acabe sus días en un rincón olvidado de la ciudad. Tocamos aquí, de nuevo, en uno de los mil enigmas del reino de la cera, y tenemos oportunidad de comprobar una vez más, que la política y las costumbres de las abejas no son en manera, alguna fatales, y estrechas, y obedecen a muchos móviles más complicados que los que creemos conocer.
XXIV
Pero los hombres turbamos a cada instante las leyes de la Naturaleza, que deben parecerlas más inquebrantables. Todos los días las ponemos en la misma situación en que nos encontraríamos si alguien suprimiese bruscamente en torno nuestro las leyes de la gravedad, del espacio, de la luz o de la muerte. ¿Qué harán, pues si introducimos fraudulentamente, una segunda reina en la ciudad? En el estado natural, y gracias a las cantinelas de la entrada, este caso no se les ha presentado jamás desde que, vinieron al mundo. Pero no por eso se aturden, y saben conciliar lo mejor posible, en tan prodigiosa coyuntura, dos principios que respetan como órdenes divinas. El primero es el de la maternidad única, que, no se tuerce jamás, fuera del caso (y como excepción exclusiva para ese caso) de esterilidad de la soberana reinante.
El segundo es más curioso aún, pero si bien no puede ser conculcado, permite que se le orille judaicamente, por decirlo así. Ese principio es el que reviste, de una especie de inviolabilidad a toda reina, cualquiera que ella sea. Será fácil para las abejas traspasar a la intrusa con mil dardos emponzoñados; perecería inmediatamente, y ya sólo tendrían que arrastrar su cadáver fuera de la colmena. Pero, aunque tengan el aguijón siempre pronto, aunque se sirvan de él a cada instante, para combatir entre sí, para matar los machos, los enemigos o los Parásitos, jamás lo sacan contra una reina, del mismo modo que las reinas, no desnudan jamás el suyo contra el hombre, ni contra los animales, ni contra una abeja común; y su arma regia, que en lugar de ser recta como la de las obreras, es encorvada como una cimitarra, no se desenvaina sino cuando se trata de combatir con una igual, es decir, con una reina.
Como, verosímilmente, ninguna abeja se atreve a asumir el horror de un regicidio directo y sangriento, en todas las circunstancias en que importa orden y a la prosperidad de la república que una reina perezca, se esfuerzan por dar al asesinato la apariencia de la muerte natural; subdividen el crimen hasta lo infinito, de modo que se convierte en crimen anónimo. «Empaquetan» entonces, a la soberana extranjera, para usar la expresión técnica de los apicultores, lo que significa que la envuelven por completo con sus cuerpos innumerables y entrelazados.
Forman de ese modo una especie de cárcel viviente, en que la cautiva no se puede mover, y que mantienen en torno suyo durante veinticuatro horas si es necesario, hasta que muere de hambre o sofocada.
Si la reina legitima se acerca en ese momento y olfateando una rival, parece dispuesta a atacarla, las móviles paredes de la cárcel se abrirán al punto ante ella. Las abejas formarán círculo en rededor de ambas enemigas, y atentas pero imparciales, sin tomar parte en él, asistirán al combate singular, porque sólo una madre puede sacar el aguijón contra otra madre, sólo la que lleva en el vientre cerca de un millón de vidas parece tener derecho de dar de un sólo golpe cerca de un millón de muertes.
Pero si el choque, se prolonga sin resultado, si los dos encorvados aguijones resbalan inútilmente sobre las pesadas corazas de quitina, la reina que haga ademán de huir, tanto la legítima como la extraña, será tomada, detenida y cubierta por la palpitante, cárcel, hasta que manifieste la intención de volver a la lucha. Bueno es agregar que en los numerosos experimentos que se han hecho sobre este punto, se ha visto casi invariablemente que la soberana reinante ha quedado con la victoria, sea que, sintiéndose en su casa, en medio de los suyos, tenga más audacia y ardor que la otra, sea que las abejas, si bien imparciales en el momento del combate, lo sean menos en la manera de encarcelar a las rivales, porque ese encarcelamiento no parece perjudicar a la madre, mientras que la extraña sale de él siempre, visiblemente estropeada y lánguida.
XXV
Un experimento fácil demuestra, mejor que cualquier otro que las abejas reconocen a su reina y sienten hacia ella verdadero cariño. Sacad la reina de una colmena, y bien pronto veréis producirse todos los fenómenos de angustia y desesperación que he descripto, en el capítulo anterior. Devolvédsela, pocas horas después, y todas sus hijas correrán a su encuentro, ofreciéndole miel. Las unas formarán calle, a su paso; las otras, poniéndose cabeza abajo y abdomen arriba, trazarán ante ella grandes semicírculos inmóviles pero sonoros, en los que cantan sin duda el himno del regreso, diríase que demostrando de acuerdo con sus ritos regios, el respeto solemne o la felicidad suprema.
Pero no esperéis engañarlas substituyendo la reina legítima con una madre extraña. Apenas haya dado ésta algunos pasos en la plaza, las obreras indignadas acudirán de todas parte. Será inmediatamente, cogida, envuelta y mantenida en la terrible cárcel tumultuosa cuyos muros obstinados irán relevándose, por decirlo así, hasta que muera, pues en este caso particular nunca ocurre que una reina salga viva. También una de las grandes dificultades de la apicultura es la introducción y el reemplazo de las reinas. Es curioso ver a qué diplomacia, a qué complicados ardides tiene que recurrir el hombre para imponer su voluntad y engañar a esos insectillos tan perspicaces, pero siempre de buena fe, que aceptan con un valor conmovedor los acontecimientos más inesperados, y no ven en ellos, aparentemente, más que un capricho nuevo pero fatal de la Naturaleza. En suma, en toda esa diplomacia, y en el desorden desesperante que muy a menudo producen esos aventurados ardides, el hombre cuenta siempre, casi empíricamente, con el admirable sentido práctico de las abejas, con el tesoro inagotable de sus leyes y de sus costumbres maravillosas, con su amor al orden, a la paz, al bien público, con su fidelidad al porvenir, con la firmeza tan hábil y el desinterés tan serio de su carácter, y, sobre todo, con una constancia para cumplir con sus deberes, que nada, logra cansar.
Pero el detalle de esos procedimientos pertenece a los tratados de apicultura propiamente dicha, y nos llevarían demasiado lejos.*
* Por lo general se introduce la reina extraña encerrándola en una jaulita de alambre, que se cuelga entro dos panales. La jaula está provista de una puerta de cera y miel que las abejas roen cuando se ha disipado de su cólera, libertando así la prisionera á quien acogen muy a menudo sin malevolencia.
XXVI
En cuanto al afecto personal de que hablábamos, y para terminar con ese punto, si bien es probable que exista, es también seguro que la memoria de la abeja es corta, y si pretendéis reponer en su reino a una madre, desterrada durante algunos días, sus enfurecidas hijas, la recibirán de tal modo que será necesario apresurarse, a arrancarla del encarcelamiento mortal, castigo de las reinas desconocidas. Es que han tenido tiempo de transformar en celdas, reales una decena de habitaciones obreras, y el porvenir de la raza no corre ya, peligro alguno. Su cariño crece o disminuye, según represente o no la reina ese porvenir, S. Simmins, director del gran colmenar de Rottingdean, ha descubierto últimamente otro procedimiento de introducción, sencillísimo, que casi siempre sale bien y que va generalizándose entre los apicultores que se preocupan de su arte. Lo que por lo común hace tan difícil esa introducción, es la actitud de la reina. Se azora, huye, se oculta, se porta como una intrusa, despierta sospechas que el examen de las obreras no tarda en confirmar. Simmins la aísla en un principio, por completo, y la hace ayunar durante media hora antes de introducirla.
Levanta en seguida un rincón de la cubierta interna de la colmena huérfana, y deposita la reina extraña en lo alto de uno de los panales. Desesperada por su aislamiento anterior, la reina se siente feliz al hallarse entre otras abejas, y hambrienta acepta ávidamente loa alimentos que se le ofrecen. Las obreras, engañadas por esta confianza, no investigan, se imaginan probablemente que ha vuelto la antigua reina, y la acogen con alegría. Parece resultar de este experimento que, contra la opinión de Huber y de todos los observados, las abejas no son capaces reconocer a su reina. Sea como sea, las dos explicaciones, igualmente plausibles- aunque quizá se encuentre la verdad en nuestra tercera que aún no hemos conocido,- demuestran una vez más cuán compleja y obscura es la psicología de la abeja. Y de ésta, como de todas las cuestiones de la vida, no hay más que una conclusión que sacar- que es necesario, mientras no tengamos algo mejor, que la curiosidad reine en nuestro corazón.
Así, frecuentemente se ve cuando la reina virgen realiza la peligrosa ceremonia, del «vuelo nupcial, » que sus vasallas, temerosísimas de perderla, la acompañan en su trágica y lejana recuesta del amor, de que hablaré en seguida, cosa que no hacen nunca cuando se ha cuidado de darles un fragmento de panal con celdas de huevecillos, en las que hallan la esperanza de criar otras madres. El cariño puede, también, convertirse en furor y en odio, si la soberana no cumple todos sus deberes hacia la divinidad abstracta que llamaríamos la sociedad futura y que conciben más vivamente que nosotros. Ha sucedido, por ejemplo, que los apicultores impidieran, por diversas razones, que la reina se reuniera al enjambre, reteniéndola en la colmena por medio de un enrejado por cuyas finas mallas podían pasar sin sospecha las delgadas y ágiles obreras, pero que no lograba franquear la pobre esclava del amor, notablemente más pesada y corpulenta que sus, hijas. A la primera salida y notando que, la reina no las había seguido, las abejas volvían a la colmena, y reñían, empujaban y maltrataban de una manera muy manifiesta a la infeliz prisionera, a quien acusaban sin duda de pereza o suponían algo débil de razón. A la segunda salida, su mala voluntad parecía evidente, la cólera aumentaba y las heridas se hacían más graves. Por fin, a la tercera, juzgándola, irremediablemente infiel a su destino y al porvenir de la raza, casi siempre la condenaban y la mataban en la cárcel real.
XXVII
Como se ve, todo está subordinado a ese porvenir con una previsión, un acuerdo, una inflexibilidad, una habilidad para interpretar las circunstancias y sacar partido de ellas, que confunden de admiración cuando se tiene en cuenta, todo lo imprevisto, todo lo sobrenatural que nuestra reciente, intervención siembra sin cesar en sus moradas. Quizá se diga que en el último caso interpretan muy mal la impotencia de la reina para seguirlas. ¿Seriamos mucho más perspicaces nosotros, si una inteligencia, de orden diferente y servida, por un cuerpo tan colosal que sus movimientos son casi tan inapreciables como los de un fenómeno natural, se entretuviera en tendernos lazos de esa especie? ¿No hemos empleado algunos miles de años para inventar una interpretación suficientemente plausible del rayo? Toda inteligencia, se ve, atacada de lentitud cuando sale, de su esfera, que es siempre pequeña, y se halla en presencia de acontecimientos que no ha puesto en marcha. Además, si la prueba del enrejado se generalizara y prolongara, no es seguro que las abejas no acabaran por comprenderla y corregir sus inconvenientes.
Ya han comprendido muchas, otras, sacando de ellas el partido más ingenioso. La prueba de los «panales movibles» o la de las «secciones» por ejemplo, en que se las obliga a almacenar la miel de reserva en cajitas simétricamente, amontonadas, o bien la prueba extraordinaria de la «cera estampada» en que los alvéolos están esbozados solamente por un delgado contorno de cera, cuya utilidad comprenden al punto y que estiran con cuidado, para formar celdas perfectas, sin pérdida de substancia ni de trabajo, ¿ no descubren, en todas las circunstancias que no se presentan en forma de lazo tendido por una especie de dios dañino y burlón, la mejor y la única solución humana? Para citar una de esas circunstancias naturales pero completamente anormales: si una babosa o un ratón se deslizan en la colmena, y los matan, ¿qué harán para desembarazarse del cadáver que pronto envenenaría la atmósfera? Si es imposible expulsarlo o despedazarlo, lo encerrarán metódica y herméticamente en un sepulcro de cera y de propóleos, que se elevará de una manera extraña entre los monumentos ordinarios de la ciudad. El año pasado encontré en una de mis colmenas, una aglomeración de tres de esas tumbas, separadas como los alvéolos de los panales por paredes medianeras, para economizar la cera lo más que fuese, posible. Las prudentes sepultureras habíanlas levantado sobre los restos de tres caracolitos que un niño había introducido en su falansterio. Por lo común, cuando se trata de caracoles, se contentan con tapar con cera el orificio de la concha. Pero como en este caso, las conchas estaban más o menos rotas, juzgaron más sencillo sepultar y agrietar el todo y para no entorpecer el tráfico de la entrada, dejó en la incómoda mole, cierto número de galerías exactamente proporcionadas no a su tamaño sino al de los machos, dos veces más grandes que ellas. Esto, y el hecho siguiente, ¿no permiten creer que un día han de llegar a descubrir por qué no puede seguirlas la reina a través del enrejado? Tienen un sentido segurísimo de las proporciones, y del espacio que su cuerpo necesita para moverse. En las regiones en que pulula la asquerosa esfinge calavera, la Acherontia Atropos, construyen a la entrada de las colmenas una serie de columnitas de cera entre las que el saqueador nocturno no puede introducir su enorme abdomen.
XXVIII
Pero pasemos a otro punto; si me fuera menester agotar todos los ejemplos, no acabaría nunca. Para resumir el papel y la posición de la reina, puede decirse que es el corazón esclavo de la ciudad, cuya inteligencia la rodea. Es la soberana única, pero es también la sierva real, la depositaria cautiva y la delegada responsable del amor. Su pueblo la sirve y la venera, aunque no olvida que no se somete a su persona sino a la misión que cumple y a los destinos que, representa. Muchísimo trabajo costaría encontrar una república humana cuyo plan abrace tan considerable porción de los deseos de nuestro planeta; una democracia en que la independencia sea al propio tiempo más perfecta y más razonable, y la esclavitud más total mejor razonada. Pero tampoco se hallaría república en que los sacrificios sean más duros y más absolutos. No vayáis a creer que admiro esos sacrificios tanto como sus resultados.
Sería evidentemente de desear que, esos resultados pudieran obtenerse con menos sufrimiento y menos abnegaciones. Pero, una vez aceptado el principio, que quizá sea necesario en el pensamiento de nuestro globo, su organización es admirable. Cualquiera que sobre este punto sea la verdad humana, la vida no se considera en la colmena como una serie de horas más o menos agradables de las que es bueno entristecer y agriar los minutos indispensables para su sostenimiento, sino como un gran deber común, severamente dividido y hacia un porvenir que retrocede sin cesar desde el principio del mundo. Cada uno renuncia en ella a más de la mitad de su felicidad y de sus derechos. La reina dice adiós a la luz del día, al cáliz de las flores y a la libertad; las obreras al amor, a cuatro o cinco años de vida y al consuelo de ser madres. La reina ve su cerebro reducido a la nada, en provecho de los órganos de la reproducción, y las trabajadoras ven que estos últimos órganos se atrofian en beneficio de su inteligencia. No sería justo sostener que la voluntad no tiene parte alguna en estos renunciamientos. Verdad es que la obrera no puede variar su propio destino, pero dispone del de todas las ninfas que la rodean y que son sus hijas indirectas. Hemos visto que si cualquier larva de obrera es alimentada y alojada según el régimen real, puede convertirse en reina, y del mismo modo, que si se cambiara de alimentación y se redujera la celda a cualquier larva real, se la transformaría en obrera. Estas prodigiosas elecciones se practican todos los días en la penumbra dorada de la colmena. No se efectúan al azar, sino que las hace una sabiduría cuya lealtad, cuya gravedad profunda sólo puede burlar el hombre, sabiduría siempre despierta, que las hace o las deshace teniendo en cuenta todo cuanto pasa fuera de la ciudad y todo lo que ocurre entre sus paredes. Si domina imprevista abundancia de flores, si la colina o las orillas del arroyo resplandecen bajo una nueva cosecha, si la reina está vieja, o menos fecunda, si la población se acumula y se siente estrecha, veréis edificar celdas reales. Esas mismas celdas podrán ser destruidas si la cosecha falta o se agranda la colmena.
Muchas veces serán conservadas mientras la joven reina no haya realizado con éxito el vuelo nupcial, para ser destruidas cuando entre en la colmena arrastrando tras, ella, como un trofeo, la señal irrecusable de su fecundación. ¿Dónde reside, esa sabiduría que de tal modo pesa el porvenir y el presente, y para quien lo que aún no está visible es de más peso que todo cuanto se ve? ¿ Dónde se sienta esa prudencia anónima que renuncia y elige, que eleva y rebaja, que con tantas obreras podría hacer tantas reinas y que de tantas madres hace un pueblo de vírgenes? Hemos dicho en otra, parte que se encuentra en el «espíritu de la colmena»; pero, ¿dónde buscar, al fin, el «espíritu de la colmena» sino en la asamblea de las obreras? Para convencerse de que reside allí, quizá no hubiera sido necesario observar tan atentamente las costumbres de la república real. Bastaba, como lo hicieron Dujardin, Brandt, Girard, Yogel y otros entomólogos, colocar bajo el microscopio, junto al cráneo algo vacío de la reina y la cabeza magnífica de los machos en que resplandecen veintiséis mil ojos, la cabecilla, ingrata y preocupada de la virgen obrera. Veríamos que en esa cabecilla se desarrollan las circunvoluciones del cerebro más vasto y más ingenioso de la colmena.
Es también, el más bello, el más complicado, el más delicado, el más perfecto en otro orden y con diferente organización, que exista en la Naturaleza5, después del cerebro del hombre. En esto, también, como en todo el régimen del mundo que conocemos, donde se encuentra el cerebro, se encuentra la autoridad, la verdadera fuerza, la sabiduría y la victoria. Aquí también un átomo casi invisible de la substancia misteriosa, avasalla y organiza la materia, y sabe crearse un lugarcito triunfante y duradero, en medio de las potencias enormes e inertes, de la nada y de la muerte.
XXIX.
Volvamos ahora a nuestra colmena que enjambra; y donde no se ha aguardado el fin de estas reflexiones para dar la señal de la partida.
Apenas se da esa señal, diríase que todas las puertas de la ciudad se abren al mismo tiempo bajo un empuje repentino e insensato, y la negra muchedumbre se evado o más bien brota de ellas, según el número de aberturas, ora en doble, ora en triple, ora en cuádruple chorro directo, tendido, vibrante y continuo, que se esparce y se extiende en seguida en el espacio, como una red sonora tejida por cien mil alas exasperadas y transparentes. Durante algunos minutos la red flota encima del colmenar con un prodigioso murmullo de diáfanas sedas*, que mil y mil dedos electrizados rasgaran y recosieran sin cesar.
* El cerebro de la abeja, según los cálculos de Dujardin, forma la 174 parte del peso total del insecto; el de la hormiga la 296. En cambio, los cuerpos pedunculados que parecen desarrollarse proporcionalmente a los triunfos que la inteligencia alcanza sobre el instinto, son algo menos importantes en la abeja que en la hormiga. Como una cosa compensa la otra, parece resultar de estas estimulaciones, respetando la parte perteneciente a la hipótesis, y teniendo en cuenta la obscuridad de la materia, que el valor intelectual de la abeja y la hormiga debe ser más o menos el mismo.
Ondula, vacila, palpita, como un velo de júbilo, que invisibles manos sostuvieran en el cielo, plegándolo y desplegándolo desde las flores hasta el azur, a la espera de una llegada o de una partida augusta. Por fin uno de los extremos desciende, otro se eleven, las cuatro puntas llenas de sol del radios manato que canta se reúnen, y semejante a uno de esos tapices inteligentes que, para realizar un deseo atraviesan el horizonte, en los cuentos de hadas, se dirige todo entero, plegado ya, para cubrir la presencia sagrada del futuro, hacia el tilo, el peral o el sauce, en que la reina acaba de detenerse como un clavo de oro, del que cuelga una por una sus ondas musicales y en torno del cual envuelve su tela de perlas iluminada de alas.
En seguida renace el silencio, y aquel vasto tumulto, y aquel velo temeroso que parece urdido con innumerables amenazas, con innumerables cóleras, y aquella ensordecedora granizada, de oro que siempre en suspenso, resonaba sin tregua sobre todos lo objetos de los contornos, todo se reduce, al minuto siguiente, a un grueso racimo inofensivo y pacífico, suspendido de una rama de árbol y formado por millares de pequeñas bayas vivas, pero inmóviles, que aguardan pacientemente el regreso de los exploradores que salieron en busca de un abrigo...
XXX
Es la primer etapa del enjambre que se llama enjambre primario, a cuya cabeza se encuentra siempre la vieja reina. Acostumbra posarse en el árbol o arbusto más cercano al colmenar, porque la reina, pesada a cansa de los huevecillos, y como no ha visto luz desde el vuelo nupcial o desde la enjambrazón del año anterior, vacila todavía antes de lanzarse en el espacio y parece haber olvidado el uso de las alas.
El apicultor aguarda, a que la masa esté bien aglomerada, y luego, con la cabeza cubierta por un sombrero de paja (porque la abeja más inofensiva saca inevitablemente el aguijón apenas se enreda en los cabellos, creyéndose víctima de un lazo), pero sin careta ni velo, si tiene experiencia, y después de haber metido los brazos hasta el codo en agua fría, recoge el enjambre, sacudiendo vigorosamente la rama encima de una colmena vuelta del revés. El racimo cae pesadamente, en ella, como un fruto maduro. O bien, si la rama es demasiado gruesa, toma a manos llenas del montón, con ayuda de una cuchara, y derrama en seguida donde quiere las vivientes cucharadas, como si fueran de trigo. Nada tiene que temer de las abejas que zumban en torno suyo y cuya multitud le cubre la cara y las manos Escucha, su canto de embriaguez, que no se parece a su canto de cólera. No tiene que temer que el enjambre se divida, se irrita, se disipe o se le escape. Ya lo he dicho: ese día, las misteriosas obreras tienen un espíritu de fiesta y de confianza que nada lograría alterar. Se han deshecho de los bienes que tenían que defender, y ya no reconocen a sus enemigos. Son inofensivas a fuerza de ser felices, y son felices sin que se sepa por qué: cumplen con la ley. Todos los seres tienen, así, su momento de ciega felicidad, que la Naturaleza les procura para arribar a sus fines. No nos sorprenda que las abejas se dejen engañar por ella: nosotros mismos, que, con ayuda de un cerebro más perfecto, la observamos desde hace tantos siglos, somos también su juguete, y todavía ignoramos si es afectuosa, impasible e bajamente cruel.
El enjambre permanecerá donde haya caído la reina, y aunque hubiera caído sola en la colmena, una vez señalada su presencia, todas las abejas se dirigirán, en largas filas negras, hacia el retiro materno, y mientras la mayoría penetra apresuradamente en él, otra multitud, deteniéndose en el umbral de las puertas desconocidas, formarán junto a éste los círculos de júbilo solemne con que acostumbran saludarlos acontecimientos falsos. «Tocan llamada» dicen los campesinos. En aquel mismo instante el inesperado abrigo es aceptado y explorado hasta en sus menores recovecos; millares de pequeñas memorias prudentes y fieles reconocen y anotan su colocación en el colmenar, su forma, su color. Los puntos de referencia de los alrededores son cuidadosamente determinados, la ciudad nueva existe ya por entero en el fondo de sus valerosas imaginaciones y su ubicación está marcada en la inteligencia y el corazón de todos sus habitantes; dentro de sus muros óyese resonar el himno de amor de la presencia real y el trabajo comienza.
Si el hombre no lo recoge, la historia del enjambre no termina aquí. Permanece colgado de la rama hasta el regreso de las obreras que hacen de exploradores o de furrieles alados, las que desde los primeros momentos de la enjambrazón, se han dispersado en todas direcciones, volando en busca de un albergue. Vuelven luego una por una, y dan cuenta de su misión, y ya que es imposible penetrar el pensamiento de las abejas, fuerza es que interpretemos humanamente el espectáculo a que asistimos. Es, pues, probable, que se escuchen atentamente sus informes. Una, sin duda, preconiza un árbol hueco, otra alaba las ventajas de una grieta en una pared vieja, de una cavidad en una gruta, de una madriguera a menudo sucede, que la asamblea vacila y delibera hasta la siguiente mañana. Por fin se hace la elección y el acuerdo se establece. En un momento dado todo el racimo se agita, hormiguea, se disgrega, se esparce, y con vuelo impetuoso y sostenido, que ya esta vez no reconoce obstáculos, trasponiendo cercas, trigales, campos de lino, hacinas, estanques, aldeas y ríos, la vibrante nube se dirige en línea recta hacia un punto determinado, siempre muy lejano. Raro es que el hombre pueda seguirla en esta segunda etapa. Vuelve a la Naturaleza, y pedregosas huellas de su destino...
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LIBRO TERCERO
La fundación de la ciudad.
I
Veamos, más bien, lo que, en la colmena ofrecida por el apicultor, hace el enjambre que éste ha recogido. Y antes recordemos el sacrificio consumado por las cincuenta mil vírgenes que, según Ronsard, Portent un gentil eceur dedans un petít corps y admiremos otra vez el valor que necesitan para volver a comenzar la vida, en el desierto en que han caído. Han olvidado, pues, la ciudad opulenta y magnífica, en que nacieron, en que su existencia estaba tan asegurada, tan admirablemente organizada, donde el jugo de todas las flores que se acuerdan del sol, permitía sonreír ante las amenazas del invierno. Han dejado adormecidas en el fondo de sus cunas, millares y millares de hijas que no volverán a ver. Han abandonado, además del enorme, tesoro de cera, de propóleos y de polen acumulado por ellas, cerca de ciento veinte libras de miel, es decir, doce veces el pego del pueblo entero, cerca de seiscientas mil veces el peso de cada abeja, lo que representaría para, el hombre cuarenta y dos mil toneladas de víveres, toda una flotilla de grandes buques cargados de alimentos más preciosos y más perfectos que cuantos conocemos, porque la miel es para las abejas algo como de vida líquida, una especie de quilo inmediatamente asimilable, y casi sin desperdicio.
Aquí, en la nueva morada, no hay nada, ni una gota de miel, ni un jalón de cera, ni un punto de referencia, ni un punto, de apoyo: la desolada desnudez de un monumento inmenso que no tuviera más que el techo y las paredes exteriores. Los muros, circulares y lisos, no contienen más que sombra, la bóveda monstruosa se ahueca en lo alto sobre el vacío. Pero la abeja no sabe lo que son inútiles lamentaciones, en todo caso no se detiene, a hacerlas. Su ardor, lejos de abatirse ante una prueba que triunfaría, de cualquier valor, es más grande que nunca.
Apenas se ha levantado y puesto en su lugar la colmena, apenas comienza a apaciguares el desorden de. la caída tumultuosa, cuando ya se ve operarse en la mezclada multitud una división completamente inesperada.
La parte. mayor de las abejas, como un ejército que obedeciera órdenes precisas, comienza a trepar en espesas columnas a lo largo de las, paredes verticales del monumento. Llegadas a la cúpula, las primeras que la alcanzan se aferran a ella con las uñas de sus patas anteriores; las que llegan enseguida se cuelgan de las primeras y así sucesivamente, hasta formar largas cadenas que sirven de puente a la multitud que continúa subiendo. Esas cadenas se multiplican poco a poco, reforzándose y enzarzándose hasta lo infinito, y se convierten en guirnaldas que, bajo la ascensión innumerable, y no interrumpida, se transforman a su vez en una cortina espesa y triangular, o más bien en una especie de cono compacto y vuelto hacia abajo, cuya punta se une, a la cima de la cúpula, y cuya base baja ensanchándose hasta la mitad o las dos terceras partes de la altura total de la colmena. En ese momento, cuando la última abeja que se siente llamada por una voz interior a formar parte del grupo, se une a la cortina suspendida en las tinieblas, la ascensión termina, todo movimiento va apagándose poco a poco en la cúpula, y el extraño cono aguarda durante largas horas, en un silencio que podría creerse, religioso y en una inmovilidad que parece pavorosa, la llegada del misterio de la cera.
Entretanto, y sin preocuparse, de la formación de la maravillosa cortina de cuyos pliegues ya a descender un don mágico, sin parecer tentado a reunirse a ella, el resto de las abejas, es decir, todas las que han permanecido en la parte baja de la colmena, examina, el edificio y emprende los trabajos necesarios.
El piso es cuidadosamente barrido, Y las hojas secas, las pajitas, los granos de arena son llevados lejos de allí, uno por uno, una por una, a la manía, e el aseo de las abejas llega y cuando en el corazón del invierno los grandes fríos las impiden durante largo tiempo efectuar lo que en apicultura se llama el «vuelo de limpieza, antes que ensuciar la colmena perecen en masa, víctimas de horrorosas enfermedades de vientre. Los machos, sólo ellos, son incorregiblemente descuidados, y cubren desvergonzadamente de inmundicias los panales que frecuentan y que las obreras se ven obligadas a limpiar continuamente.
Después del barrido, las abejas del mismo grupo profano, del grupo que no se mezcla al cono suspendido en una especie de éxtasis, comienzan a embetunar minuciosamente el contorno inferior de la morada común. En seguida pasan revista a todas las grietas, que llenan y cubren de propóleos, y comienzan, de arriba abajo del edificio, a barnizar las paredes. La guardia de la entrada se reorganiza, y pronto algunas obreras salen al campo, para volver cargadas de néctar y de polen.
II
Antes de levantar los pliegues de la misteriosa cortina a cuyo abrigo se colocan los cimientos de la verdadera morada, tratemos de darnos cuenta de la inteligencia que tendrá que desplegar nuestro pequeño pueblo de emigradas, de la precisión del ojo, de los calcillos y la industria necesarios para adaptar el asilo, parra trazar en el vacío el plano de la ciudad, determinar lógicamente el sitio de los edificios, que se trata de levantar lo más económica y lo más rápidamente que sea posible, porque la reina, apurada por poner, derrama ya los, huevecillos por el suelo. Es necesario, además, en aquel dédalo de construcciones diversas, todavía imaginarias y cuya forma será forzosamente inusitada, no perder de vista las leyes de la ventilación, de la estabilidad, de la solidez, considerar la resistencia de la cera, la naturaleza de los víveres que han de almacenarse, la facilidad de los accesos, las costumbres de la soberana, la distribución en cierto modo preestablecida, porque es orgánicamente, la mejor, de los depósitos, do las casas, las calles y los pasadizos, y muchos otros problemas que sería larguísimo enumerar.
Ahora bien, la forma de las colmenas que el hombre ofrece a las abejas varía hasta lo infinito, desde el árbol hueco o el caño de barro todavía en uso en África y en Asia, pasando por la clásica campana de paja que se destaca en medio de una mata de girasoles y de malvas bajo las ventanas o en el huerto de la mayoría de nuestros cortijos, hasta las verdaderas fábricas de la apicultura movilista de hoy en día, en las que se acumulan a veces hasta ciento cincuenta kilogramos, de miel, contenidos en tres o cuatro pisos de panales superpuestos y rodeados de un marco que permite sacarlos, manejarlos, extraer de ellos la cosechan por medio de la fuerza centrífuga, valiéndose de una turbina, y volverlos a poner en su lugar, como si se tratara de un libro en una biblioteca bien ordenada.
El capricho o la industria del hombre introduce un día el dócil enjambre, en una u otra, de estas habitaciones desorientadas. Toca a la mosquita darse cuenta, orientarse, modificar planos que la fuerza de las cosas quiere, inmutables, por decirlo así, determinar en aquel espacio insólito la posición de los, almacenes de invierno que no pueden pasar de la zona de calor desprendido por la población medio embotada; a ella le toca, en fin, prever el punto en que se concentrarán los panales de los huevecillos, cuya colocación, so pena de desastre, debe ser casi invariable, ni demasiado alta ni demasiado baja, ni demasiado cerca ni demasiado lejos de la puerta. Sale, por ejemplo, del tronco de un árbol derribado que sólo formaba una larga galería horizontal, estrecha y aplastada, y hela aquí en un edificio elevado como una torre, y cuyo techo se pierde en las tinieblas. O bien, para aproximarnos más a su ordinaria sorpresa, habíase acostumbrado desde hace siglos a vivir bajo la cúpula de paja de nuestras colmenas rústicas, y he aquí que se la instala en una especie de gran armarlo o de gran cofre, tres o cuatro veces más vasto que su casa natal, y en medio de un laberinto de marcos suspendidos unos encima de otros, ora paralelos, ora perpendiculares a la entrada, y formando una red de andamiaje que embrolla todas las superficies de la mansión.
III
Eso no importa; no hay ejemplo de que un enjambre se haya negado a ponerse a la tarea, y se haya dejado desanimar o desconcertar por lo extraño de las circunstancias, con tal de que la habitación que se le ofrecía no estuviera impregnada de malos olores, o fuera realmente inhabitable. Hasta en este último caso no se produce desaliento, azoramiento ni renuncia al deber. El enjambre abandona sencillamente el refugio inhospitalario para ir en busca de mejor fortuna, algo más lejos. No puede decirse tampoco, que se haya conseguido nunca hacerle ejecutar un trabajo pueril o ilógico. Jamás se ha comprobado que las abejas hayan perdido la cabeza, ni que, no sabiendo qué partido tomar, hayan emprendido al azar, mansiones incómodas y estrambóticas.
Volcadlas en una esfera, en una pirámide, en una canasta oval o poligonal, en un cilindro o en una espiral, visitadlas algunos días después, si han aceptado la morada, y veréis que esa extraña multitud de pequeñas inteligencias independientes han sabido ponerse, inmediatamente, de acuerdo para elegir sin vacilar, con un método cuyos principios parecen inflexibles, pero cuyas consecuencias son vivas, el punto más propicio, y a menudo el único sitio utilizable del absurdo habitáculo.
Cuando se las instala en una de esas grandes fábricas llenas de marcos de que acabamos de hablar, no tienen en cuenta dichos marcos sino en cuanto les procuran un punto de partida o puntos de apoyo cómodos para sus panales, y es muy natural que no se ocupen ni de los deseos ni de las intenciones de los hombres. Perro si el apicultor ha tenido cuidado de guarnecer de una faja de cera la tablita superior de algunos de ellos, las abejas comprenderán inmediatamente las ventajas que les ofrece aquel trabajo preparado, estirarán cuidadosamente la fajita, y soldando a ella su propia cera, prolongarán metódicamente el panal según el plan indicado. Del mismo modo, y el caso es frecuente en la actual apicultura intensiva, si todos los marcos de la colmena están cubiertos de arriba abajo con hojas de cera estampada, no pierden el tiempo construyendo a un lado o de través, y produciendo inútilmente cera, sino que, al hallar la tarea medio hecha, se contentan con hacer ahondar y alargar cada uno de los alvéolos esbozados en la hoja, rectificando sucesivamente los puntos en que se aparte de la vertical más rigurosa, y de esta manera tendrán en menos de una semana una ciudad tan lujosa y tan bien construida. como la que acaban de abandonar, mientras que, libradas a sus propios recursos, hubieran necesitado dos o tres meses para edificar la misma profusión de almacenes y de casas de blanca cera.
IV
Bien parece que ese talento de apropiación excede singularmente los límites del instinto. Además, nada tan arbitrario como esas distinciones entre el instinto y la inteligencia propiamente dicha. Sir John Lubbock, que ha hecho sobre las hormigas, avispas y abejas observaciones tan personales y tan curiosas, se inclina mucho, quizá por una predilección inconsciente y algo injusta, hacia las hormigas, que ha observado con preferencia, porque cada observador desearía, que el insecto que estudia fuese más inteligente o más notable que los demás, y bueno es precavieres contra este pequeño extravío de amor propio; sir John Lubbock, digo, se, inclina mucho a negar a la abeja todo discernimiento y toda facultad de raciocinio desde que sale de la rutina de sus habituales trabajos. Da como prueba de ello un experimento que todo el mundo puede repetir fácilmente. Introducid en un botellín media docena de moscas y media, docena de abejas; luego, con el botellón acostado horizontalmente, volved el fondo hacia la ventana de la habitación.
Las abejas se empeñarán durante horas enteras, hasta morir de fatiga o de inanición, en hallar salida, a través del fondo de cristal, mientras que las moscas habrán escapado en menos de dos minutos, por el gollete que ocupa el extremo opuesto.
Sir John Lubbock saca de esto la conclusión de que la inteligencia de la abeja es extremadamente limitada, y que la mosca es mucho más hábil para salir del paso y hallar el camino. Esta conclusión no me parece irreprochable. Volver alternativamente hacia la claridad, veinte veces seguidas si queréis, ora el fondo, ora el gollete de la esfera transparente, y las veinte veces seguidas las abejas se volverán al mismo tiempo, para dar frente a la luz. Lo que las pierde en el experimento del sabio inglés, es su amor a la luz y su misma razón. Evidentemente, se imaginan que, en toda cárcel, la salvación está del lado de la claridad más viva, obran en consecuencia, y se obstinan en obrar con demasiada lógica. Nunca han tenido conocimiento del misterio sobrenatural que para ellas debe constituir el vidrio, esa atmósfera repentinamente impenetrable, que no existe en la Naturaleza, y el obstáculo y el misterio deben ser tanto más inadmisibles, tanto más incomprensibles, cuanto más inteligentes sean. Mientras que, las moscas sin seso, desdeñando la lógica, el llamado de la luz, el enigma del cristal, revolotean al azar en el globo, y dando con la suerte de los tontos, que, a veces se salvan donde perecen los más cuerdos, acaban necesariamente por hallar al paso el buen gollete que las liberta.
V
El mismo naturalista da otra prueba de la falta de inteligencia de la abeja, y la halla en la página, que sigue del gran apicultor americano, el venerable y paternal Langstroth: «Como la Mosca -dice Langstrothno ha sido llamada a vivir sobre las flores sino sobre substancias en que podría ahogarse fácilmente, se posa con precaución en el borde de los recipientes que contienen alimentos líquidos, y bebe con prudencia, mientras que la pobre abeja se arroja a ellos de cabeza y perece en seguida. El funesto destino de sus hermanas no detiene a las demás cuando se acercan a su vez al cebo, pues se posan como si estuvieran locas, sobre los cadáveres, y sobre las moribundas, para participar de su triste suerte. Nadie puede imaginar hasta dónde llega, su locura si no ha visto la tienda de un confitero asaltada por millares de abejas famélicas.
He visto sacarlas a miles de los jarabes en que se habían ahogado; posarse a miles en el azúcar hirviendo; el suelo cubierto y las ventanas oscurecidas por las abejas, las unas arrastrándose, las otras volando, otras en fin, tan completamente enmeladas que, no podían ni arrastrarse ni volar; ni una de cada diez era capaz de llevar a la colmena el botín mal adquirido, y, sin embargo, el aire estaba lleno de legiones que llegaban, tan locas como las anteriores.
Esto no es más decisivo de lo que sería para un observador sobrehumano que quisiera fijar los límites de nuestra inteligencia, la vista de los estragos del alcoholismo, o de un campo de batalla. Menos quizá.
La situación de la abeja, si se la compara con la nuestra, es extraña en este mundo. Ha sido colocada en él para vivir dentro de la Naturaleza indiferente e inconsciente, y no al lado de un ser extraordinario que trastorna en torno suyo las leyes más constantes y crea fenómenos grandiosos e incomprensibles. En el orden natural, en la selva natal, el enloquecimiento de que habla Langstroth no sería posible mientras algún accidente no rompiera una colmena llena de miel. Pero entonces no habría allí ni ventanas mortales, ni azúcar hirviente, ni jarabe demasiado espeso, y por consiguiente ni muertes ni otros peligros que los que corre todo animal que persigue su presa.
¿Conservaríamos mejor que ellas nuestra sangre fría, si una potencia insólita tentara a cada paso nuestra razón? Nos es, pues, harto difícil juzgar a las abejas, que nosotros mismos volvemos locas, y cuya inteligencia no ha sido armada para descubrir nuestras emboscadas, lo mismo que no aparece armada la nuestra para burlar las de un ser superior, hoy desconocido, pero sin embargo posible. No conociendo nada que: nos domine, deducimos de ello que ocupamos la cumbre de la vida sobre la tierra; pero, al fin y al cabo, eso no es indiscutible. No quiero creer que cuando hacemos cosas desordenadas y miserables caemos en los brazos de un genio superior, pero no es inverosímil que eso parezca cierto algún día. Por otra parte, no se puede sostener razonablemente que las abejas carezcan de inteligencia porque todavía no hayan logrado distinguirnos de un oso o de un mono grande y nos traten como tratarían a los ingenuos huéspedes de la selva primitiva.
Hay en nosotros, y en torno nuestro, potencias, tan desemejantes como aquéllas, y no las distinguimos mejor.
En fin, para terminar esta apología, con la que estoy cayendo en el pequeño extravío que reprochaba a sir John, Lubbock, ¿no se necesita ser inteligente para cometer tan grandes locuras? Así sucede siempre en este, dominio incierto de la inteligencia, que es el estado más precario y más vacilante de la materia. En la misma claridad de la inteligencia está la pasión, que no se podría decir a ciencia cierta si es el humo o la mecha de la llama. Y aquí la pasión de las abejas es lo bastante noble para excusar las vacilaciones de la inteligencia. Lo que las impulsa a esa imprudencia no es el ardor animal de hartarse de miel. Podrían hacerlo cómodamente en las despensas de su morada.
Observadlas, seguidlas en una circunstancia, análoga, y las veréis, tan pronto como llenan el estómago, volver a la colmena, vaciar en ella el botín, para visitar y abandonar treinta veces en una hora la maravillosa vendimia. El mismo deseo realiza, pues, tantas obras admirables: el celo por llevar cuantos bienes puedan a la casa de sus hermanas y del porvenir. Cuando las locuras humanas obedecen a causa tan desinteresada como esa, a menudo les damos otro nombre...
VI
Sin embargo, menester es decir toda la verdad. En medio de los prodigios de su industria, de su policía y de su renunciamiento, una cosa ha de sorprendernos siempre o interrumpirá nuestra admiración: su indiferencia por la muerte o la desventura de sus compañeras. Hay en el carácter de la abeja una bifurcación muy extraña. En el seno de la colmena todas se aman y se ayudan. Están tan unidas como los buenos pensamientos de una misma alma. Si herís a una de ellas, mil se sacrificarán por vengar su injuria. Fuera, de la colmena no se conocen ya.
Mutilad, aplastad, o más bien guardaos de hacerlo, porque sería una crueldad inútil: el hecho es constante, pero en fin, supongamos que mutiláis, que aplastáis en un panal colocado a pocas varas de su mansión, diez, veinte o treinta abejas salidas de la misma colmena; las que no hayáis tocado n ' o volverán la cabeza y seguirán bebiendo por medio de su lengua fantástica como un arma china, el líquido que es para ellas más precioso que la vida, indiferentes a las agonías cuyas últimas convulsiones las rozan, y a los gritos de desesperación que se exhalan en torno suyo. Y cuando el panal esté vacío, para que nada se pierda, para recoger la miel pegada a las víctimas, subirán tranquilamente sobre las muertas y las heridas, sin moverse por la presencia de las unas ni pensar en socorrer a las otras. No tienen, pues, en este caso, ni la noción del peligro que corren, porque la muerte que se siembra, en rededor suyo no las perturba, ni el menor sentimiento de solidaridad o de compasión. En cuanto al peligro, la cosa se explica; la abeja no conoce el miedo, y nada la asusta en el mundo, salvo el humo. Al salir de la colmena aspira al mismo tiempo que el ambiente la longanimidad y la condescendencia. Se aparta, ante quien la incomoda, afecta ignorar la existencia de quien no la siga demasiado de cerca. Diríase que sabe que se halla en un universo perteneciente a todos, en que cada cual tiene derecho a su sitio, en que conviene ser discreto y pacifico. Pero bajo esta indulgencia se oculta apaciblemente un corazón tan seguro de sí mismo que no piensa en ostentarse. La abeja hace un rodeo si alguien la amenaza, pero no huye jamás. Por otra parte, en la colmena no se limita a esta pasiva ignorancia del peligro. Se lanza con inaudita impetuosidad contra todo ser viviente, hormiga, león ú hombro, que se atreve a rozar el arca santa. Llamémoslo, según nuestra disposición de espíritu, cólera, encarnizamiento estúpido, o heroísmo...
Pero nada hay que decir sobre su falta de solidaridad y hasta, de simpatía en la colmena.
¿Debe creerse que haya de estos límite uno imprevisto en toda especie de inteligencia, y que la llamita que emana trabajosamente del cerebro a través de la difícil combustión de tantas materias inertes, sea siempre tan vacilante que no ilumine bien un punto sino en detrimento de muchos otros? Puede considerarse que la abeja, o la Naturaleza en la abeja, ha organizado de una manera más perfecta que en cualquier otro ser, el trabajo en común, el culto y el amor del porvenir. ¿Pierden de vista por esa razón todo lo demás? Aman delante de ellas, y nosotros amamos sobre todo en torno a nosotros. Quizá baste con amar aquí para no tener amor que gastar allá... Nada es más variable que la dirección de la caridad o de la compasión. A nosotros mismos, en otro tiempo, nos hubiera chocado menos que hoy esa insensibilidad de las abejas, y muchos antiguos no hubieran pensado siquiera en reprochársela.
Por otra parte, ¿Podemos sospechar, acaso, todas las sorpresas de un ser que nos observara, como nosotros las observamos?
VII
Quedaría por examinar, para darnos idea más clara de su inteligencia, cómo se comunican entre sí. Manifiesto es que sé, entienden y que una república tan numerosa y cuyos trabajos son tan variados y tan maravillosamente concertados no podría subsistir en el silencio y el aislamiento espiritual de tantos miles de seres. Deben, pues, tener la facultad de expresar sus pensamientos o sus sentimientos, sea por medio de un vocabulario fonético, sea, más probablemente, valiéndose de una especie de lenguaje táctil, o de una intuición magnética, que quizá responda a sentidos o a propiedades de la materia que nos son totalmente desconocidos, intuición cuyo asiento podría, hallarse en esas misteriosas antenas que palpan y comprenden las tinieblas, y que, según los cálculos de Cheshire, están formadas en las obreras por doce mil pelos táctiles y cinco mil cavidades olfativas. Lo que prueba que no se entienden sólo respecto de sus trabajos habituales, sino que también lo extraordinario tiene nombre y lugar en su lenguaje, es la manera cómo se difunde en la colmena una noticia, favorable, o adversa: la partida o el regreso de la madre, la caída de un panal, la entrada de un enemigo, la intrusión de una reina extraña, la aproximación de una banda de saqueadoras, el descubrimiento de un tesoro... A cada uno de estos acontecimientos, la actitud y el murmullo de las abejas son diferentes, y tan característicos que el apicultor experimentado adivina fácilmente lo que pasa en la alborotada sombra de la multitud.
Si queréis Una prueba aún más precisa, observad a la abeja que acaba de encontrar unas gotas de miel derramadas en el antepecho de la ventana o en un rincón de nuestra mesa de trabajo. En un principio se atiborrará tan ávidamente que, con toda tranquilidad y sin temor de distraerla, podréis marcarle el corselete con una manchita de pintura.
Pero esa glotonería no es más que aparente. La miel no llega al estómago propiamente dicho, al que podría llamares su estómago personal; queda en el depósito, en el primer estómago, que es, si así puede decirse, el estómago de la comunidad. Apenas haya llenado este depósito, la abeja se alejará, pero no directa y aturdidamente, como lo haría una mariposa o una mosca. Por el contrario, la veréis volar unos instantes retrocediendo, con un vaivén atento, en el hueco de la ventana o alrededor de la mesa, con la cabeza vuelta hacia el interior de la habitación.
Está reconociendo los lugares y fijando en la memoria la posición exacta del tesoro. En seguida se dirige, a la colmena, vuelca su botín en una de las celdas del granero, para volver tres o cuatro minutos después a tomar una nueva carga en el antepecho de la providencial ventana.
Cada cinco minutos, y mientras quede miel, hasta la tarde si es necesario, sin interrumpirse, sin descansar, seguirá haciendo viajes regulares de la ventana a la colmena y de la colmena a la ventana.
VIII
No quiero adornar la verdad como lo han hecho tantos de los que escribieron sobre las abejas. Las observaciones de este género sólo ofrecen algún interés cuando son completamente sinceras. Aunque hubiera reconocido que las abejas son incapaces de darse cuenta de un acontecimiento exterior, hubiera podido encontrar, me parece, frente a la pequeña decepción experimentada, algún placer en comprobar una vez más que el hombre, después de todo, es el único ser realmente inteligente que habita nuestro globo. Y luego, cuando se llega a cierta, altura de la vida, se experimenta más placer diciendo cosas verdaderas que cosas sorprendentes. Conviene en ésta, como en cualquier otra circunstancia, atenerse a este principio: si la gran verdad desnuda parece por el momento menos grande, menos noble o menos interesante que el adorno imaginario que podría prestársele, la culpa está en nosotros, que todavía no sabemos discernir la relación siempre sorprendente que debe tener con nuestro ser todavía ignorado y con las leyes del Universo, y en este caso no es la verdad sino nuestra inteligencia la que necesita verse engrandecida y ennoblecida.
Confesaré, pues, que las abejas marcadas vuelven a menudo solas.
Deba creerse que existen en ellas las mismas diferencias de carácter que entre los hombres, que las hay taciturnas y charlatanas. Cierta persona quo presenciaba mis experimentos, sostenía, que muchas, evidentemente por egoísmo o por vanidad, no quieren revelar la fuente de su riqueza o compartir con sus amigas la gloria, de un trabajo que la colmena debe considerar milagroso. He. ahí vicios bien antipáticos, que no exhalan el buen olor leal y franco de la casa, de las mil hermanas.
Sea como sea, sucede, a menudo, también, que la abeja favorecida por la suerte vuelve, a la miel acompañada, por dos o tres colaboradoras.
Sé que sir John Lubbock, en el apéndice de su obra Ants, Bees and Wasps, levanta largos y minuciosos cuadros de observaciones de los que puede sacarse en consecuencia, que casi nunca sigue otra abeja a la indicadora. Ignoro con qué especie de abejas trabajaba el ilustre naturalista, o si las circunstancias eran especialmente desfavorables. En cuanto a mí, consultando mis propias tablas, hechas con cuidado y después de tomar las precauciones posibles para que las abejas no fueran atraídas directamente por el olor de la miel, veo que, por término medio, cuatro abejas entre diez, conducían a otra.
Hasta he dado un día con una extraordinaria abejita italiana, cuyo corselete marqué con una mancha azul. Ya en el segundo viaje llegó con dos hermanas. Aprisioné a éstas sin asustarla. Se fue luego y volvió con tres asociadas a quienes encerró también ; así sucesivamente hasta que cayó la tarde, hora en que, contando mis prisioneras, comprobé que había comunicado la noticia, a dieciocho abejas.
En suma, si hacéis los, mismos experimentos, reconoceréis que la comunicación, si no regular, es por lo menos frecuente. Esta, facultad es tan conocida por los cazadores de abejas de Norte América que la explotan cuando se. Trata de descubrir un nido. «Eligen -dice M Josiah Emery (citado por Romanes en la Inteligencia de los animales, t. I. pág. 117)- eligen para, comenzar sus operaciones, un campo o un bosque alejado de toda, colonia de abejas domesticadas. Llegados al terreno buscan algunas abejas que estén trabajando en las flores, las cazan y las encierran en una caja de miel, y luego, cuando se han hartado, las sueltan. Viene luego un momento de espera cuya duración depende de la distancia a que se halla el árbol de las abejas; por fin, y con paciencia, el cazador acaba siempre por ver que sus abejas vuelven escoltadas por varias compañeras. Apodérase de ellas como antes, les ofrece un banquete, y las suelta a cada, una en un punto diferente, cuidando de observar la dirección que toman ; el punto a que convergen le indica, aproximadamente la posición del nido.»
IX
Observaréis también en vuestros experimentos que las amigas que parecen obedecer a la consigna de la buena suerte, no vuelan siempre de conserva y que a menudo pasa un intervalo de varios segundos entro una y otra llegada. En cuanto a estas comunicaciones, ¿sería, pues, necesario plantear el problema que sir John Lubbock ha resuelto en cuanto a las de las hormigas?
Las compañeras que acuden al tesoro descubierto por la primer abeja, ¿no hacen más que seguirla o bien pueden ser enviadas por ésta y encontrarlo por sí mismas, siguiendo sus indicaciones y la descripción de los lugares que aquélla les hubiese hecho ? Hay en ello, como se comprende, desde el punto de vista de la extensión y del trabajo de la inteligencia, una diferencia enorme. El sabio inglés, valiéndose de un complicado e ingenioso aparato de puentecillos, pasadizos, fosos llenos de agua y puentes volantes, ha llegado a establecer que, en este caso, las hormigas seguían sencillamente, la pista del insecto indicador.
Dichos experimentos eran practicables con las hormigas, pues se las puede obligar a que pasen por donde se quiera, pero para la abeja están abiertos todos los caminos, gracias a sus alas. Sería necesario, pues, imaginar otro medio. He aquí uno que he puesto en práctica, que no me ha dado conclusiones decisivas, pero que mejor organizado y en circunstancias más, favorables, traería, consigo conclusiones más ciertas y satisfactorias.
Mi gabinete de trabajo, en el campo, se encuentra en el primer piso, encima de un piso bajo bastante elevado. Fuera del tiempo en que florecen tilos y castaños, las abejas acostumbran tan poco volar a esa altura, que durante una semana antes de la observación, había dejado sobre mi mesa un panal desoperculado (es decir con las celdas abiertas), sin que una sola hubiera sido atraída por el perfume y acudido a visitarlo.
Tomé entonces, de una colmena con cristales, colocada no lejos de la casa, una abeja italiana.
Llevéla a mi gabinete, la puse sobre el panal y la marqué mientras comía. Una vez repleta levantó el vuelo, volvió a la colmena, y habiéndola seguido, vila apresurarse en la superficie de la muchedumbre, hundir la cabeza en una, celdilla vacía, volcar la miel y disponerse a salir de nuevo. La espié y me apoderé de ella apenas reapareció en el umbral. Repetí veinte, veces seguidas el experimento, tomando sujetos diferentes y suprimiendo siempre la abeja «cebada» para que, las demás no pudieran seguirle, la pista. Para hacer esto con mayor comodidad, había colocado a la puerta de la colmena una caja de vidrio, dividida por medio de una trampa en dos compartimentos. Si la abeja marcada salía sola me limitaba a aprisionarla, como lo había hecho con la primera e iba a aguardar en mi gabinete la llegada de aquellas a quienes hubiera podido comunicar la noticia. Si salía, acompañada por una o dos abejas, la detenía en el primer compartimento de la caja, separándola de ese modo de sus amigas, y después de marcar éstas con otro color, las dejaba en libertad siguiéndolas con la vista. Es evidente que si se hubiera realizado una comunicación verbal o magnética, que comprendiese una descripción de los lugares, un método de orientación, etc., yo encontraría en mi gabinete, cierto número de abejas informadas de ese modo. Debo reconocer que sólo he visto llegar una.
¿ Siguió las indicaciones recibidas en la colmena? ¿Llegó por casualidad?
La observación era insuficiente, pero las circunstancias no me permitieron continuarla. Solté, las abejas «cebadas» y mi gabinete se vio muy pronto invadido por una zumbadora muchedumbre, a la que habían enseñado por su método habitual, el camino del tesoro*.
* He repetido el experimento al brillar los primeros soles de esta primavera ingrata. Me ha dado el mismo resultado negativo. Por otra parte, un apicultor amigo mío, observador muy hábil y muy sincero, a quien sometí el problema, escribe que acaba de obtener, valiéndose del mismo procedimiento, cuatro comunicaciones indiscutibles. El hecho exige ser verificado, y la cuestión no queda resuelta. Estoy convencido de que mi amigo se ah dejado llevar al error por su deseo, muy natural, de ver su experimento coronado por el éxito.
X
Sin deducir nada de este experimento incompleto, muchos otros rasgos curiosos nos obligan a admitir que las abejas tienen entre sí relaciones espirituales que van más allá de un sí, de un no o de las relaciones elementales que se determinan por un ademán o por el ejemplo. Podría citarse, entre otros, la móvil armonía del trabajo en la colmena, la sorprendente división de la tarea, la marcha regular que en ella se observa. He comprobado, por ejemplo, que las cosechadoras que había marcado por la mañana, se ocupaban por la tarde, siempre que las flores no fueran muy abundantes, en calentar o ventilar los huevecillos, o bien las descubría, repetido el experimento al brillar los primeros soles de esta primavera ingrata. Me ha dado el mismo resultado negativo. Por otra parte, un apicultor amigo mío, observador muy hábil y muy sincero, a quien sometí el problema, me escribe que acaba de obtener, valiéndose del mismo procedimiento, cuatro comunicaciones indiscutibles. El hecho exige ser verificado, y la cuestión no queda resuelta. Estoy convencido de que mi amigo se ha dejado llevar al error por su deseo, muy natural, de ver su experimento coronado por el éxito.
La multitud que forma las misteriosas, cadenas adormecidas en medio de las cuales trabajan las cereras y las escultoras. He observado también que las obreras que veía recogiendo polen durante un día o dos, no lo llevaban ya al siguiente y volvían a salir en busca de néctar y recíprocamente.
Podría citarse, también, en cuanto a la división del trabajo, lo que el célebre, apicultor francés Georges de Layens llama la distribución de las abejas sobre las plantas melíferas. Todos los días, desde la primera hora de sol, desde la vuelta de las exploradoras de la aurora, la colmena que despierta escucha las buenas noticias de la tierra : «Hoy florecen los tilos del borde del canal, el trébol blanco ilumina la hierba de los caminos, la coronilla y la salvia de los prados van a abrir, los lirios y las rosas rebosan de polen.» ¡Pronto! hay que organizarse, que tomar medidas, que distribuir la tarea. Cinco mil de las más robustas irán hasta los tilos, tres mil de las más jóvenes animarán el trébol blanco.
Estas aspiraban ayer el néctar de las corolas, hoy, para, que descanse la lengua y las glándulas del estómago, irán a recoger el polen rojo del rosedal, aquéllas el polen amarillo de los grandes lirios, porque no veréis nunca que una abeja recoja o mezcle polea de distinto color o especie, y la colocación metódica en los graneros, de acuerdo con los matices y el origen de la hermosa harina perfumada es una de las grandes preocupaciones de la colmena. Así son distribuidas las órdenes por el genio oculto. Las trabajadoras salen en seguida en largas filas y cada cual vuela derecho a su tarea. «Parece -dice Layens,- que las abejas estén perfectamente informadas, respecto de la localidad, el valor melífero y la relativa distancia de todas las plantas que, se hallan en cierto radio, en torno de la colmena. Si se observa con cuidado las diversas direcciones que toman las recolectoras, y si se va ver en detalle la cosecha de las abejas en las diversas plantas de los contornos comprobamos que las obreras se distribuyen sobre las flores proporcionalmente al número de plantas de la misma especie y a su riqueza melífera a la vez. Aún hay más: cada día calculan el valor del Mejor líquido melífero que pueden cosechar. Si, por ejemplo, en la primavera, después del florecimiento de los sauces, y cuando nada ha florecido aún en los campos, las abejas no tienen más recurso que, las primeras flores de los bosques, puede vérselas visitando activamente las anémonas, las pulmonarlas, las aliagas y las violetas. Algunos días después, cuando florecen en gran número los campos de coles o de colza, se verá que las abejas abandonan casi por completo la visita a las plantas de los bosques, todavía en pleno florecimiento, para consagrarse a vigilar a las flores de col o de colza. Todos los días organizan así su distribución en las plantas, para cosechar el mejor líquido azucarado en el menor tiempo posible. Puede decirse que la colonia de las abejas, tanto en sus trabajos de cosecha como en el entorno de la colmena, sabe establecer una distribución racional del número de las obreras, aplicando a ella el principio de la división del trabajo.»
XI.
Pero, se dirá, ¿ qué nos importa que las abejas sean más o menos inteligentes? ¿Por qué pesar de ese modo, con tanto cuidado, una pequeña huella de materia casi invisible, corno si se tratara de un fluido de que dependieran los destinos del hombre? Creo, sin exagerar, que el interés que en ello tenemos, es de los más apreciables. Al hallar fuera de nosotros una huella, real de inteligencia, experimentamos algo como la emoción de Robinson al descubrir la señal de un pie humano en la playa de su isla. Parece, que estamos menos solos de lo que creíamos.
Cuando tratamos de darnos cuenta de la inteligencia de las abejas, estudiarnos en ellas, en definitiva, lo más precioso de nuestra substancia, un átomo de esa materia extraordinaria que, donde quiera que se fije, tiene la propiedad magnífica de transfigurar las ciegas necesidades, organizar, embellecer y multiplicar la vida, mantener en suspenso, de un modo más sorprendente, la fuerza obstinada de la muerte y la gran ola inconsiderada, que arrastra casi todo cuanto existe en una inconsciencia eterna.
Si fuéramos los únicos que poseyéramos y mantuviéramos una partícula de materia en ese estado particular de florescencia o de incandescencia que llamamos la inteligencia, tendríamos algún derecho a creernos privilegiados e imaginarnos que la Naturaleza arriba, en nosotros a una especie de meta ; pero, he ahí toda una categoría de seres, los himenópteros, en que arriba a una meta poco más o menos idéntica.
Esto no resuelve nada, si se quiere, pero el hecho no deja por eso de ocupar un puesto honroso entre la multitud de pequeños hechos que contribuyen a aclarar nuestra posición sobre la tierra. Se halla en esto, desde cierto punto de vista, una contraprueba de la parte más indescifrable de nuestro ser ; superposiciones de destino que dominamos desde un lugar más elevado que ninguno de los que alcanzaremos para contemplar los destinos del hombre. Vese aquí, en pequeño, grandes y sencillas líneas que nunca hemos tenido oportunidad de desenredar ni de seguir hasta el fin en nuestra, esfera desmesurada. Obsérvase el espíritu y la materia, la especie y el individuo, la evolución y la permanencia, el pasado y el porvenir, la vida y la muerte, acumuladas en una chocilla que nuestra mano levantaría y que abarcamos de una mirada y uno puede preguntarse si la potencia de los cuerpos y el lugar que ocupan en el tiempo y el espacio, modifican tanto como creemos la idea secreta de la Naturaleza, que, nos esforzamos por sorprender en la pequeña historia de la colmena secular en pocos días, como en la gran historia de los hombres, tres de cuyas generaciones desbordan de un largo siglo.
XII
Reanudemos, pues, donde la habíamos dejado la historia de nuestra colmena, para apartar cuanto sea posible, uno de los pliegues de la cortina de guirnaldas en cuyo centro comienza el enjambre a sufrir ese extraño sudor casi tan blanco como la nieve y más ligero que el plumón de un ala. Porque la cera que nace no se parece a la que conocemos : es inmaculada, imponderable, parece realmente el alma de la miel que es a su vez el espíritu de las flores, evocada en un encantamiento inmóvil, para convertirse más tarde, en nuestras manos, sin duda como recuerdo de su origen en que hay tanto azur, perfume, espacio cristalizado, rayos sublimados de luz, de pureza, de magnificencia, la perfumada iluminación de nuestros postreros altares.
XIII
Muy difícil es seguir las diversas faces de la secreción y el empleo de la cera en un enjambre que comienza a edificar. Todo pasa en el fondo de la muchedumbre, cuya aglomeración cada vez más densa debe producir la temperatura favorable, a esa exudación el privilegio de las abejas más jóvenes. Huber, el primero que las estudió con una paciencia increíble y a costa de peligros a veces serios, consagra a estos fenómenos más de doscientas cincuenta páginas interesantes pero forzosamente confusas. Yo, que no hago una obra técnica, me limitaré, valiéndome cuando sea necesario de lo que él observó, a relatar lo que puede ver cualquiera que haya recogido un enjambre en una colmena con cristales.
Confesemos desde un principio que todavía no se sabe por medio de qué alquimia se transforma la miel en cera en el cuerpo lleno de enigmas de nuestras abejas suspendidas. Se comprueba solamente que al cabo de dieciocho a veinticuatro horas de espera, en una temperatura tan elevada que se creería que arde una llama en el hueco de la colmena, aparecen unas escamitas blancas en la abertura de los cuatro pequeños bolsillos de cada lado del abdomen de la abeja.
Cuando la mayor parte de las que forman el cono tienen ya el vientre galoneado con esas laminitas de marfil, se ve, de pronto que una, de ellas, como asaltada por repentina inspiración, se destaca de la multitud, trepa rápidamente a lo largo de la pasiva muchedumbre, hasta la cima interna de la cúpula, y se une sólidamente a ella, apartando a cabezazos a las compañeras que embarazan sus movimientos. Tomo, entonces con las patas y la boca una de las ocho placas que lleva en el vientre, la roe, la acepilla, la ablanda, la amasa con su saliva, la pliega y la endereza, la aplasta y la vuelve a formar, con la habilidad de un carpintero que manejara una tabla maleable. Por fin, cuando la substancia amasada de ese modo le parece de las dimensiones y la consistencia deseadas, la aplica a la cima, de la cúpula de la nueva ciudad, porque se trata de una ciudad al revés, que baja del cielo y no se eleva del seno de la tierra como las ciudades humanas.
Hecho esto, ajusta a esa clave de la bóveda suspendida en el vacío, otros fragmentos de cera que va tomando de abajo de sus anillos de cuerno ; da al conjunto un lengüetazo final, un postrer golpe de antenas, y luego, tan bruscamente como llegó, se retira y pierde entre la multitud.
Inmediatamente la reemplaza, otra, que reanuda el trabajo donde la anterior lo dejó y agrega el suyo, endereza lo que no le parece conforme con el plano ideal de la tribu, y desaparece a su vez, mientras una tercera, una cuarta, una quinta, le suceden, en una serie de apariciones inspiradas y repentinas, sin que ninguna acabe la obra y llevando todas su parto a la unánime labor.
XIV
Un pedacito de cera informe todavía pende entonces de lo alto de la bóveda. Cuando parece lo bastante grande, se ve surgir del racimo otra abeja cuyo aspecto difiere sensiblemente del de las fundadoras que la han precedido. Podría creerse, al ver la certeza de su determinación y la expectativa, de las que la rodean, que, es una especie de ingeniero iluminado que, señala de pronto en el vacío el sitio que debe ocupar la primera celda, de la que tienen que depender matemáticamente, todas las demás. Sea como sea, la abeja pertenece a la clase de las obreras escultoras o cinceladoras que, no producen cera y se contentan con trabajar los materiales que se les suministran. Elige, pues, la posición de la primera celda, ahueca un momento el pedazo de cera, llevando hacia los bordes que se elevan en rededor de la cavidad la que saca del fondo. Después, y como lo hacían las fundadoras, abandona de repente su esbozo, una obrera impaciente la reemplaza, y sigue su obra, que una tercera acabará, mientras las otras comienzan alrededor, con el mismo método de trabajo no interrumpido y sucesivo, el resto de la superficie y el lado opuesto de la pared de cera. Diríase que una ley esencial de la colmena divide en ella el orgullo de la tarea, y que toda obra debe ser allí común y anónima, para que sea fraternal...
XV
Pronto se vislumbra el panal naciente. Todavía es lenticular, porque los pequeños tubos prismáticos que lo componen, desigualmente prolongados, van acortándose en una degradación regular del centro a la extremidades. En ese momento tiene más o menos el aspecto y el espesor de una lengua humana formada en sus dos caras por celdas hexágonales juxtapuestas y unidas por la parte trasera.
Cuando están construidas las primeras celdas, las fundadoras fijan en la bóveda un segundo y luego un tercero y un cuarto pedazo de cera.
Esos pedazos se escalonan a intervalos regulares y calculados de tal manera que, cuando los panales hayan adquirido toda su fuerza, lo que sólo sucede mucho más tarde, las abejas tendrán siempre el espacio necesario para circular entre los tabiques paralelos.
Es necesario, pues, que en su plano prevean el espesor definitivo de cada panal, que es de veintidós o veintitrés milímetros, y al propio tiempo el ancho de las calles que los separan y que deben tener alrededor de once milímetros de ancho, es decir, el doble de la altura de una abeja, pues tendrán que, pasar espalda con espalda entre los panales.
Por otra parte, no son infalibles, y su certidumbre no parece maquinal.
En circunstancias difíciles suelen cometer errores bastante grandes. Muy a menudo media demasiado o muy poco espacio entre los panales. Esto lo remedian lo mejor que pueden, sea haciendo oblicuar el panal demasiado próximo, sea intercalando en el vacío sobrado grande, un panal irregular. «A veces se equivocan -dice Réaumur- y este hecho parece ser uno de los que prueban que raciocinan. »
XVI
Sabido es que las abejas construyen cuatro especies de celdas. En primer lugar las celdas reales, que son excepcionales y se parecen a una bellota, en seguida, las grandes celdas destinadas a la cría de los machos y al almacenamiento de las provisiones cuando las flores superabundan, luego las pequeñas celdas que sirven de cuna a las obreras y de almacenes ordinarios y que, normalmente, ocupan cerca de los ocho décimos de la superficie edificada en la colmena. Y por último, para, unir sin desorden las grandes a las pequeñas, construyen cierto número de celdas de transición. Fuera de la inevitable irregularidad de estas últimas, las dimensiones del segundo y del tercer tipo están tan bien calculadas, que cuando iba a establecerse el sistema decimal y se buscaba en la Naturaleza una medida fija que pudiera servir de punto de partida y de patrón incontestable, Réaumur propuso el alvéolo de la abeja*.
* Este patrón fue rechazado, y no sin motivo. El diámetro de los alvéolos es de una regularidad admirable, pero, como todo lo producido por un organismo vivo, no es matemáticamente invariable en la misma colmena. Además, como lo hace notar M. Maurice Girard, las diversas especies de abejas tienen distinto apotegma de alvéolo, de manera que el patrón sería distinto de una colmena a otra, según la especie de que las abejas que la habitaran.
Cada uno de esos alvéolos es un tubo hexagonal colocado sobre una base piramidal, y cada, panal está formado por dos capas de esos tubos, opuestos por la base, de tal modo que cada uno de los tres rombos o losanges que constituyen la base piramidal de una celda del anverso, forma al mismo tiempo la base también piramidal de tres celdas del reverso.
En estos tubos prismáticos se almacena la miel. Para evitar que dicha miel se escapo durante el tiempo de su maduración, lo que sucedería inevitablemente si fueran horizontales en la estrictez de la palabra como parecen serlo, las abejas los levantan ligeramente, dándoles un ángulo de cuatro o cinco grados.
«Además del ahorro de cera - dice Réanmur- considerando el conjunto de esta maravillosa construcción, además de la economía de cera que resulta de la disposición de las celdas, además de que por medio de esta disposición las abejas llenan el panal sin que quede vacío alguno, resultan otras ventajas respecto a la solidez de la obra. El ángulo del fondo de cada celda, la cuna de la cavidad piramidal, tiene por estribo la arista que forman juntas las dos caras del hexágono de otra celda. Los dos triángulos o prolongaciones de las caras hexagonales que llenan uno de los ángulos entrantes de la cavidad encerrada por los tres rombos, forman juntas un ángulo plano por el lado en que se tocan ; cada uno de esos ángulos, que es donde cayo por dentro de la celda sostiene del lado de su convexidad una de las láminas empleadas para hacer el hexágono de otra celda, y la lámina que se apoya sobre ese ángulo, resiste la fuerza que tendería a empujarlos hacia fuera y así resultan consolidados los ángulos. Todas las ventajas que pudieran pedirse con relación a la solidez de cada celda, le son procuradas por su propia figura y por la manera como están dispuestas unas con relación a otras.
XVII
«Los geómetras saben -dice el doctor Reid, - que sólo hay tres especies de figuras que puedan adoptarse para dividir una superficie en pequeños espacios semejantes de forma regular y de igual tamaño sin intersticios. Son éstas el triángulo equilátero, el cuadrado y el hexágono regular que: en lo que concierne, a la construcción de las celdas, lleva ventaja sobre las otras dos figuras, desde el punto de vista de la comodidad y de la resistencia. Ahora bien, las abejas adoptan precisamente la forma hexagonal, como si conocieran sus ventajas.
Del mismo modo, el fondo de las celdas se compone de tres planos que se encuentran en un punto, y ha sido demostrado que ese sistema de construcción permite realizar una economía considerable de trabajo y de materiales. Faltaba aún saber qué ángulo de inclinación de los planos corresponde a la economía mayor, problema, de matemáticas superiores que ha sido resuelto por algunos sabios, entre ellos Maclaurin, cuya solución se hallará en los anales de la Sociedad Real de Londres*.
* Réaumur había propuesto al célebre matemático Koenig el problema siguiente: «Entre todas las celdas hexagonales de fondo piramidal compuesto de tres rollibos semejantes e iguales, determinar la que puede construirse con menos material. Koenig halló que dicha celda tenia el fondo formado por tres rombos, cada ángulo mayor de los cuales era de 109º 26´ y cada pequeño de 70º 34´. Ahora bien, otro sabio, Maraldi, midió tan exactamente cuanto es posible los ángulos de los rombos construidos por las abejas, y fijó los ángulos mayores en 109º 28´ y los pequeños en 70º 32´ . Entre ambas soluciones sólo había, pues, una diferencia de T. Es probable que el error, si lo hubo, deba ser imputable a Maraldi más que a las abejas, porque ningún instrumento permite medir con infalible precisión los ángulos de las celdas que no están bastante claramente definidos.
Ahora bien, el ángulo determinado así por el cálculo, corresponde al que se mide en el fondo de las celdas.
XVIII
No creo, naturalmente, que las abejas se entreguen a estos complicados cálculos, pero no creo tampoco que la casualidad o la sola fuerza de las cosas produzca estos sorprendentes resultados. Para las avispas, por ejemplo, que construyen como las abejas panales hexagonales, el problema era el mismo, y lo han resuelto de un modo mucho menos ingenioso. Sus panales no tienen más que una, capa de celdas, y no poseen el fondo común que sirve a la vez a las dos capas opuestas del panal de las abejas. De ahí menor solidez, más irregularidad y una pérdida de tiempo, de materiales y de espacio, que se puede valuar en la cuarta, parte del esfuerzo y la tercera del espacio. Las Trigonas y las Meliponas, que son verdaderas abejas domésticas, pero de una civilización menos avanzada, no construyen tampoco sus celdas para la cría sino en una sola fila, y apoyan sus panales horizontales y superpuestos, sobre informes y dispendiosas columnas de cera. En cuanto a sus celdas de provisiones, son grandes odres reunidos desordenadamente, y allí donde podrían cortarse, y realizar por consiguiente la economía de subsistencia y de espacio de que aprovechan las abejas, las Meliponas, sin darse cuenta de esa posible economía, interponen torpemente entre las esferas, celdas de paredes planas. Así, cuando se compara uno de sus nidos con la ciudad matemática de nuestras moscas de miel, creeríase ver un población de cabañas primitivas al lado de una de esas ciudades implacablemente regulares que son el resultado, quizá sin encanto pero lógico, del genio del hombre que lucha más arduamente que en la antigüedad contra el tiempo, el espacio y la materia.
Otro matemático, Cramer, a quien se sometió el mismo problema, dió una solución que se acerca aún más a la de la abeja , 109º 28´ y medio para los mayores y 70º 31´ y medio para los pequeños. Maclaurin, rectificando a Koenig, da 70º 32´ y 109º 28´´ . M. León Lalanne 109º 28´ 16´´ y 109º 28´ 16´´ y 70º 311 44´´
XIX
La teoría corriente, renovada, por otra parte, de Buffon, sostienen que las abejas no abrigan intención alguna de hacer hexágonos con base piramidal; que lo único que quieren es cavar en la cera alvéolos redondos, pero como sus vecinas y las que trabajan sobre la otra superficie del panal, cavan al mismo tiempo, con las mismas intenciones, los puntos en que se encuentran los alvéolos van creando forzosamente la forma hexagonal. Esse agrega, lo que ocurre con los cristales, con las escamas de ciertos peces, las pompas de jabón, etc. ; es también lo que ocurre en el siguiente experimento propuesto por Buffon, «Que se llene -dice-una vasija con guisantes o cualquier grano cilíndrico y que se tape exactamente, después de haberle echado tanta agua cuanta quepa entre los granos ; que se haga hervir esa agua, y todos los cilindros se transformarán en columnas de seis caras. Se ve bien clara la razón de esto, que es puramente mecánica: cada grano de figura ciIíndrica tiende, al hincharse, a ocupar el mayor espacio posible dentro de un espacio dado ; se hacen, pues, necesariamente hexagonales por la compresión recíproca. Cada abeja trata de ocupar, también, el mayor espacio posible en un espacio dado; es, pues, del mismo modo necesario, desde que, el cuerpo de las abejas es el ciIíndrico que sus celdas sean hexagonales, por la misma razón de los obstáculos recíprocos.»
XX
He ahí unos obstáculos recíprocos que crean una maravilla, como, por la misma razón, los vicios de los hombres producen una virtud general, que es suficiente para que la especie humana, tan a menudo odiosa en sus individuos, no lo sea en su conjunto. Podría objetarse desde luego, como lo han hecho Broughman, Kirby, Spence, y otros sabios, que, el experimento de las pompas de jabón y de los guisantes no prueba nada, porque en uno y otro caso, el efecto de la presión no produce sino formas muy irregulares y no explica la razón de ser del fondo prismático de las celdas.
Podía contestarse, sobre todo, que hay más de una manera de sacar partido de las ciegas necesidades, que la avispa cartonera, que el abejorro velludo, las Meliponas y las Trigonas de Méjico y del Brasil aunque las circunstancias y el objeto sean semejantes, llegan a resultados muy diferentes y manifiestamente, inferiores. Podría decirse, también, que si las celdas de la abeja obedecen a la ley de los cristales, de la nieve, de las pompas de jabón y de los guisantes hervidos de Buffon, obedecen al propio tiempo, por su simetría, general, por su disposición en dos capas opuestas, por su inclinación calculada, etc., a muchas otras leyes que no se encuentran en la materia.
Podría agregarse que, también, todo el genio del hombre consiste en cómo saca partido de necesidades análogas, y que si esa manera nos parece la mejor posible, es porque no hay juez alguno por arriba de nosotros. Pero bueno es que estos razonamientos se desvanezcan ante los hechos, y para poner de lado una objeción sacada de un experimento, nada vale tanto como otro experimento.
Con el fin de convencerme de que la arquitectura hexagonal estaba realmente inscripta en el cerebro de la abeja, recorté y quité un día del centro de un panal, en un sitio en que al mismo tiempo había huevecillos y celdas llenas de miel, un disco del tamaño de una moneda de un peso. Cortando luego el disco por el medio del espesor de su circunferencia, en el punto en que se unen las bases piramidales de las celdas, apliqué sobre la base de una de las dos secciones obtenidas así, una redondela de estaño inmensa de la misma dimensión y lo bastante resistente para que las abejas no pudiesen deformarla ni doblarla. En seguida puse la sección con su redondela en el sitio de donde la había sacado. Una de las caras del panal no ofrecía, pues, nada anormal, puesto que el daño quedaba reparado de ese modo, pero en la otra veíase una especie de gran agujero cuyo fondo era: formado por la redondela de estaño y que ocupaba el lugar de unas treinta celdas. Las abejas se quedaron en un principio desconcertadas, fueron en multitud a examinar y estudiar el abismo inverosímil, y durante varios días se agitaron en torno de él, y deliberaron sin resolver. Pero como yo las alimentaba abundantemente, todas las tardes, llegó un momento en que ya no tuvieron celdas disponibles para almacenar sus provisiones. Es probable que, entonces, los grandes ingenieros, los escultores y las cereras sobresalientes, recibieran la orden de sacar partido del abismo inútil.
Una pesada guirnalda de cereras lo envolvió para mantener el calor necesario, otras abejas bajaron al agujero y comenzaron fijando sólidamente la redondela de metal por medio de pequeños garfios de cera, regularmente escalonados en sus bordes, y que la unían a las aristas de las celdas circundantes. Emprendieron entonces, ligándolas a dichos garfios, la construcción de tres o cuatro celdas en el semicírculo superior de la redondela. Cada una de esas celdas de transición o de reparación tenía la parte superior más o menos deformada para soldarla al alvéolo contiguo del panal, pero su mitad inferior dibujaba siempre sobre el estaño tres ángulos perfectamente determinados de los que salían ya tres pequeñas líneas rectas que esbozaban regularmente la primera mitad de la siguiente celda.
Al cabo de cuarenta y ocho horas, y aunque sólo pudieran trabajar tres o cuatro abejas al mismo tiempo en la abertura, toda la superficie del estaño quedaba cubierta de esbozos de alvéolos. Dichos alvéolos eran, es verdad, menos regulares que los de un panal común : razón por la cual la reina que los recorrió se negó a poner en ellos cuerdamente, porque de allí sólo hubiera salido una generación atrofiada. Pero todos eran perfectamente: hexagonales ; no se encontraba en ellos una sola curva, ni una forma, ni un ángulo redondeado. Sin embargo, todas las condiciones habituales estaban variadas, las celdas no eran excavadas en el mismo trozo de cera, según la observación de Huber, ni en un capuchón de cera, según la de Darwin, circulares primero y luego hexagonales por la presión de sus vecinas. No podía tratarse de obstáculos recíprocos, puesto que nacían una por una y proyectaban libremente sobre una superficie rasa, las pequeñas líneas de sostén. Parece, pues, seguro que el hexágono no es el resultado de necesidades mecánicas, sino que se encuentra realmente en el plan, en la experiencia, en la inteligencia y en la voluntad de las abejas. Otro rasgo curioso de su sagacidad, que a punto al pasar, es el de que, los cangilones que construyeron sobre la redondela no tenían más fondo que el rnismo metal.
Los ingenieros de la cuadrilla presumían evidentemente, que el estaño bastaría para contener el líquido, y juzgaron inútil untarlo de cera.
Pero, poco después, cuando se depositaron algunas gotas de miel en dos de esos cangilones, observaron probablemente que, se, alteraba más o menos al contacto del metal. Cambiaron entonces de opinión, y cubrieron con una especie de barniz diáfano toda la superficie del estaño.
XXI
Si quisiéramos poner en claro todos los secretos de esa arquitectura geométrica, tendrán todavía que examinar más de una cuestión interesante, por ejemplo la forma de las primeras celdas que se sujetan al techo de la colmena, y se modifican de modo que toquen a ese mismo techo por el mayor número posible de puntos.
Habría que observar también, no tanto la orientación de las grandes calles, determinada por el paralelismo de los panales, cuanto la disposición de las callejuelas y pasadizos abiertos aquí y allí a través y en torno de los panales, para facilitar el tránsito y la circulación del aire, y que habitualmente están distribuidos como para evitar los, rodeos demasiado largos, o una probable aglomeración. Habría, por fin, que estudiar la construcción de las celdas de transición, el instinto unánime que impulsa a las abejas a aumentar, en un momento dado, las dimensiones de sus moradas, sea porque la extraordinaria cosecha exija recipientes, mayores sea porque juzguen que la población es bastante numerosa o que es necesario el nacimiento de los machos. Habría que admirar al propio tiempo la economía ingeniosa y la armoniosa seguridad con que pasan, en estos casos, de lo pequeño a lo grande y de lo grande a lo pequeño, de la simetría perfecta a una asimetría inevitable, para volver, apenas se, lo permiten las leyes de una geometría animada, a la regularidad ideal, sin que se, pierda una celda, sin que haya, en la serie de sus edificios, un barrio sacrificado, infantil, vacilante o bárbaro, o una zona no utilizable. Pero temo haberme extraviado ya en muchos detalles desprovistos de interés para un lector que quizá no haya seguido nunca con los ojos una banda de abejas, o que, no se ha interesado por ellas sino de paso, como todos nos interesamos al pasar por una flor, un pájaro, una piedra preciosa, sin pedir más que una distraída certidumbre superficial, y sin repetirnos lo bastante que, el secreto más mínimo de un objeto que vemos en la Naturaleza no humana, atarle quizá más directamente al enigma profundo de nuestros fines y de nuestros orígenes, que el secreto de nuestras pasiones más arrebatadoras y con mayor complacencia estudiadas.
XXII
Para no hacer pesado este estudio paso igualmente, por alto el instinto bastante, sorprendente que suele hacerlas adelgazar y demoler la extremidad de sus panales, cuando tratan de prolongarlos o ensancharlos, y sin embargo, ha de convenirse en que demoler para reedificar, deshacer lo que se había hecho para rehacerlo, supone una singular manifestación del ciego instinto de construir. Paso también sobre notables experimentos que pueden hacerse para obligarlas a construir panales circulares, ovales, tubulares o de contornos caprichosos, y sobre la manera ingeniosa, con que logran hacer corresponder las celdas ensanchadas de las partes convexas con las celdas estrechadas de las partes cóncavas del panal.
Pero, antes de abandonar este asunto, detengámonos aunque, sólo sea un minuto, a considerar la misteriosa manera que tienen de concertar el trabajo y de tomar sus medidas cuando esculpen, al mismo tiempo y sin verse, las dos caras opuestas de un panal. Mirad por transparencia uno de esos panales, y observaréis, dibujada por sombras agudas en la cera diáfana, toda una red de prismas, de aristas tan acusadas, todo un sistema de concordancia tan infalible, que se las creería estampadas sobre acero.
No sé si los que no han visto nunca el interior de una colmena se representan suficientemente la disposición y el aspecto de los panales.
Que se figuren, para tomar la colmena de nuestros campesinos, en los que la abeja está librada a sí misma, que se imaginen una campana de paja o de mimbre; esa campana está dividida de arriba abajo por cinco, seis, ocho, y a veces diez tajadas de cera perfectamente paralelas y bastante semejantes a grandes tajadas de pan que bajan de la cima de la campana y toman estrictamente la forma ovoidal de las paredes. Entre cada una de esas tajadas se ha dejado un intervalo de once milímetros más o menos, en el que permanecen y circulan las abejas. En el momento en que comienza en lo alto de la colmena la construcción de una de esas tajadas, la pared de cera que la esboza y que será más tarde adelgazada y estirada, es todavía muy espesa, y aisla completamente las cincuenta ó sesenta abejas que trabajan sobre la cara anterior, de las cincuenta o sesenta que cincelan al mismo tiempo la cara posterior, de modo que es imposible que se vean mutuamente, a menos que su vista tenga el don de atravesar los cuerpos más opacos. Sin embargo, una abeja de la cara anterior no excava un agujero, no agrega un fragmento de cera que no corresponda exactamente a un relieve o una cavidad de la cara posterior, y recíprocamente. ¿Cómo lo consiguen? ¿Cómo es que la una no cava demasiado hondo y la otra no se queda corta?
¿Cómo coinciden siempre tan mágicamente todos los ángulos de las losanges? ¿Quién les dice que comiencen aquí y se detengan allá?
Hay que contentarse, una vez más, con esta respuesta que no dice nada : «Es uno de los misterios de la colmena.» Huber ha tratado de explicar ese misterio, diciendo que, intervalos dados, por la presión de las patas o de los dientes, quizá provocarán un ligero relieve en la cara opuesta, del panal, o que se darán cuenta del espesor más o menos grande del trozo de cera, por la flexibilidad, la elasticidad o alguna otra propiedad física de esa materia, como también que sus antenas parecen prestarse al examen de las partes más sutiles y contorneadas de los objetos, y les sirven de compás en lo invisible, y, por fin, que, la relación de todas las celdas deriva matemáticamente de la disposición y las dimensiones de las de la primera fila, sin que se necesiten otras medidas. Pero se ve que estas explicaciones no son suficientes : las primeras son hipótesis inverificables; las demás no hacen sino cambiar de sitio al misterio.
Bueno es hacer cambiar de sitio a los misterios lo más a menudo que se pueda, pero no hay que hacerse la ilusión de que una mudanza basta para destruirlos.
XXIII
Dejemos por fin los llanos monótonos y el desierto geométrico de las celdas. Los panales están comenzados y se hacen ya habitables.
Aunque, lo infinitamente pequeño se agregue, sin esperanza, aparente, a lo infinitamente pequeño, y nuestra vista, que ve tan poco, mire, sin vislumbrar nada, la obra de cera que no se interrumpe ni de día ni de noche, avanza con extraordinaria rapidez. La reina impaciente ha recorrido ya varias veces los astilleros que blanquean en la obscuridad, y apenas quedan terminadas las primeras líneas de habitaciones, toma posesión de ellas con su cortejo de guardianas, consejeras o criadas, pues no podría decirse si es seguida, venerada e vigilada. Cuando llega al sitio que juzga, favorable o que sus consejeras le imponen, enarca la espalda, se encorva e introduce, la extremidad de su largo abdomen en forma de huso en uno de los cangilones vírgenes, mientras todas las cabecitas atentas, las cabecitas de enormes ojos negros de los guardias de su escolta la envuelven en un círculo apasionado, le sostienen las patas, le acarician las alas, y agitan sobre ella sus febriles antenas, como para animarla, apresurarla y felicitarla.
Se reconoce fácilmente, el sitio en que se encuentra, por esa especie de escarapela estrellada, o mejor, ese medallón ovalado cuyo topacio central es ella misma, y que se parece bastante a los imponentes medallones que usaban nuestras abuelas. Es, por otra parte notable, ya que se ofrece la oportunidad de notarlo, que las obreras eviten siempre, volver las espaldas a la reina. Tan pronto como ésta se aproxima a un grupo, todas se arreglan de tal modo que, invariablemente, le presentan los ojos y las antenas y andan ante ella hacia atrás. Es una señal de respeto o más bien de solicitud que, por inverosímil que parezca, no es menos constante y por completo general. Pero volvamos a nuestra, soberana. A menudo, durante el ligero espumo que acompaña visiblemente la emisión del huevo, una de las hijas la toma en sus brazos y uniendo las frentes y las bocas, parece hablarla en voz baja. La reina, bastante, indiferente hacia esas manifestaciones un tanto desaforadas, ni se precipita ni se conmueve, entregada por completo a su misión que parece ser para ella, más que un trabajo, un deleite amoroso. En fin, al cabo de algunos segundos se levanta con calma, se aleja un paso, da un cuarto de vuelta sobre sí misma, y antes de introducir en ella la punta del vientre, mete la cabeza en la celda vecina, para asegurarse de que todo está en orden, y de que no va a poner dos, veces en el mismo alvéolo, mientras dos o tres abejas de la obsequiosa escolta ruedan sucesivamente a la celda abandonada, para ver si la obra se ha consumado y rodear de cuidados o poner en lugar seguro el huevecillo azulado que la soberana acaba de depositar en ella. Desde ese momento hasta los primeros fríos del otoño la reina no se detiene, ya poniendo mientras la alimentan, y durmiendo si es que duerme sin dejar de poner.
Representa desde ese momento la potencia devoradora del porvenir que invade todos los rincones del reino. Sigue paso a paso a las infelices obreras que se matan construyendo las cunas que su fecundidad reclama. Asistese, así a un concurso de dos instintos poderosos cuyas peripecias iluminan, para mostrarnos si no para resolverlos, varios enigmas de la colmena.
Sucede, por ejemplo, que las obreras logran cierta ventaja. Obedeciendo, a sus costumbres de buenas amas de casa que se preocupan de las provisiones para los malos días, apresúranse a llenar de miel las celdas conquistadas a la avidez de la especie. Pero la reina se acerca; es menester que los bienes materiales retrocedan ante la idea de la Naturaleza, y las obreras trastornadas desocupan apresuradamente el importuno tesoro.
Sucede también que su ventaja sea de un panal entero : entonces, no teniendo ante la vista la que representa la tiranía de los días que nadie ha de ver, se aprovechan para edificar con la mayor rapidez posible, una zona de grandes celdas, celdas de machos, cuya construcción es mucho más fácil y rápida. Llegada a esa zona ingrata, la reina deposita en ella desganadamente, algunos huevecillos: la deja atrás y va, en su límite a exigir nuevas celdas de obreras ; las trabajadoras obedecen, estrechan gradualmente sus alvéolos, y la persecución vuelve a empezar hasta que la madre insaciable, azote fecundo y adorado, vuelve, de la extremidad de la colmena las celdas del principio, abandonadas entre tanto por la primera generación que acaba de nacer, y que pronto saldrá del rincón de sombra en que naciera, a esparcirse por las flores de las cercanías, a poblar los rayos de sol, a animarlas horas benévolas, para sacrificarse, a su vez la generación que ya la reemplaza en las cunas.
XXIV
¿Y la reina abeja, a quién obedece? A la alimentación que se la da porque río toma, los alimentos por sí misma la cuidan como una criatura, las mismas obreras molidas por su fecundidad. Y ese, alimento que le miden las obreras es, a su vez, proporcionado a la abundancia de las flores y al botín que llevan las visitadoras de cálices. Aquí, pues, como en el resto del mundo, una porción del círculo se sumerge en las tinieblas; aquí, como en todas partes, de afuera, de una potencia desconocida procede la orden suprema, y las abejas se someten como nosotros al amo ignoto de la rueda que gira sobre sí misma, aplastando las voluntades que la hacen mover.
Una persona, a quien enseñaba hace poco, en una de mis colmenas de cristales, el movimiento esa rueda tan visible como la gran rueda de un reloj una persona que veía en toda su desnudez la agitación innumerable de los panales, el aleteo perpetuo, enigmático y loco de las nodrizas sobre la cámara de los huevecillos, los puentecilos y las escalas animadas que forman las cereras, las espirales invasoras de la reina la actividad diversa o incesante de la muchedumbre, el esfuerzo implacable e inútil las idas y venidas abrumadas de ardor, el sueño ignorado fuera de las cunas que ya espía el trabajo de mañana, el mismo reposo de la muerte alejado de una mansión que, no admite ni enfermos ni tumbas, una persona que miraba todo esto, pasado el primer asombro, no tardó en volver hacia otro lado los ojos en que se leía no sé qué entristecido espanto.
Hay, en efecto, en la colmena, bajo la alegría del primer aspecto, bajo los resplandecientes recuerdos de los hermosos días que la llenan convirtiéndola en el joyel del estío, bajo el ir y venir embriagado que la liga con las flores, con el azul del cielo, con la abundancia tan apacible de cuanto representa belleza y felicidad, hay en efecto, bajo todas esas delicias, exteriores, un espectáculo de los más tristes que verse puedan.
Y nosotros, ciegos, que sólo podemos abrir ojos obscurecidos cuando miramos a las inocentes condenadas, bien sabemos que no sentimos compasión por ellas solas, que no dejamos de comprenderlas a ellas solas, sino que nos hallamos frente a una forma, lamentable de la gran fuerza que nos anima y nos devora, también.
Sí, si se quiere, esto es triste, como es triste todo en la Naturaleza, cuando se la mira de cerca. Así será mientras no sepamos su secreto, si lo tiene. Y si un día llegamos a saber que no lo tiene, o que ese secreto es horrible, entonces nacerán otros deberes que quizá no llevan nombre todavía. Entretanto, que nuestro corazón repita, si lo desea : «Eso es triste,» pero que nuestra razón se contente con decir : «Eso es así.»
Nuestro deber del momento es indagar si no hay nada detrás de esas tristezas, y para eso no hay que apartar los ojos de ellas, sino mirarlas fijamente, y estudiarlas con tanto interés y tanto valor como si fueran alegrías. Justo es que antes de quejarnos, antes de juzgar a la Naturaleza, acabemos de interrogarla.
XXV
Hemos visto que las obreras, apenas cesan de sentirse perseguidas de cerca, por la amenazadora fecundidad de la madre, se apresuran a construir celdas de provisiones, cuya construcción es más económica, aunque, su capacidad sea mayor. Hemos visto, por otra parte, que la madre prefiere poner en las celdas pequeñas, y que reclama continuamente más. Sin embargo, a falta de ellas y mientras se lo procuran, resignase a depositar sus huevos en las anchas celdas que encuentra a su paso.
Las abejas que allí nazcan serán machos o zánganos, aunque los huevos sean completamente iguales a los de obreras. Ahora, al revés de lo que sucede en la transformación de una obrera en reina, lo que determina este cambio no es ni la forma ni la capacidad del alvéolo, porque de un huevo puesto en una celda grande y transportado en seguida a una celda de obrera, nacerá un macho más o menos atrofiado, pero indiscutible (he logrado operar cuatro o cinco veces este cambio, bastante difícil a causa de la pequeñez micróscopica y la extremada fragilidad del huevo). Necesario es, pues, que la reina, cuando pone, tenga la facultad de reconocer o de determinar el sexo del huevo que deposita, y apropiarlo al alvéolo en que lo deja. Raro es que se equivoque.
¿Cómo hace? ¿Cómo separa entre los millares y millares de huevecillos que contienen sus ovarios, los machos de las hembras, y cómo bajan a su voluntad al único oviducto?
Henos aquí, de nuevo, en presencia de otro de los enigmas de la colmena, y de uno de los más impenetrables. No se ignora que la reina, aún virgen, no es estéril, pero que, en ese estado sólo puede poner huevos de machos. Sólo después de la fecundación del vuelo nupcial, produce a su elección obreras o zánganos. A consecuencia del vuelo nupcial, queda definitivamente falta de ellas en posesión, hasta la muerte, de los espermatozoarios arrancados a su infeliz amante. Esos espermatozoarios, cuyo número calcula el doctor Leuckart en veinticinco millones, se conservan vivos en una glándula especial situada bajo los ovarios, a la entrada del oviducto, y que se llama espermateca.
Se supone que la estrechez del orificio de las pequeñas celdas y la forma de dicho orificio que obliga a la reina a encorvarse y sentarse, ejerce cierta presión sobre la espermateca, presión que hace salir los espermatozoarios para fecundar el huevecillo a su paso. Esa presión puede no ejercerse en las celdas grandes y no hacer entreabrir la espermateca.
Otros, por el contrario, opinan que, la reina gobierna realmente los músculos que abren o cierran la espermateca sobre la vagina, y en efecto, estos músculos son numerosísimos y tan poderosos como complicados. Sin querer resolver cuál de estas dos hipótesis es la mejor, porque cuanto más se adelanta y observa, mejor se ve que uno no es más que un náufrago en el océano hasta ahora tan desconocido de la Naturaleza, y mejor se sabe que siempre hay, un hecho pronto a surgir del seno de una ola repentinamente transparente, para destruir en un instante lo de cuanto se creía saber, confesaré, sin embargo, que me inclino a la segunda. En primer lugar los experimentos de un apicultor bordalés, M. Drory, demuestran que si se quitan todas las celdas grandes de una colmena, llegado el momento de poner huevos de machos, la madre no vacila en depositarlos en las celdas de obreras, y a la inversa, pondrá huevos de obreras en celdas de machos, si no se han dejado otras a su disposición.
En seguida, las hermosas observaciones de M. Fabre sobre las Osmias, abejas silvestres y solitarias de la familia de las Gastrilégidas, prueban hasta la evidencia que no solamente la Osmia conoce de antemano el sexo del huevo que va a poner, sino que ese sexo es facultativo para la madre, que lo determina según el espacio de que dispone, «espacio muchas veces fortuito y no modificable» que, establece aquí un macho, allá una hembra. No entraré en el detalle de los experimentos del gran entomólogo francés. Son extremadamente minuciosos, y nos llevarían demasiado lejos. Pero, cualquiera que sea la hipótesis aceptada, una ú otra explicarían muy bien, fuera de toda inteligencia del porvenir, la propensión de la reina a poner en las celdas de obreras.
Es probable que esa madre, esclava, que nos inclinamos a compadecer, pero que quizá sea una gran enamorada, una gran voluptuosa, experimente con la unión del principio macho y hembra que, se opera en su ser, cierto deleite y como una renovación de la embriaguez del vuelo nupcial, único en su vida. Aquí también debemos admirar la Naturaleza que nunca es tan ingeniosa ni tan disimuladamente previsora como cuando trata, con los lazos que tiende el amor, de asegurar con un placer el interés de la especie. Pero entendámonos y no nos engañemos con nuestra propia explicación. Atribuir de ese modo una idea a la Naturaleza y creer que con ello basta, es arrojar una piedra en uno de esos abismos inexplorables que se hallan en el fondo de ciertas grutas, e imaginarse que el ruido que producirá al caer en él contestará a todas las preguntas, cuando no nos revelará otra cosa que la inmensidad del abismo.
Cuando se repite: «la Naturaleza quiere esto, organiza esta maravilla, se dedica a este fin» es como si se dijera que una pequeña manifestación de la vida logra mantenerse, mientras nos ocupamos de ella, sobre la enorme superficie de la materia que nos parece inactiva y que llamamos, evidentemente sin razón, la nada y la muerte. Un concurso de circunstancias que nada tenía de necesario, ha mantenido esa manifestación, entre otras mil, quizá tan interesantes, tan inteligentes como ella, pero que no han tenido la misma suerte y desaparecieron para siempre sin haber hallado oportunidad de maravillarnos. Sería temerario afirmar otra cosa, y por lo demás, nuestras reflexiones, nuestra teología obstinada, nuestras esperanzas y nuestras admiraciones son, en el fondo, parte de lo desconocido que hacemos chocar contra algo menos conocido aún, para hacer un ruidito que nos da conciencia, del grado más alto de la existencia particular a que podamos alcanzar sobre esta misma superficie muda e impenetrable; como el canto del ruiseñor y el vuelo del cóndor les revelan también el más alto grado de existencia propia a su especie. No por eso deja, de ser cierto que uno de nuestros deberes mejor determinados es el de producir ese ruidito cada vez que se presenta la oportunidad de hacerlo, sin desalentarnos porque sea verosímilmente inútil.
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LIBRO CUARTO
Las reinas jóvenes.
I
Cerremos aquí nuestra joven colmena, en que la vida, reanudando su movimiento circular, se extiende y multiplica para dividirse a su turno apenas llegue a la plenitud de la fuerza y la felicidad, y abramos por última vez la ciudad madre, para ver lo que ocurre en ella después de la salida del enjambre.
Tranquilizado el tumulto de la partida, y cuando la han abandonado las dos terceras partes de sus hijos, sin intención de regresar, la desdichada ciudad queda como un cuerpo que ha perdido la sangre: fatigada, sola, muerta casi. Sin embargo, han quedado algunos millares de abejas que, inconmovibles aunque algo languidecidas, vuelven al trabajo, reemplazan a las ausentes lo mejor que pueden, encierran las saqueadas provisiones, van a visitar las flores velan por el depósito del porvenir, conscientes de la misión y fieles al deber que un destino preciso les impone.
Pero, si el presente parece tétrico, todo cuanto el ojo ve está poblado de esperanzas. Nos hallamos en uno de esos castillos de las leyendas alemanas, cuyos muros están revestidos de millares de redomas que contienen las almas de los hombres por nacer. Nos hallamos en la morada de la vida que precede a la vida. Por todas partes, suspensas en las cunas bien cerradas, en la superposición infinita de los maravillosos alvéolos de seis caras, hay millares y millares de ninfas, más blancas que la leche, que con los brazos cruzados y la cabeza, inclinada sobre el pecho, aguardan la hora del despertar. Al verlas en sus sepulturas uniformes, innumerables y casi transparentes, diríase que son gnomos encanecidos que meditan, legiones de vírgenes deformadas por los pliegues del sudario e inhumadas en prismas hexagonales multiplicados hasta el delirio por un geómetra inflexible.
Sobre toda la extensión de esas paredes perpendiculares, claustro de un mundo que crece, se transforma, vuelve sobre sí mismo, cambia cuatro o cinco veces de vestido y teje su mortaja en la sombra, baten las alas y danzan centenares de obreras para mantener el calor necesario y también para un objeto más obscuro, porque su danza tiene sacudidas extraordinarias y metódicas que deben responder a algún fin que ningún observador ha determinado todavía, según creo.
Al cabo de varios días, las tapas de esos millares de urnas (en una colmena grande se cuentan de sesenta a ochenta mil), se agrietan, y dos grandes ojos negros y graves aparecen bajo dos antenas que palpan ya la existencia en torno suyo, mientras un par de activas mandíbulas acaban de ensanchar la abertura. Las nodrizas acuden al punto y ayudan a la joven abeja a salir de su cárcel, la sostienen, la acepillan, la limpian y le ofrecen en la punta de la lengua la primer miel de su nueva vida. La abeja, que llega de otro mundo está aún aturdida, algo pálida, vacilante. Tiene el aspecto débil de un viejecillo escapado de la tumba.
Diríase que es un viajero cubierto por el polvo algodonoso de los ignotos caminos que conducen a la existencia. Por lo demás, es perfecta de pies a cabeza, inmediatamente sabe cuanto necesita saber, y semejante a los hijos del pueblo, que, desde que nacen, por decirlo así, comprenden que no tendrán tiempo de jugar ni de reír, se dirige a las celdas cerradas y comienza a batir las alas y a moverse cadenciosamente para calentar a su vez a sus amortajadas hermanas, sin detenerse a descifrar el sorprendente enigma de su destino y de su raza.
II
Sin embargo, en un principio se lo ahorran las tareas más fatigosas.
No sale de la Colmena hasta ocho días después, de su nacimiento para realizar su primer «vuelo de aseo» para llenar de aire las bolsas de las tráqueas, que se hinchan, desarrollan todo su cuerpo y la convierten desde ese instante en la esposa del espacio. Vuelve en seguida, aguarda una semana más, y entonces se organiza en compañía de las hermanas de la misma edad, su primera salida de recolectora, en medio de una conmoción muy especial, que los apicultores llaman el «fuego de artificio.
» Debería, más bien, decirse, el «fuego de inquietud.» Se ve, en efecto, que, tienen miedo; hijas de la sombra estrecha y de la muchedumbre, se ve que tienen miedo del abismo azul y de la soledad infinita de la luz, y su júbilo vacilante está tejido de terrores. Se pasean en el umbral, vacilan, parten y retornan veinte veces. Se balancean en el aire, con la cabeza obstinadamente vuelta hacia la casa natal, describen grandes círculos que se elevan Y que, de pronto, caen como bajo el eso de una pena, y sus trece. mil ojos interrogan, reflejan y conservan a la vez la imagen de todos los árboles, de la fuente, de la reja, de la espaldera, de los techos y las ventanas de los alrededores, hasta que el camino aéreo por donde se deslizarán al regreso, quede tan inflexiblemente trazado en su memoria como si dos hilos de acero lo señalaran en la atmósfera.
He aquí un nuevo misterio. Interroguémoslo como los demás y si calla como ellos, su silencio ensanchará a lo menos con unas cuantas fanegas nebulosas pero sembradas de buena voluntad, el campo de nuestra ignorancia consciente, el más fértil de los que posee nuestra actividad. ¿ Cómo hallan las abejas su morada que a veces, es imposible que vean, que a menudo está oculta bajo los árboles, y cuya entrada no es, en todo caso, más que un imperceptible punto en la extensión sin límites? ¿Cómo es que, transportadas en una caja a dos o tres kilómetros de la colmena, rara vez se extravían?
¿La distinguen a través de los obstáculos? , oriéntanse con la ayuda de puntos de referencia o poseen ese sentido especial y poco conocido que atribuimos a ciertos animales, a las golondrinas y a las palomas, por ejemplo, y que se llama el sentido de la dirección? Los experimentos de J. H. Fabre, -de Lubbock: y especialmente los de M. Romanos (Nature, 29 de octubre de 1886), parecen establecer que no son guiadas por ese instinto extraño. Por otra parte, he comprobado más de una vez que no prestan atención alguna a la forma o al color de la colmena. Parecen detenerse más sobre el aspecto acostumbrado del plato en que descansa la casa, sobre la disposición de la entrada y de la tablita de arribo*.
*La tablita de arribo que a menudo no es más que la prolongación del delantal o del plato sobre la que descansa la colmena, forma una especie de pórtico, atrio o descanso, ante la entrada principal o agujero de vuelo.
Pero eso mismo es accesorio, y si durante la ausencia de las acopiadoras se modifica por completo la fachada de su mansión, no dejan de volver directamente, a ella desde las profundidades del horizonte, y sólo manifiestan alguna vacilación al trasponer el irreconocible umbral. Su método de orientación, según podemos juzgarlo por nuestros experimentos, parece más bien basado en referencias extremadamente minuciosas y precisas. Lo que reconocen no es la colmena, sino, tres o cuatro milímetros más o menos, su posición relativa a los objetos que la rodean. Y esa referencia es tan maravillosa, tan matemáticamente segura, tan profundamente impresa en su memoria, que si después de cinco meses de invernada, en un sótano obscuro, se vuelve a colocar la colmena sobre su plato, pero algo más a la derecha o a la izquierda, de lo que, estaba todas las obreras al regresar de sus primeras flores arribarán con vuelo imperturbable y rectilíneo al punto preciso que ocupaba el año anterior, y sólo tanteando darán por fin con la entrada. Podría creerse, que el espacio ha conservado durante todo el invierno la huella indeleble de sus trayectorias, y que su senderito laborioso queda grabado en el cielo.
Así, cuando se traslada una colmena, muchas abejas se pierden, a menos que se trate de un largo viaje, y que todo el. paisaje que conocen hasta tres y cuatro kilómetros a la redonda se haya transformado; a menos también que no se tenga, cuidado de colocar una tablita, un pedazo de teja, un obstáculo cualquiera delante del «agujero de vuelo» para advertirlas de que algo ha cambiado y permitirles que se orienten de nuevo y rehagan su punto de llegada.
III
Esto dicho, volvamos a la ciudad que se repuebla, en que la multitud de cunas no cesa de abrirse, en que, la misma substancia de las paredes se pone en movimiento. Esta ciudad, sin embargo, no tiene reina todavía. Sobre los bordes de uno de los panales del centro se levantan siete ú ocho edificios extraños que hacen pensar, entre, la llanura escabrosa de las celdas ordinarias, en las protuberancias y los circos que hacen tan raras las fotografías de la luna. Son especies de cápsulas de cera rugosa o de bellotas inclinadas y perfectamente cerradas, que ocupan el espacio de tres o cuatro alvéolos de obreras.
Están generalmente agrupadas sobre un mismo punto, y una guardia numerosa, singularmente inquieta y atenta, vela sobre la región en que flota no se sabe qué prestigio. Allí se forman las madres. En cada una de estas cápsulas ha sido depositado, antes de la partida del enjambre, un huevo en un todo semejante a los de las obreras, sea por la misma madre, sea más probablemente, aunque no pueda afirmarse, por las nodrizas que lo transportan de algún nido vecino.
Tres días después sale del huevo una pequeña larva, a la que se prodiga una alimentación especial y tan abundante cuanto es posible; y aquí podemos sorprender uno por uno los movimientos de uno de esos métodos magníficamente vulgares de la Naturaleza que cubriríamos, si se tratara de los hombre con el nombre augusto de Fatalidad. La pequeña larva, gracias a ese régimen, adquiere, un desarrollo excepcional, y sus, ideas se modifican al propio tiempo que, su cuerpo, hasta el punto de que la abeja que de ella nace parece pertenecer a una raza de insectos completamente distinta.
Esta abeja vivirá cuatro o cinco años en lugar de seis o siete semanas.
Su abdomen será dos veces más largo, su color más dorado y claro, y tendrá encorvado el aguijón. Sus ojos contarán solamente, con ocho o nueve mil facetas en lugar de doce o trece mil. Su cerebro será más estrecho, pero sus ovarios se harán enormes, y poseerá un órgano especial, la esperinateca, que la hará hermafrodita, por decirlo así. No tendrá uno solo de los útiles de la vida laboriosa : ni saquillos para la secreción de la cera, ni cepillos, ni canastas para recoger el polen. No tendrá ninguna de las costumbres, ninguna de las pasiones que creemos inherentes a la abeja. No experimentará ni el deseo del sol, ni la necesidad del espacio, y morirá sin haber visitado una flor. Pasará su existencia en la sombra y en la agitación de la muchedumbre, a caza infatigable de cunas que poblar. En cambio, será la única que conozca la inquietud del amor. No está cierta de tener dos momentos de luz en su existencia, porque la salida del enjambre no es inevitable, y quizá no haga más que una vez uso de sus alas, pero esa vez será para volar al encuentro del amante. Es curioso ver que tantas cosas, órganos, ideas, deseos, costumbres, todo un destino, se encuentren así en suspenso, no en una simiente, ello sería el milagro ordinario de la planta, del animal y del hombre, sino en una substancia extraña e inerte: en una gota de miel*.
*Ciertos apidólogos sostienen que obreras y reinas, después de salidas del huevo, reciben el mismo alimento, una especie de leche muy rica en ázoe, que secreta una glándula especial que está provista la cabeza de las nodrizas. Pero al cabo de algunos días, se destetan las larvas de obreras, que se someten al régimen más grosero de la miel y el polen, mientras que la futura reina es alimentada hasta su completo desarrollo con la leche preciosa que se ha llamado . Sea como sea, el resultado y el milagro son iguales.
IV
Ha transcurrido cerca de una semana desde la Partida del enjambre con la vieja reina. Las ninfas princesas que duermen en las cápsulas no tienen todas la misma edad, porque está en el interés de las abejas que los reales nacimientos se sucedan a medida que ellas vayan resolviendo si debe, salir un segundo y hasta un tercer enjambre de la colmena.
Desde hace algunas hace algunas horas han ido adelgazando gradualmente las paredes de la cápsula madura, y después la joven reina que roía el interior y al mismo tiempo la redondeada tapa muestra la cabeza, sale a medias de la celda, y ayudada por las guardianas que acuden, la cepillan, la limpian y la acarician, se desprende y da sus primeros pasos sobre el panal. Como las obreras que acaban de nacer, está pálida y vacilante, pero al cabo de unos diez minutos afírmansele las piernas, e inquieta, comprendiendo que no está sola, que tiene que conquistar su reino, que hay ocultas pretendientes en las cercanías, recorre, las murallas de cera en busca de sus rivales. Aquí intervienen la cordura, las decisiones misteriosas del instinto, del espíritu de la colmena y de la asamblea de las obreras. Lo más sorprendente, cuando se sigue con la mirada en una colmena de cristales, la marcha de esos acontecimientos, es que jamás se observa la menor vacilación, la más mínima división.
No se halla señal alguna de discordia o de discusión. Reina exclusivamente una unanimidad preestablecida, tal es la atmósfera de la ciudad y cada abeja parece saber de antemano lo que han de pensar las demás. Sin embargo, el momento es uno de los más graves para ellas: aquel es, hablando con propiedad, el minuto vital de la ciudad. Deben elegir entre tres o cuatro partidos que, tendrán consecuencias lejanas, totalmente distintos y que una pequeñez puede hacer funestos. Tienen que conciliar la pasión en el deber innato de la multiplicación de la especie con la conservación de la casta y sus vástagos. Algunas veces se equivocan, lanzan sucesivamente tres o cuatro enjambres que debilitan por completo la ciudad madre y que, demasiado débiles también para organizarse lo bastante, pronto, sorprendidos por nuestro clima que no es el suyo de origen, del que las abejas conservan el recuerdo a pesar de todo, sucumben a la entrada del invierno. Son víctimas, entonces, de lo que se llama la «fiebre de la enjambrazón» que es, como la fiebre común, una especie de reacción demasiado ardiente de la vida, reacción que va más allá de su objeto, cierra el círculo y encuentra la muerte.
V
Ninguna de las resoluciones que van a tomar parece imponerse, y si el hombre permanece como simple espectador, no puede prever la que elegirán. Pero lo que demuestra que la elección es siempre razonada, es que el hombre puede influir en ella, hasta determinarla, modificando ciertas circunstancias, disminuyendo o aumentando, por ejemplo, el espacio que, acuerda, sacando panales llenos de miel para substituirlos con panales, vacíos pero provistos de celdas de obreras.
Trátase, pues, no de que sepan si han de lanzar en seguida un segundo o un tercer enjambre, podría decirse que eso no era más que una resolución ciega, que obedeciera a los caprichos o las incitaciones aturdidas de una hora favorable, trátase de que tomen al instante y por unanimidad medidas que, las permitan lanzar el segundo enjambre tres o cuatro días después del nacimiento de la primera, reina, y el tercero tres días después de la salida de la reina joven a la cabeza del segundo enjambre. No puede negarse que aquí se encuentra todo un sistema, toda una combinación de previsiones, que abraza un espacio considerable de tiempo, sobre todo si se le compara con la brevedad de su vida.
VI
Estas medidas se refieren a la guardia de las jóvenes reinas, todavía amortajadas en sus caracoles de cera. Supongo ahora que las abejas consideran más sensato no lanzar el segundo enjambre. En este caso, aún son posibles dos partidos. ¿Permitirán a la primogénita de las vírgenes reales, a la que hemos visto nacer, que destruya a sus hermanas enemigas, o aguardarán que haya realizado la peligrosa ceremonia del «vuelo nupcial,» del que puede depender el porvenir de la nación ? A menudo autorizan la matanza, inmediata ; a menudo, también, opónense a ella, pero bien se comprende, que es difícil sacar en limpio si lo hacen previendo una segunda enjambrazón o los peligros del «vuelo nupcial,» porque más de una vez se ha observado que después de decretar la segunda enjambrazón, han renunciado bruscamente a ella, y destruido toda la descendencia predestinada, sea porque el tiempo se hubiera puesto propicio, sea por cualquier otra razón que, no podemos penetrar. Pero admitamos que hayan juzgado mejor renunciar a la enjambrazón, y aceptar los riesgos del «vuelo nupcial.» Cuando nuestra joven reina, impulsada por su deseo, se acerca a la región de las grandes cunas, la guardia se aparta a su paso. La soberana, presa de sus furiosos celos, se precipita sobre la primera cápsula que encuentra, y con patas y dientes se esfuerza por despedazar la cera. Lo consigue, arranca violentamente el capullo que tapiza la mansión, desnuda a la dormida princesa, y si su rival tiene ya formas determinadas, se vuelve, introduce el aguijón en la celda, y lo esgrime frenéticamente hasta que la cautiva sucumba a las heridas del arma ponzoñosa. Entonces se tranquiliza, satisfecha, con la muerte que pone, un limite misterioso al odio de todos los seres, envaina su aguijón, lánzase sobre otra cápsula y la abre, para pasar adelante si no encuentra en ella más que una larva o una, ninfa imperfecta, y no se detiene hasta el momento en que, sofocada, extenuada, sus uñas y sus dientes resbalan sin fuerza por las paredes de cera.
Las abejas que se hallan en torno contemplan su cólera sin tomar parte en ella, y se apartan para dejarle el campo libre; pero a medida que van quedando celdas perforadas y devastadas, acuden a ellas, sacan y arrojan fuera de la colmena el cadáver, la larva viva, aún en la ninfa violada, y se hartan ávidamente con la preciosa papilla real que llena el fondo del alvéolo. Luego, cuando su reina, rendida, abandona su furor, ellas mismas acaban la matanza de los inocentes, y la raza y las casas soberanas desaparecen.
Esta, junto con la ejecución de los machos, más disculpable por otra parte, es la hora horrible de la colmena, la única en que las obreras permiten que la discordia y la muerte invadan sus mansiones. Y como sucede a menudo en la Naturaleza, las privilegiadas del amor son las que atraen sobre ellas las flechas extraordinarias de la muerte violenta.
A veces, pero el caso es raro, porque las abejas toman precauciones para evitarlo, a veces nacen simultáneamente dos reinas. Entonces al salir de la cuna se traba el combate, inmediato y mortal, del que Huber fue el primero que señaló una particularidad bastante extraña: cada vez que, en sus ataques, ambas reinas cubiertas de coraza, se colocan en una posición tal que esgrimiendo el aguijón ambas se herirían recíprocamente diríase que como en los combates de la Ilíada, un dios o una diosa, que quizá sea el dios o la diosa de la raza, se interpone, y las guerreras, asaltadas por espantos concordantes, se separan y huyen, desaladas, para reunirse poco después y huir de nuevo si el doble desastre vuelve a amenazar el porvenir de su pueblo, lista que una, de ellas logra sorprender a su rival imprudente o torpe, y matarla sin peligro, porque la ley de la especie sólo exige un sacrificio.
VII
Después que la joven soberana ha destruido las cunas y muerto su rival, es aceptada, por el pueblo, y ya no le falta, para reinar verdaderamente y verse tratada como lo era su madre, sino realizar el vuelo nupcial, pues las abejas no se ocupan de ella, y le rinden pocos homenajes mientras es infecunda. Pero, su historia suele ser a menudo menos sencilla, y las obreras renuncian rara vez a hacer un segundo enjambre.
En este caso, como en el otro, y llevada por el mismo objeto, se acerca a las celdas reales, pero en lugar de hallarse en ellas con criadas sumisas que la animen, tropieza con una guardia numerosa y hostil que le cierra, el paso. Irritada e impulsada por su idea fija, la reina, trata de forzar o burlar el bloqueo pero por todas partes encuentra centinelas que velan por las princesas dormidas. Se obstina, vuelve a la carga, se la rechaza cada vez más bruscamente, llega a maltratársela, hasta que comprende de una manera informe que aquellas pequeñas obreras representan una ley ante la que debe cederla otra qu la anima.
Aléjese, por fin, y su cólera no satisfecha se pasea de panal en panal, haciendo resonar en ellos el canto de guerra e el lamento amenaza, el que todo apicultor conoce, que asemeja el sonido de una trompeta argentina y lejana y que es tan poderoso en su debilidad enconada, que se oye, sobre todo de noche, a tres o cuatro metros de distancia a través de las dobles paredes de la colmena mejor cerrada.
Ese grito real tiene sobre las obreras una influencia mágica. Las sumerge en una especie de terror y de estupor respetuoso, y cuando la reina lo lanza sobre las celdas prohibidas, las guardias que la rodean y la tironean se detienen bruscamente, bajan la cabeza, y aguardan inmóviles a que, haya acabado de resonar. Créese también que, gracias al prestigio de ese grito, que imita el Esfinge Atropos, puede penetrar en las celdas en que se, harta de miel, sin que las abejas piensen en atacarla.
Durante dos o tres días, a veces hasta cinco, el ultrajado gemido vaga de esa manera y llama al combate a las pretendientes protegidas.
Estas se desarrollan entretanto, quieren ver la luz a su vez, y comienzan a roer las tapas de sus celdas. Un gran desorden amenaza a la república.
Pero el genio de la colmena, al tomar su decisión ha previsto todas sus consecuencias, y las guardianas bien instruidas, saben hora por hora lo que tienen que hacer para guardarse de las sorpresas de un instinto contrariado y para conducir a su objeto dos fuerzas opuestas.
No ignoran que si las reinas jóvenes que tratan de nacer lograran escaparse, caerían en manos de su hermana, mayor, invencible ya, que las destruiría una por una. Así, a medida que una de las emparedadas adelgaza interiormente las puertas de la torre, las obreras la cubren por el lado de afuera de una nueva capa de cera, y la impaciente se encarniza en su trabajo, sin sospechar que está royendo un obstáculo que renace, de sus ruinas. Al mismo tiempo se escuchan las provocaciones de la rival, y conociendo su destino y su deber real aun antes de haber podido lanzar una mirada a la existencia, y saber lo que es una colmena, la otra contesta heroicamente. desde el fondo de su cárcel. Pero como su grito tiene que atravesar las pared de una tumba, es muy diferente del de la reina, sofocado, cavernoso, y el criador de abejas que, se acerca al caer la tarde, cuando los ruidos se adormecen en la campiña y se eleva el silencio de las estrellas, o interroga la entrada de las ciudades maravillosas, reconoce y comprende lo que anuncia el diálogo de la virgen que vaga y de las vírgenes cautivas.
VIII
Esta prolongada reclusión es, por otra parte, favorable a las jóvenes abejas que salen de ella ya maduras, vigorosas y prontas para tender el vuelo. Además, la espera ha fortalecido a la reina libre, y la ha colocado en condiciones de afrontar los peligros del viaje. El segundo enjambre, o enjambre secundario abandona entonces la colmena, llevando a la cabeza a la primogénita, de las reinas.
Inmediatamente después de su salida, las obreras que han quedado en la colmena, dan libertad a una de las prisioneras, que repite las mismas mortíferas tentativas, lanza los mismos gritos de cólera, para abandonar la colmena a su vez, tres días más tarde, a la cabeza del tercer enjambre, Y así sucesivamente, en caso de fiebre de enjimbrazón, hasta el agotamiento completo de la ciudad madre.
Swammerdam cita una colmena que, con sus enjambres y los enjambres de sus enjambres, produjo treinta colonias en una sola estación.
Esta multiplicación extraordinaria se observa especialmente después de los inviernos desastrosos, como si las abejas, siempre en contacto con las voluntades secretas de la Naturaleza, tuvieran conciencia del peligro que amenaza a la especie. Pero en épocas normales esa fiebre es bastante rara en las colmenas fuertes y bien gobernadas. Muchas enjambran sólo una vez, algunas no enjambran siquiera.
Por lo común, después de la primera enjambrazón, las abejas renuncian a dividirse más, sea porque noten el debilitamiento excesivo de la casta, sea porque una perturbación del cielo les aconseje la prudencia.
Permiten entonces que la tercera reina asesine a las cautivas, y la vida ordinaria se reanuda, y reorganiza con tanto más ardor cuanto que casi todas, las obreras son muy jóvenes, la colmena está empobrecida y despoblada, y hay grandes vacíos que llenar antes del invierno.
IX
La salida del segundo y del tercer enjambres se parecen a la del primero, y todas las circunstancias son semejantes, salvo que en éstos las abejas son menos numerosas, la tropa menos circunspecta y sin exploradores, y que la joven reina, virgen, ardiente y ligera, vuela mucho más lejos, y desde la primer etapa arrastra a su gente a gran distancia de la colmena. Agréguese que esta segunda y tercera emigración son mucho más temerarias, y que la suerte de esas colonias errantes es bastante azarosa. No tienen a su cabeza, representando el porvenir, más que una reina infecunda. Todo su destino depende del vuelo nupcial que va a realizarse. Un pájaro que pase, unas gotas de lluvia, un viento frío, un error, pueden provocar un desastre sin remedio. Las abejas lo saben tan bien que, una vez encontrado el abrigo, a pesar de su fidelidad ya sólida a su morada de un día, a pesar de los trabajos comenzados, a menudo lo abandonan todo para acompañar a la joven soberana que sale en busca de su amante, para no apartar los ojos de ella, para envolverla y velarla con millares de alas abnegadas, o perderse con ella cuando el amor la arrastra tan lejos de la nueva colmena que, el camino todavía inusitado del regreso vacila y se dispersa en todas las memorias
X
Pero la ley del porvenir es tan poderosa que ninguna abeja titubea ante estas incertidumbres y estos peligros de muerte. El entusiasmo de los enjambres, secundarios y terciarios es igualar el primero. Cuando la ciudad madre ha tomado su decisión, cada una de las jóvenes reinas peligrosas encuentra una bandada de obreras que siguen su fortuna y la acompañan en ese viaje en que hay muchísimo que perder y nada que ganar si no es la esperanza de satisfacer un instinto. ¿Quién les da esa energía, que nosotros no tenemos jamás para romper pasado como con un enemigo? ¿ Quién elige entre la multitud las que deben partir, y quién designa las que han de quedar? No se va, ni se queda tal o cual otra clase, aquí las más jóvenes, allá las más viejas: alrededor de cada reina que, ya no ha devolver, se amontonan recolectoras muy viejas junto con obreritas que, afrontan por primera vez el vértigo del espacio.
No es tampoco el azar, la ocasión, el impulso o el desaliento que dan una idea, un sentimiento o un instinto, lo que aumenta o reduce la fuerza, proporcional de un enjambre. Muchas veces ni he puesto a valuar la relación del número de las abejas que lo componen y el de las que. se quedan, y aunque las dificultades del experimento no permitan alcanzar una precisión matemática, he podido comprobar que esa relación, si se tienen en cuenta los huevecillos, es decir, los nacimientos próximos, es lo bastante constante, para hacer suponer un verdadero y misterioso cálculo por parte, del genio de la colmena.
XI
No seguiremos las aventuras de esos enjambres. Son numerosas y a menudo complicadas. A veces dos enjambres, se mezclan; otras, en el zafarrancho de la partida, dos o tres de las reinas prisioneras escapan a la vigilancia de las guardianas y se unen al racimo que se, forma. A veces, también, una de las jóvenes reinas, rodeada de macho, aprovecha el vuelo del enjambre para, hacerse fecundar, y arrastra entonces a todo su pueblo a una altura y una distancia extraordinarias. En la práctica de la apicultura, siempre se devuelven a la colmena madre esos enjambres secundarios y terciarios. Las reinas se vuelven a encontrar en la colmena, las obreras forman círculo en torno de sus combates, y cuándo la mejor ha triunfado, enemigas del desorden, ávidas de trabajo, arrojan fuera los cadáveres, cierran la puerta a las violencias del porvenir, olvidan el pasado, suben a las, celdas y vuelven a tomar el tranquilo sendero de las flores que las aguardan.
XII
Para simplificar nuestro relato reanudemos donde habíamos interrumpido la historia de la reina a quien las abejas permitieron asesinar a las hermanas en sus cunas. Ya he dicho que a menudo se, oponen a estas matanzas, aun cuando no parezcan abrigar la intención de lanzar un segundo enjambre. A menudo, también, las autorizan, porque el espíritu político de las colmenas es tan diverso como el de las naciones humanas de un mismo continente. Pero lo cierto es que al autorizarlas cometen una imprudencia. Si la reina perece o se extravía en el vuelo nupcial, no queda quien la reemplace, y las larvas de obreras han pasado ya la edad de la regia transformación. Pero, en fin, la imprudencia, está cometida, y he aquí a la primer nacida, soberana única y reconocida en el pensamiento del pueblo. Sin embargo, todavía está virgen.
Para que llegue, a ser semejante a la madre a quien reemplaza, es necesario que se encuentre con el macho dentro de los veinte, primeros días que siguen a su nacimiento. Si, por cualquier causa, este encuentro se retarda, la virginidad de la reina se hace irrevocable. Sin embargo, ya lo hemos dicho, aunque sea virgen no es estéril. Aquí nos encontramos con la gran anomalía, la precaución o el capricho sorprendente de la Naturaleza que se llama la partenogénesis, y que es común a cierto número de insectos, los Pulgones, los Lepidópteros del género Psiquis, los Himenópteros de la tribu de los Cinípedos, etc. La reina virgen es, pues, capaz de poner como si hubiera sido fecundada, pero de todos los huevos que ponga, en las celdas grandes o en las pequeñas, no nacerán sino machos y como los machos no trabajan nunca, como viven a costa de. las hembras, como ni siquiera van a saquear las flores por su propia cuenta y no pueden proveer a su alimentación, al cabo de algunas semanas después de la muerte de las últimas obreras extenuadas, sobreviene la ruina y el aniquilamiento total de la colonia.
De la virgen saldrán millares de machos, y cada uno de los machos poseerá millones de esos espermatozoarios, ninguno, de los cuales ha podido penetrar en su organismo. No es esto más sorprendente, si se quiere, que mil otros fenómenos análogos, porque al cabo de poco tiempo, cuando uno trata de resolver estos problemas, especialmente, los de la generación, en que lo maravilloso y lo inesperado brotan por todas partes y mucho más abundante, mucho más humanamente, sobre todo, que en las cuentos de hadas más milagrosos, la sorpresa es tan habitual que no se tarda en perder la noción de ella. Pero el hecho no es menos curioso sin embargo. Por otra parte, ¿cómo poner en claro el objeto de la Naturaleza al favorecer de ese modo a los machos, tan funestos, en detrimento de las obreras, tan necesarias? ¿Temo que la inteligencia de las obreras las incline, a reducir más de lo conveniente el número de esos parásitos ruinosos pero indispensables para el mantenimiento de la especie? ¿Es ello una reacción exagerada contra la desdicha de la reina infecunda? ¿Es una, de las precauciones demasiado violentas y ciegas que no ven la causa del mal, ultrapasan el remedio, y para precaver un accidente enojoso provocan una catástrofe? En la realidad, pero no olvidemos que, esa realidad no es en absoluto la realidad natural y primitiva, porque en el bosque, originario las colonias debían estar mucho más, dispersas que ahora, en la realidad, cuando una reina permanece infecunda, no es jamás por falta de machos, que son siempre numerosos y acuden de muy lejos. Será, más bien, que el frío o la lluvia la detengan demasiado tiempo en la colmena, y más a menudo aún, que sus alas imperfectas no le permitan levantar el gran vuelo que exige el órgano del zángano. Sin embargo, la Naturaleza, sin tener en cuenta estas causas, más reales, se, preocupa apasionadamente de la multiplicación de los machos. Desbarata otras leyes más para obtenerlos y suele encontrarse en las colmenas huérfanas, dos o tres obreras apremiadas por un deseo tal de mantener la especie, que a pesar de sus ovarios atrofiados, se esfuerzan por poner, ven que sus órganos se dilatan un tanto bajo el imperio de sus exasperado sentimiento, y logran depositar algunos huevos; pero de esos huevos, como de los de la virgen madre, sólo salen machos. Aquí sorprendemos en plena intervención una voluntad superior, pero quizá imprudente, que contraría de un modo irresistida. Semejantes intervenciones son demasiado frecuentes en el mundo de los insectos. Es curioso estudiarlas.
Como ese mundo es más poblado, más complejo que los otros, a menudo se ven mejor en él ciertos designios de la Naturaleza, a quien se sorprende en medio de experimentos que podrían considerarse no concluidos.
Tiene, por ejemplo, un gran deseo general que manifiesta en todas partes: el mejoramiento de la especie por el triunfo del más fuerte.
Por lo común, la lucha está bien organizada. La hecatombe de los débiles es enorme, y poco importa que la recompensa del vencedor sea, eficaz y segura. Pero hay casos en que se diría que no ha tenido tiempo de desenredar su combinación en sí, en que la recompensa es imposible, en que la suerte del vencedor es tan funesta como la de los vencidos.
Y para no abandonar nuestras abejas, no conozco nada más notable a este respecto que la historia de los triongulinos del Sitaris Colletis. Se verá por lo demás, que varios detalles de esa historia no son tan extraños a la del hombre como pudiera creerse.
Esos triongulinos son las larvas primarias de un parásito propio de tina abeja salvaje, obtusilingua y solitaria, la Colleta, que construye su nido en galerías subterráneas. Espían a la abeja a la entrada de esas galerías, y en número de tres, cuatro, cinco y a veces más, se prenden a sus pelos, y se le instalan sobre la espalda. Si la lucha de los fuertes contra los débiles se, realizara en ese momento, no habría lugar a nada, y todo pasaría de acuerdo con la ley universal. Pero, no se sabe, por qué, su instinto quiere, y por consiguiente la Naturaleza ordena, que se mantengan quietos, mientras permanecen en la espalda de la abeja. En tanto que ésta visita las flores, edifica y provee las celdas, aguardan pacientemente su hora. Pero, apenas se ha puesto el huevo, todos, saltan encima y la inocente Colleta cierra cuidadosamente la celda bien provista de víveres, sin sospechar que encierra al propio tiempo en ella la muerte de su prole.
Una vez cerrada la celda, el inevitable y salvador combate de la selección natural comienza al punto entre- los triongulinos, en torno del único huevo. El más fuerte, el más diestro toma a su adversario por la juntura de la coraza, lo levanta sobre su cabeza en las mandíbulas, y lo mantiene así durante horas enteras, hasta que expira, pero, durante la lucha, otro triongulino que ha quedado solo, o que ya ha vencido a su rival, se apodera del huevo y comienza a comérselo. Es necesario, pues, que el último vencedor triunfe de ese nuevo enemigo, lo que le es fácil, porque el triongulino que satisface su hambre prenatal, está prendido a su huevo con tanta obstinación que no piensa en defenderse.
Lo mata, por fin, y el otro se encuentra solo en presencia del huevo tan precioso y tan bien ganado. Hunde ávidamente la cabeza en la abertura practicada por su antecesor, y emprende la larga comida que ha de transformarlo en insecto perfecto y proveerlo de las herramientas necesarias para salir de la celda en que está secuestrado. Pero la Naturaleza, que quiere la prueba de la lucha, ha calculado, por otra parte, el premio del triunfo con una precisión tan avara, que un huevo entero basta apenas para la alimentación de un triongulino. «De manera dice Tal Mayet, a quien debemos el relato de estas desconcertantes desventuras de manera que a nuestro vencedor le falta todo el alimento que su postrer enemigo absorbió antes de morir, e incapaz de soportar la primera muda, muere a su vez, queda suspendido a la piel del huevo, o va a aumentar en el azucarado líquido, el número de los ahogados.
XIII
Este caso, aunque rara, vez se presente tan claro, no es único en la historia natural. Vese en él al desnudo, la lucha entre la voluntad consciente del triongulino que quiere vivir y la voluntad obscura y general de la Naturaleza, deseosa también de que viva y hasta de que fortifique y mejore su vida, más de lo que su propia voluntad lo impulsaría a hacerlo. Pero por una inadvertencia extraña, el mejoramiento impuesto suprime la vida misma del mejor, y el Sitaris Colleti, hubiera desaparecido desde hace mucho, si algunos individuos aislados por una casualidad contraria a las intenciones de la Naturaleza, no escaparan a la excelente y previsora ley que por todas partes exige el triunfo de los más fuertes.
Ocurre, pues, que la gran potencia que nos parece inconsciente, pero necesariamente sabia, puesto que, la vida que organiza y sostiene, le da siempre, la razón, ¿ocurre, pues, que cometa errores? Su razón suprema, que invocamos cuando hemos tocado a los límites de la nuestra, ¿tiene, también sus desfallecimientos? Y si los tiene, ¿quién los corrige?
Pero volvamos a su intervención irresistible cuando toma la forma de partenogénesis. Y no olvidemos que estos problemas, planteados en un mundo que, parece tan lejano del nuestro, nos tocan muy de cerca.
En primer lugar, es probable, que en nuestro propio cuerpo, que tanto nos envanece, las cosas pasen de la misma manera. La voluntad o el espíritu de la Naturaleza, al operar en nuestro estómago, nuestro corazón es la parte inconsciente de nuestro cerebro, no debe diferir en nada del espíritu o de la voluntad que ha puesto en los animales más rudimentarios, las plantas y los mismos minerales. Además, ¿quién se atrevería a afirmar que, no se producen jamás en la esfera consciente del hombre., intervenciones más secretas pero no menos peligrosas? En el caso que nos ocupa, ¿quién tiene razón, en resumidas cuentas, la Naturaleza o la abeja? ¿Qué sucedería si ésta, más dócil o más inteligente, comprendiendo demasiado bien el deseo de la Naturaleza, la siguiera hasta el extremo, y, puesto que exige imperiosamente machos, multiplicara éstos hasta lo infinito? ¿No correría, el riesgo de destruir su especie? ¿Debe creerse que hay intenciones de la Naturaleza que es peligroso comprender y funesto seguir con tanto ardor, y que uno de sus deseos os el de que no se penetren y se sigan todos esos deseos?
¿No es ese, quizá, uno de los peligros que corre la raza humana? También sentimos en nosotros fuerzas inconscientes que quieren todo lo contrario de lo que nuestra inteligencia reclama. ¿Es bueno que esa inteligencia, que, por lo común, después de haber girado en torno de sí misma, ya no sabe dónde ir, es bueno que reúna sus fuerzas y les añada su peso inesperado?
XIV
¿Tenernos derecho de deducir del peligro de la partenogénesis que la Naturaleza, no siempre sabe proporcionar los medios, al objeto, que lo que trata de mantener se mantiene a veces merced a otras precauciones que ha tomado contra esas precauciones mismas, y a menudo también por circunstancias extrañas que no ha previsto en manera alguna?
Pero, ¿ trata de mantener algo? La Naturaleza, se dirá, es una palabra con que cubrimos, lo incognoscible, y pocos hechos decisivos autorizan a atribuirle un objeto y una inteligencia. Es verdad. Aquí estamos manejando los vasos herméticamente cerrados que amueblan nuestra concepción del Universo. Para no poner invariablemente sobre ellos la inscripción desconocida que desalienta o impone silencio, les grabamos, según su forma y su tamaño, las palabras «Naturaleza», «Vida», «Muerte», «Infinito», «Selección», «Gen de la especie», y muchos otros, así como los que nos precedieron habíanles puesto los nombres de «Dios», «Providencia», «Destino», «Recompensa», etc. Eso, si se quiere y nada más. Pero si su interior permanece obscuro, por lo menos hemos ganado esto: que siendo la inscripción menos amenazadora, podemos acercarnos a los vasos, tocarlos, aplicarles el oído con saludable curiosidad.
Pero, cualquier nombre que se le ponga, lo cierto es que uno de esos vasos, el más grande, el que lleva al costado la palabra «Naturaleza », encierra una fuerza muy real, la más real de todas, y que sabe mantener sobre nuestro globo una cantidad y una calidad de vida, enorme y maravillosa, por medios tan ingeniosos que, puede decirse sin exageración, ultrapasan cuanto el genio del Hombre sería capaz de organizar. Esta cantidad y esta, calidad, ¿se mantendrían por otros medios? ¿ Nos engañamos cuando creemos ver precauciones en aquello en que quizá no haya más que un azar afortunado que sobrevive a un millón de desgraciadas casualidades.
XV
Puede ser; pero esas casualidades afortunadas nos dan, entonces, lecciones de admiración que igualan a las que hallaríamos más arriba de la casualidad. No nos limitemos a mirar los seres que tienen una chispa de inteligencia o de conciencia y que pueden luchar contra las leyes ciegas, no nos inclinemos siquiera, sobre los primeros representantes nebulosos. del reino animal que comienza: los Protozoarios. Los experimentos del célebre, mieroscopista M. H. J. Carter, F. R. S., demuestran, en efecto, que ya en embriones tan ínfimos como los mixomicetes, se manifiestan una voluntad, deseos y preferencias ; que se notan movimientos de astucia en infusorios privados de todo organismo aparente, tales como el Amaeba que espía con disimulado, paciencia a las jóvenes Acinetas a la salida del ovario materno, porque sabe que en ese momento no tienen todavía tentáculos venenosos. Ahora bien, el Amaeba no posee ni sistema, nervioso ni órgano de especie, alguna que se pueda observar. Vamos directamente a los vegetales que son inmóviles y parecen sometidos a todas las fatalidades, y sin detenernos en las plantas carnívoras, en las Droseras, por ejemplo, que obran realmente como los animales, estudiemos más bien el genio que despliegan algunas de nuestras flores, las más sencillas, para que la visita de una abeja traiga consigo, inevitablemente, la fecundación cruzada que, les es necesaria. Veamos el juego milagrosamente combinado del rostellum, de los retináculos, de la adherencia y la inclinación matemática y automática de las polinias en el Orchis Morio, la humilde orquídea de nuestras comarcas*; desmontemos la doble báscula infalible de las anteras de la salvia, que acaban de tocar en tal sitio del cuerpo al insecto que la visita, para que a su vez toque en tal sitio preciso el estigma de una flor vecina; sigamos también los movimientos sucesivos y los cálculos del estigma de la Pediculariss Sylvatica; veamos cómo, a la entrada, de la abeja, todos los órganos de esas tres flores se ponen en Acción, como esos mecanismos complicados que suelen verse en las ferias de nuestras aldeas, y que se ponen en movimiento apenas un tirador hábil ha hecho mosca, en el blanco.
* Imposible es dar aquí el detalle de ese lazo maravilloso descrito por Darwin.En seguida va una síntesis grosera: en la Orchis Morio el polen no es pulverulento, sino aglomerado en pequeñas masas llamadas polinias. Cada una de esas masas- son dos,- termina en su extremidad inferior en un disco vicioso (el rectináculo), encerrado en una especie de saco membranoso (el rostellum) que el menor contacto hace estallar. Cuando una abeja se posa sobre la flor, su cabeza, al adelantarse para chupar el néctar, roza el saco membranoso que se desgarra y deja descubiertos los dos discos viscosos. La polinias, gracias a la liga de los discos, se pegan a la cabeza, del insecto, que al dejar la flor, se las lleva como dos cuernos bulbosos. Si esos dos cuernos cargados de polen permanecieran derechos y rígidos en el momento en que la abeja penetra en una orquídea vecina, no harían más que tocar y hacer estallar el saco membranos de la segunda flor, pero no alcanzaría al estigma u órgano hembra que se trata de fecundar, y que se halla situado debajo del saco membranoso. El genio de la Orchis Morio ha previsto la dificultad, y al cabo de treinta segundos, es decir, en le escaso tiempo que el insecto necesita para acabar de chupar el néctar y trasladarse a orta flor, eltallo de la pequeña masa se seca y se contrae, siempre del mismo lado y en el mismo sentido; bulbo que contiene el polen se inclina, y su grado de inclinación ésta calculado de manera que el instante en que la abeja entre en la flor vecina, se hallará precisamente al nivel del estigma sobre el cual debe derramar su fecundación polvillo. (Ver, para todos los detalles de este drama íntimo del mundo inconsciente de las flores, el admirable estudio de Charles Darwin: De la fecundación de las orquídeas por los insectos, y de los buenos efectos de la cruza, 1862)
" Podríamos descender más abajo aún, mostrar como lo ha hecho Ruskin en sus Ethics of the Dust, las costumbres, el carácter y las astucias de los cristales, sus querellas, lo que hacen cuando un cuerpo extraño va a trastornar sus planos, que en sus más antiguos de cuanto nuestra imaginación puede concebir, su manera de admitir o de rechazar un enemigo; la victoria posible, del más débil sobre el más fuerte, por ejemplo, el Cuarzo todopoderoso que, cede cortésmente al humilde y cazurro Epídoto, y que le permite subírsele encima, la lucha, ora horrorosa, ora magnífica del cristal de roca con el hierro, la expansión regular, inmaculada, y la pureza intransigente de tal trozo hialino que rechaza de antemano toda mancha, y el crecimiento enfermizo, la inmoralidad evidente de su hermano, que las acepta y se retuerce miserablemente, en el vacío; podríamos invocar los extraños fenómenos de cicatrización y de reintegración cristalina, dé que habla Claudio Bernard, etc. Pero esos misterios nos son demasiado extraños. Limitémonos a las flores, últimas figuras de una vida que aún tiene alguna relación con la nuestra. Ya no se trata de animales, de insectos a los que atribuyamos una voluntad inteligente y particular por cuyo medio subsisten. Con razón o sin ella no les atribuimos ninguna. En todo caso no podemos encontrar en ellas la menor señal de los órganos en que pacen y se ubican por lo común la voluntad, la inteligencia, la iniciativa de una acción. Por consiguiente, lo que obra en ellas de una manera tan admirable procede directamente de lo que en otras partes llamamos: la Naturaleza. Ya no se trata de la inteligencia del individuo, sino de la fuerza inconsciente e indivisa que tiende lazos a otras formas de ella misma. ¿Induciremos que esos lazos sean otra cosa que simples accidentes fijados por una rutina Accidental también? No tenemos todavía derecho para ello. Puede decirse que, si les hubiesen faltado esas milagrosas combinaciones, esas flores no hubieran sobrevivido, pero que otras, que no necesitaran de la fecundación cruzada, las hubieran reemplazado sin que nadie notara la no existencia de las primeras, sin que la vida que ondula sobre la tierra nos hubiera parecido menos incomprensible, menos diversa y menos sorprendente...
XVI
Y, sin embargo, difícil sería no reconocer que ciertos actos con todo el aspecto de actos de prudencia y de inteligencia, provocan y mantienen las casualidades afortunadas. ¿De dónde emanan? ¿Del sujeto mismo, e de la fuerza de que saca la vida? No diré: «poco, importa» al contrario: nos importaría inmensamente saberlo. Pero mientras no lo sepamos, ya sea la flor la que se esfuerce por mantener y perfeccionar la vida que la Naturaleza ha puesto en ella, ya sea la Naturaleza la que haga esfuerzos para mantener y mejorar la parte de existencia que ha tomado la flor, ya sea, por último, el azar, quien acabe por organizar al azar, una multitud de apariencias nos invita a creer que algo igual a nuestros más elevados pensamientos, surge por instantes de un tesoro común que tenemos que admirar sin que se encuentra.
Suele parecernos que de ese tesoro común surge un error. Pero, aunque sepamos muy pocas cosas, muchas veces tenemos que, reconocer que, ese error es una acto de prudencia que ultrajosa el alcance de nuestras primeras miradas. Hasta en el pequeño círculo que abarcan nuestros ojos, podemos descubrir que si la Naturaleza parece equivocarse aquí, es porque juzga conveniente corregir allí una inadvertencia presumida. Ha colocado las tres flores de que hablábamos, en condiciones tan difíciles que no pueden fecundarse por si mismas, pero juzga provechoso, sin que profundicemos por qué, que esas tres flores se hagan fecundar por sus vecinas, y el genio que no ha mostrado a la derecha lo manifiesta a la izquierda, activando la inteligencia de sus víctimas. Los rodeos de este genio continúan inexplicables, para nosotros, pero su nivel sigue siendo el mismo. Parece descender a un error, admitiendo que sea posible un error, pero se eleva inmediatamente, en el órgano encargado de repararlo. A cualquier parte que nos volvamos domina nuestras cabezas. Es el océano circular la inmensa sábana de agua sin medida de profundidad, sobre la cual nuestras ideas, más audaces y más independientes no serán jamás sino sumisas burbujas.
Hoy le llamamos la Naturaleza; quizá mañana le encontremos otro nombre, más terrible o más dulce. Entretanto, reina a la vez y con espíritu igual, sobre la vida y sobre la muerte, y procura a las dos hermanas irreconciliables las armas magníficas o familiares que trastornan y ornamentan su seno.
XVII
En cuanto a saber si toma precauciones para conservar lo que se agita en su superficie, o si hay que cerrar el más extraño de los círculos diciendo que lo que se agita en su superficie toma precauciones contra el mismo genio que lo hace vivir, son cuestiones reservadas. Imposible nos es conocer si una, especie ha, sobrevivido a pesar de los cuidados peligrosos de la voluntad superior, independientemente de ellos, o si lo ha conseguido merced a ellos únicamente.
Todo lo que podemos comprobar es que tal especie subsiste, y que, por consiguiente, la Naturaleza parece tener razón sobre este punto. Pero ¿quién nos dirá cuántas otras, que no hemos conocido cayeron víctimas de su inteligencia olvidadiza o inquieta? Todo lo que nos es dado comprobar aún, son las formas sorprendentes, y a veces enemigas que toma, ya, en la inconsciencia absoluta, ya en una. especie de conciencia el fluido extraordinario que llamamos vida, que nos anima conjuntamente con todo lo demás, y que es precisamente lo que produce nuestros pensamientos que lo juzgan y nuestra vocecita que se esfuerza por hablar de ello.
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LIBRO QUINTO
El vuelo nupcial.
I
Veamos ahora cómo se produce la fecundación de la reina abeja.
En esto, también, la Naturaleza, ha tomado medidas extraordinarias para favorecer la unión de machos y hembras nacidos de castas diferentes; ley extraña que nada la obligaba a establecer, capricho o quizá inadvertencia inicial cuya corrección gasta las fuerzas más maravillosas de su actividad.
Es probable que si hubiera empleado en asegurar la vida, atenuar el sufrimiento, dulcificar la muerte, alejar las casualidades horribles, la mitad del genio que prodiga en torno de la fecundación cruzada y de algunos otros deseos arbitrarios, el Universo nos hubiera ofrecido un enigma menos incomprensible, menos lastimoso que el que tratamos de penetrar. Pero no en lo que hubiera podido ser, sino en lo que es, conviene beber nuestra conciencia y el interés que hacia la vida tenemos.
En torno de la reina virginal, y viviendo con ella entre la muchedumbre de la colmena, se agitan centenares de machos exuberantes, siempre ebrios de miel, cuya única razón de ser es un acto de amor.
Pero, a pesar del contacto incesante de dos inquietudes que en todas partes derriban todos los obstáculos, la unión nunca se opera en la colmena, y jamás se ha logrado fecundar una reina cautiva*. Los amantes que la rodean ignoran lo que ella es mientras permanece en medio de ellos. Sin sospechar que acaban de dejarla, que dormían con ella sobre los mismos panales, que quizá la hayan atropellado en su salida impetuosa, van a pedirla al espacio, en los ámbitos más recónditos del horizonte. Diríase que los ojos admirables, que adornan su cabeza entera como un casco flamígero, no la conocen ni la desean sino cuando se ciernen en el azul del cielo. Todos los días, de las once a las tres, cuando la luz está en todo su esplendor, y sobre todo cuando el Mediodía despliega hasta los confines del cielo sus grandes alas azules para atizar las llamas, del sol, su horda emponchada se lanza en busca de la espesa que en leyenda alguna de princesas inaccesibles, puesto que veinte o treinta tribus la rodean, acudidas de todas las ciudades del contorno, para formarlo un cortejo de más de diez mil pretendientes, y puesto que uno solo, entre esos diez mil, será el elegido para un único beso de un solo minuto, que lo desposará con la muerte al mismo tiempo que con la dicha, mientras los demás vuelan, inútiles, en torno de la enlazada pareja, y perecerán bien pronto, sin volver a ver la aparición prestigiosa y fatal.
*El profesor Mc Lain ha logrado hace poco fecundar artificialmente algunas reinas, pero mereced a una verdadera operación quirúrgica, delicada y complicada. Además la fecundación de dichas reinas fue limitada y efímera.
II
No exagero esta sorprendente y loca prodigalidad de la Naturaleza.
En las mejores colmenas cuéntanse por lo general de cuatrocientos a quinientos machos. En las degeneradas o más débiles, se encuentran a menudo cuatro y cinco mil, porque cuanto más se acerca una colmena a la ruina más machos produce. Puede decirse, tomando un término medio, que un colmenar compuesto de diez colonias, disemina por los aires, en un momento dado, un pueblo de diez mil zánganos, de los que sólo diez o quince tendrán la fortuna de realizar el único acto para el que han nacido.
Entretanto agotan las provisiones de la ciudad, el trabajo de cinco o seis obreras apenas basta para alimentar la ociosidad voraz y glotonería de cada uno de esos parásitos, que lo único infatigable que tienen es la boca. Pero la Naturaleza siempre es magnífica cuando se trata de las funciones y de los privilegios del amor. Sólo mezquina los órganos e instrumentos de trabajo. Es especialmente agria con todo lo que los hombres han llamado virtud. En cambio no se detiene a contar ni las joyas ni los favores que siembra en el camino de los amantes que menos interés ofrecen. Por todas partes grita: «Unías, multiplicas, no hay otra ley, no hay otro objeto que el amor», aunque sea para agregar en voz baja: «Y durada después, si podéis, que eso a mí no me incumbe ya.» Por más que se haga, por más que, se quiera otra cosa,, en todas partes se tropieza, con esta moral tan distinta de la nuestra. Considerad otra vez, en esos mismos pequeños seres, su avaricia injusta y su fausto insensato. Desde, que nace hasta, que muere, la austera recolectora tiene que ir allá lejos, a la más intrincada maleza, en busca de las flores que se ocultan. Debe descubrir en los laberintos de los nectarios, en las sendas secretas de las anteras, la escondida miel y el oculto polen. Sin embargo, sus ojos, sus órganos olfatorios, son ojos, órganos de inválido junto a los de los machos. Aunque éstos fueran casi ciegos y estuviesen privados de olfato no sufrirían nada, apenas si comprenderían.
No tienen nada que hacer, ninguna presa que perseguir. Se les ofrece el alimento preparado va, y pasan la vida sorbiendo miel de los mismos panales, en la obscuridad de la colmena. Pero son los agentes del amor y a los dones más enormes y más inútiles se arrojan a manos llenas en el abismo del porvenir. Uno entre mil de ellos tendrá que descubrir, una vez en la vida, en lo profundo del azul del cielo, la presencia de la virgen real. Uno entre mil tendrá que seguir un instante por el espacio, la pista de la hembra que no trata de escapar. Basta con eso. La potencia parcial ha abierto hasta el extremo, hasta el delirio sus inauditos tesoros. A cada uno de esos amantes improbables, de los que novecientos noventa y nueve serán asesinados pocos días después de las bodas del milésimo, la Naturaleza le ha dado trece mil ojos de cada lado de la cabeza, cuando la obrera sólo tiene seis mil. Ha provisto sus antenas, según los cálculos de Cheshire, con treinta y siete mil ochocientas cavidades olfatorias, cuando la obrera no posee más que cinco mil. He ahí un ejemplo de la desproporción que se observa en todas partes poco más o menos lo mismo, entre los dones que acuerda al amor y los que regatea al trabajo, entre, el favor que, esparce sobre lo que da vuelo a la vida en un placer, y la indiferencia en que, abandona a quien se mantiene pacientemente en el afán. El que quisiera pintar con verdad el carácter de la Naturaleza, de acuerdo con esta clase de rasgos, haría de ella una figura extraordinaria, sin relación alguna con nuestro ideal que, sin embargo, debe proceder de ella también. Pero el hombre ignora demasiadas cosas para que pueda emprender ese retrato, en el que sólo acertaría a dibujar una gran sombra con dos o tres puntitos de indecisa luz.
III
Bien pocos, según creo, han violado el secreto dé las bodas de la reina abeja, que se realizan en los pliegues infinitos y deslumbrantes de un hermoso cielo. Pero es posible sorprender la partida vacilante de la novia, y el regreso mortífero de la desposada.
A pesar de su impaciencia, la soberana elige un día y una hora, y aguarda a la sombra de las puertas que una maravillosa mañana se extienda por el espacio nupcial, desde el fondo de las grandes urnas nacaradas. Prefiere el momento en que un poco de rocío humedece todavía con un recuerdo las hojas y las flores, en que la postrer frescura del alba desfalleciste lucha en su derrota con el ardor del día como una virgen desnuda en brazos de un robusto guerrero, en que el silencio y las rosas del mediodía que se acercan, dejan brotar todavía aquí y allí algún perfume de las violetas de la mañana, algún grito transparente de la aurora.
Aparece entonces en el umbral, en mediodía la indiferencia de las recolectoras que atienden a sus quehaceres, o rodeada de obreras enajenadas, según que deje o no deje hermanas en la colmena, o que, no sea posible reemplazarla. Tiende el vuelo retrocediendo, vuelve dos o tres veces a la tablita de arribo, y cuando ha señalado en su memoria el aspecto Y la posición exacta de su reino, que jamás había visto desde fuera, parte como tina flecha hacia el cenit. Así llega a las alturas, a una zona luminosa, que las demás abejas no afrontan en época alguna de su vida. A lo lejos, en torno de las flores en que flota su pereza, los machos han notado la aparición y aspirado el perfume magnético que se esparce de ámbito en ámbito hasta los vecinos colmenares. Inmediatamente las hordas se reúnen y se sumergen, siguiéndola, en el mar de júbilo cuyos límpidos límites van ensanchándose. Ella, ebria con sus alas y obedeciendo a la magnifica ley de la especie que le elige amante y quiere que sólo el más fuerte la alcance en la soledad del éter, sube, y sube, y el aire azul de la mañana se engolfa por primera vez en sus estigmas abdominales, y canta como la sangre del cielo en las mil raicillas ligadas a los dos sacos de la tráquea que ocupan la mitad de su cuerpo y se alimentan de espacio. Y sigue subiendo. Tiene que llegar a una región desierta ya no frecuentada por los pájaros que podrían perturbar el Misterio. Sube y sube, y ya la tropa desigual disminuye y se desgrana tras ella. Los débiles, los delicados, los viejos, los degenerados, los mal alimentados de las ciudades inactivas o pobres, renuncian a la persecución y desaparecen en el vacío. Ya sólo queda suspendido, en el ópalo infinito, un pequeño grupo infatigable. La reina pide un postrer esfuerzo a sus alas, y he ahí que el elegido de las fuerzas incomprensibles la alcanza, la ase, la penetra, y arrastrado por doble impulso, la espiral ascendente de su vuelo entrelazado, gira durante un segundo como un torbellino en el delirio hostil del amor.
IV
La mayoría de los seres tiene la idea confusa de que un azar muy precario, una especie de membrana transparente, separa la muerte del amor, y que el pensamiento profundo de la Naturaleza quiere que se muera en el momento en que se transmite la vida. Ese temor hereditario es probablemente lo que da tanta importancia al amor. Aquí, por lo menos, se realiza en toda su primitiva, sencillez esa idea cuyo recuerdo se cierne aún sobre el beso de los hombres. Apenas se ha realizado la unión, el vientre del macho se entreabre, el órgano se desprende arrastrando consigo la masa de las entrañas, las alas se cierran, y fulminado por el relámpago nupcial, el cuerpo vacío gira y cae en el abismo.
El mismo pensamiento que, hace poco, en la partenogénesis, sacrificaba el porvenir de la colmena a la multiplicación insólita, de los machos, sacrifica aquí el macho al porvenir de la colmena.
Este pensamiento asombra siempre; cuanto más se le interroga más disminuyen las certidumbres, y Darwin por ejemplo, para citar al que, entre todos los hombres: lo ha estudiado más apasionada y más metódicamente, Darwin, sin confesárselo por completo, pierde la serenidad a cada paso y se vuelva atrás ante lo inesperado y lo inconciliable.
Vedle si queréis asistir al espectáculo noblemente humillante del genio del hombre en lucha con la potencia infinita vedle tratar de discernir las leyes extrañas, increíblemente misteriosas o incoherentes de la esterilidad y la fecundidad de los híbridos, o las de la variabilidad de los caracteres específicos y genéricos. Apenas ha formulado un principio cuando lo asaltan innumerables excepciones, y muy pronto el principio, abrumado, se considera dichoso si encuentra asilo en un rincón, y conserva, a título de excepción, un pobre resto de existencia.
Es que en la hibridez, en la variabilidad (especialmente en las variaciones simultáneas, llamadas correlación de crecimiento) en el instinto, en los procedimientos de la competencia vital, en la selección, en la sucesión geológica y en la distribución geográfica de los seres organizados, en las afinidades mutuas, como en todo lo demás, el pensamiento de la Naturaleza es rebuscador y negligente, económico y derrochador, previsor y distraído, inconstante e inquebrantable, ágil e inmóvil, uno e innumerable, grandioso y mezquino en el mismo momento y en el mismo fenómeno. Tenía delante el campo inmenso y virgen de la sencillez, y lo puebla de pequeños errores, de pequeñas leyes contradictorias, de pequeños problemas difíciles que se extravían en la existencia como rebaños ciegos. Verdad es que todo esto pasa dentro de nuestro ojo, que sólo refleja una realidad apropiada a nuestra talla y a nuestras necesidades, y que nada nos autoriza a creer que la Naturaleza pierde de vista sus causas y sus resultados extraviados.
En todo caso, raro es que les permita ir demasiado lejos, acercarse a las regiones lógicas y peligrosas. Dispone de dos fuerzas que siempre tienen razón, y cuando los fenómenos ultrapasan ciertos límites, hace señas a la vida o á, la inerte, que acuden a restablecer el orden y trazar el camino con indiferencia.
V
Por todas partes nos escapa, desconoce la mayoría de nuestras reglas y hace pedazos todas nuestras medidas. A nuestra derecha está muy por debajo de nuestro pensamiento, pero he aquí que a la izquierda lo domina bruscamente como una montaña. En todo momento parece que se engaña, tanto en el mundo de sus primeros experimentos como en el de los últimos, quiero decir en el mundo del hombre. Sanciona en él el instinto de la masa obscura, la injusticia- inconsciente del número, la derrota de la inteligencia y de la virtud, la moral sin elevación que guía a la gran ola de la especie, y que es manifiestamente inferior a la moral que puede, concebir y desear el espíritu agregado a la pequeña ola más clara que remonta el río. Sin embargo, ¿no está bien que ese mismo espíritu se pregunte hoy si su deber no es buscar toda la verdad y por consiguiente tanto las verdades morales como las demás, dentro de esos casos, mejor que dentro de sí mismo, en que parecen relativamente tan claras y precisas?
No piensa en negar la razón y la virtud de su ideal consagrado por tantos héroes y sabios, pero a veces se dice que ese ideal puede haberse formado demasiado aparte de la masa enorme cuya belleza difusa pretende representar. Hasta aquí ha podido temer, con derecho, que adaptando su moral a la de la Naturaleza, aniquilaría lo que le parece la obra maestra de la Naturaleza misma. Pero, ahora que conoce algo mejor a ésta, ahora que algunas respuestas todavía obscuras pero de imprevista amplitud, le han hecho entrever un plan y una inteligencia más vastos que cuanto podía imaginar encerrándose en sí mismo, tiene menos temor, no siente tan imperiosamente la necesidad de su refugio de virtud y de razón particulares. Juzga, que lo que es tan grande, no podría enseñar a disminuirse. Desearía saber si no ha llegado el momento de someter a examen más juicioso sus principios, sus certidumbres y sus ensueños.
No piensa, lo repito, en abandonar su ideal humano. Lo mismo que en un principio lo disuade de ese ideal, le enseña a volver a él. La Naturaleza no podría dar malos consejos a un espíritu, para quien toda verdad, que no sea por lo menos tan alta como la verdad de su propio deseo, no parece lo bastante elevada para ser definitiva y digna del grandioso plan que se esfuerza por abarcar. Nada. cambia de sitio en su vida supo para subir con él y por mucho tiempo aún se dirá que sube, mientras se acerque a la antigua imagen del bien. Pero todo en su pensamiento se transforma con mayor libertad, y puede descender impunemente en su contemplación apasionada hasta amar, tanto como si fueran virtudes, las contradicciones más crueles y más inmorales de la vida, porque, tiene el presentimiento de que una multitud de valles sucesivos conducen a la meseta que espera. Esta contemplación y este amor no impiden que, buscando la certidumbre y aun cuando sus investigaciones lo lleven a lo opuesto de lo que ama, organice su conducta sobre la verdad más humanamente bella y se atenga a lo provisional más elevado. Todo lo que aumenta, la virtud bienhechora entra inmediatamente en su vida; todo lo que la empequeñecería queda en suspenso, como esas sales insolubles que no se como verán sino en el instante del experimento decisivo. Puede aceptar una verdad inferior, pero para obrar de acuerdo con esa verdad, aguardará, durante siglos si es necesario, a ver la relación que esa verdad debe tener con verdades lo bastante infinitas pasar a todas las demás.
En una palabra, separa el orden moral del orden intelectual, y sólo admite en el primero lo que sea más grande y más hermoso que antes.
Y si es vituperable separar estos dos órdenes, como se hace sobrado a menudo en la vida, para obrar menos bien de lo que se piensa; ver lo peor y seguir lo mejor, tender su acción por arriba de la idea, es siempre razonable y saludable, porque la experiencia humana nos permite esperar con mayor claridad cada día, que el pensamiento más elevado a que podamos alcanzar estará durante mucho tiempo aún por debajo de la misteriosa verdad que buscamos. Además, aunque nada de lo que antecede fuera verdad, siempre lo quedaría, la razón simple y natural para no abandonar todavía su ideal humano. Cuanta mayor fuerza se acuerda a las leyes que parecen proponer el ejemplo del egoísmo, de la injusticia Y de la crueldad, mayor se le da también, al mismo tiempo, a las que aconsejan la generosidad, la piedad, la justicia, porque desde el momento en que comienza a igualar y proporcionar metódicamente las partes que ha atribuido al Universo y a sí mismo, encuentra en estas últimas leyes algo tan profunda mente natural como en las primeras, desde que están inscriptas tan profundamente en él como las otras en todo cuanto le rodea.
VI
Remontémonos a las bodas trágicas de la reina. En el ejemplo que nos ocupa, la Naturaleza quiere, pues, en vista de la fecundación cruzada, que la unión del zángano y la reina abeja, sólo sea posible en pleno cielo. Pero sus deseos se mezclan como los hilos de una red, y sus leyes más caras tienen que, pasar sin tregua a través de las mallas de otras leyes, las que, un instante después, deberán pasar a su vez por entro las mallas de las primeras.
Habiendo poblado ese mismo cielo de innumerables peligros, vientos fríos, corrientes borrascas, vértigos, pájaros, insectos, gotas de agua que obedecen también a leyes invencibles, necesario es que tome sus medidas para que esa unión sea lo más breve posible. Lo es, gracias a la muerte fulminante del macho. Un abrazo basta, y la continuación del himeneo se realiza en el seno mismo de la esposa.
Desde las azuladas alturas baja ésta a la colmena mientras palpitan tras ella, como oriflamas, las desplegadas entrañas del amante.
Algunos apidólogos pretenden que ante este regreso lleno de promesas, las obreras manifiestan inmenso júbilo. Büchner, entre otros, pinta detalladamente el cuadro. He espiado muchas veces esos regresos nupciales y confieso que sin comprobar agitación insólita, alguna, fuera de los casos en que se trataba de una joven reina salida de un enjambre y que representaba la única esperanza de la ciudad recientemente fundada, y todavía desierta. Entonces todas las trabajadoras, enajenadas, se precipitan a su encuentro. Pero, por lo común, y aunque el peligro, que corre el porvenir de la nación sea a menudo muy grande, parece como que lo olvidaran. Todo lo habían previsto hasta el instante en que permitieron la matanza de las reinas rivales. Pero, llegadas ahí, su instinto se detiene; en su prudencia aparece una laguna.
Se las diría, pues, indiferentes. Alzan la cabeza, reconocen quizá el mortífero testimonio de la fecundación, pero, todavía recelosas, no manifiestan la alegría que, nuestra imaginación aguardaba. Positivas y lentas para la ilusión, esperan probablemente otras pruebas antes de regocijarse. No hay razón para tratar de hacer más lógicos y de humanizar hasta el extremo a esos pequeños seres tan diferentes de nosotros.
Con las abejas, como con los demás animales que llevan consigo un reflejo de nuestra inteligencia, rara vez se arriba a resultados tan precisos como los: que se describen en los libros. Demasiadas circunstancias permanecen desconocidas. ¿Por qué mostrarlas más perfectas de lo que son, diciendo lo que no es? Si algunos consideran que serían más interesantes si fuesen iguales a nosotros, es porque todavía no se forman una idea exacta de lo que debe despertar el interés de un espíritu sincero. El objeto del observador no es asombrar sino comprender, y tan curioso es señalar sencillamente las lagunas de una, inteligencia y todos los indicios de un régimen cerebral que difiere del nuestro, como relatar maravillas.
Sin embargo, la indiferencia no es unánime, y cuando la reina sofocada llega a la tablita de arribo, fórmanse algunos grupos que la acompañan al interior, en que el sol, héroe de todas las fiestas de la colmena, penetra con pasos temerosos y empapa en sombra y azul las paredes de cera y las cortinas de miel. Por otra parte, la recién casada no se turba más que, su pueblo, no hay cabida para numerosas emociones en su estrecho cerebro de reina práctica y cruel. No tiene más que una preocupación: librarse lo más pronto posible de los recuerdos importunos del esposo que dificultan sus movimientos. Se sienta, en el umbral y arranca, con cuidado los órganos inútiles que las obreras van llevando para tirarlos lejos de allí; porque el macho le ha dado cuanto poseía y mucho más de lo necesario. Ella no conserva en su espermateca más que el líquido seminal donde nadan los millones de gérmenes que, hasta el día de su muerte, bajarán uno por uno al paso de los huevecillos, a realizar en la sombra de su cuerpo la unión misteriosa del elemento macho y hembra de que nacerán las obreras. Por un curioso cambio, ella, es la que suministra el principio masculino, y el macho el principio femenino. Dos días después del ayuntamiento, la reina pone los primeros huevos, y al punto el pueblo la rodea de minuciosos cuidados.
Desde entonces, dotada de doble sexo, encerrando en su ser un inagotable padre, comienza su verdadera vida, no sale ya de la colmena, no vuelve a ver la luz, si no es para acompañar a algún enjambre, y su fecundidad no se detiene sino al acercarse la muerte.
VII
Prodigiosas bodas, las más mágicas que podamos soñar, celestiales y trágicas, arrastradas por el arrebato del deseo más arriba de la vida, fulminantes e imperecederas, únicas y deslumbrantes, solitarias e infinitas. Admirables embriagueces en que la muerte sobrevenida en lo más límpido y bello que haya en torno de esta esfera: el espacio virginal y sin límite, se fija en la transparencia augusta del tendido cielo el instante de la felicidad, purifica en la luz inmaculada la parte, de bajeza que, tiene siempre el amor, hace inolvidable el beso, y contentándose esta vez con un diezmo indulgente, toma con sus propias manos, en estos instantes maternales, el cuidado de introducir y unir en un solo cuerpo y para un largo porvenir inseparable, dos pequeñas y frágiles vidas.
La verdad recóndito, no tiene esta poesía, tiene otra que somos menos a tos para comprender, pero que quizá acabemos por entender y amar. La Naturaleza no se ha preocupado de procurar, a esas dos abreviaturas de átomo como las llamaba Pascal, un matrimonio deslumbrante, un ideal minuto de amor. No ha tenido en vista ya lo habíamos dicho, más que el mejoramiento de la especie, por la fecundación cruzada.
Para garantizarla, ha dispuesto el órgano del macho de una manera tan especial, que le es imposible hacer uso de él en otra parte que en el espacio. Es menester, primero, que dilato por medio de un vuelo prolongado sus dos grandes sacos de la tráquea. Esas enormes redomas que se hartan de cielo, empujan entonces las partes inferiores del abdomen y permiten la aparición del órgano. Tal es todo el secreto fisiológico, bastante, vulgar dirán algunos, casi enojoso afirmarán los demás, del admirable vuelo de los amantes, de la deslumbradora persecución de estas bodas magníficas.
VIII
Y nosotros -se pregunta un poeta- ¿tendremos entonces que regocijarnos siempre con la verdad?
Sí, a cada instante, con todos los motivos, en todas las cosas, regocijémonos, pero no con la verdad, lo que es imposible, puesto que ignoramos dónde se encuentra, sino con las pequeñas verdades que entrevemos. Si alguna casualidad, algún recuerdo, alguna pasión, un motivo cualquiera en una palabra, hace que un objeto se muestre a nosotros más hermoso que a los demás, que ese motivo nos sea grato.
Quizá no sea más que error: el error no impide que, cuando el objeto nos parece más admirable, sea precisamente el momento en que tenemos más probabilidades de vislumbrar su verdad. La belleza que le atribuimos dirige nuestra atención a su hermosura y su grandeza reales, que no son fáciles de descubrir y se encuentran en las relaciones necesarias de todo objeto con leyes, con fuerzas generales y eternas. La facultad de admirar que hayamos hecho nacer a propósito de una ilusión, no se perderá para la verdad que ha de llegar tarde o temprano.
Con palabras, con sentimientos, con el calor desarrollado por antiguas bellezas imaginarias, la humanidad acoge hoy verdades que quizá no hubieran nacido ni hubieran podido encontrar medio propicio si esas sacrificadas ilusiones no hubiesen comenzado por habitar y confortar el corazón y la razón a que las verdades van a descender. ¡Felices los ojos que no necesitan de la ilusión para ver que el espectáculo es grande!
La ilusión es la que enseña a los demás a contemplar, admirar, y regocijarse, y por alto que miren, nunca mirarán demasiado arriba. Al acercarse a la verdad se eleva; al admirarla, uno se le aproxima. Y por alto que se regocijen, nunca se regocijarán en el vacío ni más arriba de la verdad ignota y eterna, que es, por encima de todas las cosas, como la belleza en suspenso.
IX
¿Quiere esto decir que debemos apegarnos a las mentiras, a una poesía voluntaria o ideal, y que, a falta de algo mejor, sólo nos regocijaremos con ellas? ¿Quiere esto decir que en el ejemplo que tenemos ante los ojos no es nada en sí, pero nos detenemos en él porque representa otros mil y toda nuestra actitud frente a diversos órdenes de verdades, quiere esto decir que en este ejemplo descuidaremos la explicación fisiológica para saborear sólo la emoción de este «vuelo nupcial» que, cualquiera que sea su causa, es uno de los más bellos, actos líricos de la fuerza repentinamente desinteresada e irresistible a que obedecen todos los seres vivientes y que se llama el amor? Nada sería más pueril, nada más imposible, gracias a las excelentes costumbres que han tomado hoy todos los espíritus de buena fe.
Admitimos evidentemente el simple hecho de la aparición del órgano de la abeja macho, que no puede ocurrir sino a consecuencia de la hinchazón de las vesículas de la tráquea, porque el indiscutible, Pero si nos contentáramos con ello si no miráramos más allá, si indujéramos de ahí que todo pensamiento que va demasiado lejos y demasiado alto se equivoca necesariamente y que la verdad se encuentra siempre en el detalle material; si no buscáramos, donde quiera que sea, en incertidumbres a menudo más vastas que las que nos ha obligado a abandonar una pequeña explicación, por ejemplo en el extraño misterio de la fecundación cruzada, en la perpetuidad de la especie y de la vida, en el plan de la Naturaleza; si no buscáramos en ello una continuación de la explicación, una prolongación de belleza y de grandeza en lo desconocido, casi me atrevo a asegurar que pasaríamos la existencia a mucha mayor distancia de la verdad que los mismos que se obstinan ciegamente en la interpretación poética e imaginaria de esas maravillosas bodas. Se engañan evidentemente acerca de la forma o el matiz de la verdad, pero viven mucho mejor que los que se jactaban de tenerla completa entre las manos, bajo su impresión y en su atmósfera. Están preparados para recibirla, hay dentro de ellos un espacio más hospitalario, y si no la ven, tienden por lo menos la mirada hacia el sitio de belleza y grandeza en que es saludable creer que se encuentra.
Ignoramos el fin de la Naturaleza, que para nosotros es la verdad dominadora de todas las demás. Pero, por el tenor mismo de esa verdad, para mantener en nuestra alma el ardor de su investigación, es necesario que la creamos grande. Y si un día tenemos que reconocer que nos hemos extraviado, que es pequeña e incoherente, descubriremos su pequeñez gracias a la animación que nos había dado su presunta grandeza, y cuando esa pequeñez sea indudable, ella misma nos enseñará lo que debemos hacer. Entretanto, para correr en su busca no es exagerado poner en movimiento todo cuanto de más poderoso y audaz posean nuestra razón y nuestro corazón. Y aun cuando la última palabra resultara miserable y mezquina, no sería poco haber puesto en claro la pequeñez y la inutilidad del objeto de la Naturaleza.
X
«Todavía no hay verdad para nosotros» declame uno de los grandes fisiólogos de esta época, mientras nos paseábamos por la campiña; todavía no hay verdad, pero por todas partes hay muy buenas apariencias de verdad. Cada cual hace su elección o más bien la admite, y esa elección que admite o que hace a menudo sin reflexionar y a la que se ciñe, determina la forma y la conducta de todo cuanto penetra en él. El amigo con quien nos encontramos, la mujer que se adelanta sonriendo, el amor que entreabre nuestro corazón, la muerte o la tristeza que lo cierran, este cielo de septiembre que contemplamos, este jardín soberbio y encantador en que se ve como en la Psyché de Corneille, canastillos de follaje sostenidos por términos dorados, el rebaño que pace y el pastor dormido, las últimas casas de la aldea, el Océano vislumbrado entre los árboles, todo se inclina o se yergue, todo se adorna se desnuda antes de entrar en nosotros, de acuerdo con la pequeña señal que le hace nuestra elección. Aprendamos a elegir la apariencia. En el ocaso de una vida en que tanto he buscado la verdad en detalle y la causa física, comienzo a amar, no lo que aleja, de ellas, sino lo que las precede y sobre todo lo que las ultrapasa un poco. Habíamos llegado a lo alto de una meseta de la comarca de Caux, en Normandía, ondulada y flexible como un parque inglés, pero un parque natural y sin límites.
Aquel es uno de los escasos puntos del globo en que la campiña se ostenta completamente sana, de un verde sin desfallecimiento. Algo más al Norte, la aspereza la amenaza; algo más al Sur, el sol la fatiga y la tuesta. Al extremo de un llano que se extendía, hasta el mar, varios campesinos levantaban una hacina.
Mire usted - me dijo - vistos desde aquí, esos campesinos son hermosos. Están construyendo algo tan sencillo y tan importante, que es, por excelencia, el monumento feliz y casi invariable, de la vida humana que se fija: una hacina de trigo. La distancia, el aire de la tarde, hacen de sus gritos de alegría una especie de cántico sin palabras que contesta al noble cántico del follaje que habla sobre nuestras cabezas.
Encima de ellos, el cielo está magnifico, como si espíritus benéficos, provistos, de palmas de fuego, hubieran barrido toda la luz hacia el lado de la hacina, para alumbrar más largo tiempo el trabajo. Y la huella de las palmas ha quedado en el azul. Mire usted la humilde iglesia que los domina y los vigila, en mitad de la cuesta, entre los redondeados tilos y el césped del cementerio familiar que contempla el océano natal. Elevan armoniosamente su monumento de vida bajo los monumentos de sus muertos, que hicieron los mismos ademanes y que no están ausentes.
Abarque usted el conjunto: no hay un solo detalle demasiado especial, demasiado característico, tales como se veían en Inglaterra, en Provenza o en Holanda. Este es el cuadro amplio y lo bastante trivial para ser simbólico, de una vida natural y feliz. Mire usted la euritmia de la existencia humana en esos movimientos útiles. Observe usted el hombre que maneja los caballos, el cuerpo del que tiende el haz de trigo en la horquilla, las mujeres inclinadas sobre las espigas y los niños que juegan... No han apartado una piedra ni movido una palada de tierra para embellecer el paisaje; no dan un paso, no plantan un árbol, no siembran una flor que no sean necesarios. Todo este cuadro no es más que el involuntario resultado del esfuerzo del hombre para subsistir un momento en la Naturaleza, y, sin embargo, aquellos de entre nosotros que no tienen más preocupación que imaginar o crear espectáculos de paz, de gracia o de pensamiento profundo, no han hallado nada más perfecto y acaban sencillamente por pintar o describir esto, cuando quieren representarnos belleza o felicidad. He ahí la primer apariencia, que algunos llaman la verdad.
XI
Acerquémonos ¿Comprende usted el canto que tan bien contestaba al follaje de los grandes árboles? Está compuesto de palabrotas y de injurias, y cuando la risa estalla es porque un hombre o una mujer lanza una obscenidad, o porque se burlan del más débil, del jorobado que no puede levantar su carga, del cojo que hacen rodar por tierra, del idiota que sirve de hazmerreír.
Hace ya muchos años que los observo. Estamos en Normandía; la tierra es fértil y fácil. Hay en torno de esa hacina un poco más de bienestar del que supone en otras partes una escena de este género. Por consiguiente, la mayoría de los hombres son alcoholistas y muchas mujeres también. Otro veneno que no tengo para qué nombrar, corroe también la raza. A él y al alcohol se les deben esos niños que ve usted ahí: ese enano, ese escrofuloso, ese patizambo, ese labio leporino y ese hidrocéfalo. Todos ellos, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, tienen los vicios comunes al campesino. Son brutales, hipócritas, mentirosos, rapaces, maldicientes, desconfiados, envidiosos, inclinados a las pequeñas ganancias ilícitas, a las bajas, interpretaciones, a la adulación, al más fuerte. La necesidad los reúne y los obliga a ayudarse, pero el secreto anhelo de todos es hacerse mutuo, daño, apenas puedan hacérselo sin peligro. La desgracia ajena es el único placer serio de la aldea.
Un gran infortunio es en ella objeto, largo tiempo acariciado, de cazurra delectación. Se espían, se celan, se desprecian, se detestan. Mientras son pobres, alimentan contra la dureza y la avaricia de sus amos un odio reconcentrado y terrible, y apenas tienen criados a su vez, aprovechan la experiencia de la servidumbre para sobrepasar la dureza y la avaricia de que fueron víctimas.
Podría presentar el detalle de las mezquindades, rapacerías, tiranías, injusticias, rencores que animan este trabajo bañado de espacio y de paz. No crea usted que la vista de este cielo admirable, del mar que tiende detrás de la iglesia otro cielo más sensible que fluye sobre la tierra como un gran espejo de conciencia y de sabiduría, no crea usted que todo eso los ensanche y los eleve. Nunca lo han mirado. Nada conmueve ni conduce sus pensamientos, fuera de tres o cuatro temores circunscriptos: temor al hambre, temor a la fuerza, a la opinión y la ley, y en la hora de la muerte, el terror del infierno. Para demostrar lo que son, habría que tomarlos uno por uno. Mire usted ese alto, que está a la izquierda, ese de aire jovial, que lanza tan gruesos haces. El verano pasado, sus amigos le rompieron el brazo derecho en una riña de taberna.
Le reduje la fractura, que era peligrosa Y complicada. Le asistí largo tiempo, le di con que vivir mientras no podía volver al trabajo.
Iba todos los días a casa. Aprovechó la circunstancia para hacer correr la voz por la aldea que me había sorprendido en brazos de mi cuñada, y que mi madre se embriagaba. No es perverso y no me odia; al. contrario, observe usted que su rostro se ilumina con una buena y sincera sonrisa en cuanto me ve. Tampoco lo impulsaba el odio social. El campesino no odia al rico; respeta demasiado la riqueza. Pero creo que mi buen gañán no comprendía por qué lo asistía yo sin sacar provecho de ello. Sospecha alguna mala intención, y no quiere ser víctima de ella. Más de uno, más rico o más pobre, había hecho antes que, él lo mismo o peor... No creía mentir al propagar esas invenciones: obedecía a una orden confusa de la moralidad ambiente. Contestaba sin saberlo, y a pesar suyo, por decirlo así, el deseo omnipotente de la malevolencia general... Pero, ¿a qué terminar un cuadro que conocen cuantos han vivido algunos años en el campo? He ahí la segunda apariencia que la mayoría llama la verdad. Es la verdad de la vida necesaria. Es indudable que descansa sobre los hechos más preciosos, sobre los únicos que todo hombre puede observar y comprobar.
XII
Sentémonos sobre estos haces -continuó- y sigamos mirando. No rechacemos ninguno de los hechos de detalle que forman la realidad que he dicho. Dejemos que se alejen por sí mismo en el espacio. Atestan el primer término, pero hay que reconocer que tras ellos hay, una gran fuerza, bien admirable, que sostiene todo el conjunto. ¿Lo sostiene solamente? ¿no lo eleva? Esos hombres que vemos no son ya por entero los animales silvestres de La Bruyére que tenían algo como una voz articulada, y se retiraban por la noche a su cubil, donde vivían de pan negro, agua y raíces ... La raza, me dirá usted, es menos fuerte y menos sana; es posible; el alcohol y el otro azote son accidentes que la humanidad tiene que dejar atrás, son quizá pruebas de las que algunos de nuestros órganos, los órganos nerviosos, por ejemplo, sacarán provecho, porque vemos regularmente que la vida aprovecha de los males que sobrelleva. Por lo demás, cualquier cosa que puede encontrarse mañana bastará para hacerlos inofensivos. No es eso, pues, lo que nos obliga a restringir nuestra mirada. Esos hombres tienen pensamientos que aun no tenían los de La Bruyère.»
-Prefiero la bestia sencilla y desnuda a la odiosa semibestia- murmuré.
-Habla usted así, de acuerdo con la primera apariencia, la de los poetas, que hemos visto ya, -replicó. -No la mezclemos con la que estamos examinando. Esas ideas y esos sentimientos son estrechos y bajos, si usted quiere, pero lo que es pequeño y bajo es ya mejor que lo que no es nada. No se sirven de ellos sino para perjudicarse y persistir en la medianía en que se hallan; pero así sucede muy a menudo en la Naturaleza. Los dones que ésta acuerda no sirven en un principio sino para el mal, para empeorar lo que parecía querer mejorar; pero, al fin de cuentas, de todo ese mal resulta siempre cierto bien. Por otra parte, no me empeño en probar el progreso; según el punto de que se le considere, es algo muy pequeño o muy grande. Hacer un poco menos servil, un poco menos penosa la condición humana, es un punto enorme, es quizá el ideal más seguro; pero, avaluada por el espíritu desprendido un instante de las consecuencias materiales, la distancia que media entre el hombre que marcha a la cabeza del progreso y el que se arrastra ciegamente tras él, no es muy considerable. Entre estos jóvenes rústicos cuyo cerebro sólo frecuentado por ideas informes, hay varios en quienes se halla la posibilidad de alcanzar en poco tiempo al grado de conciencia en que vivimos ambos. Sorprende a menudo el insignificante intervalo que separa la inconsciencia de esta gente, que uno se imagina completa, de la conciencia que se juzga más elevada, pero ¿de qué está formada esta conciencia que nos enorgullece tanto? De mucha más sombra que luz, de mucha más ignorancia adquirida que ciencia, de muchas más cosas que sabemos que hay que renunciar a conocer, que de cosas que conozcamos. Sin embargo, es toda nuestra dignidad, nuestra grandeza más real, y probablemente el fenómeno más sorprendente de este mundo. Ella es la que nos permite levantar la frente ante un principio desconocido y decirle: Te ignoro, pero hay algo en mi que te abarca ya. Quizás me destruyas, pero si no es para, formar con mis despojos un organismo mejor que el mío, te mostrarás inferior a lo que soy, y el silencio que siga a la muerte de la especie a que pertenezco, te hará saber que has sido juzgado. Y si no eres siquiera capaz de preocuparte, de ser justamente juzgado, ¿qué importa tu secreto? No nos empeñamos en penetrarlo. Has producido por casualidad un ser que no tenías cualidades para producir. Fortuna es para él que lo hayas suprimido por una casualidad contraria, antes de que midiera el fondo de tu inconsciencia, fortuna mayor aún no sobrevivir a la serie infinita de tu horrible, experimento. Nada tenía que hacer en un mundo en que su inteligencia no respondía a ninguna inteligencia eterna, en que su deseo de algo mejor no podía arribar a bien real alguno.
Una vez más: el progreso no es necesario para el espectáculo que nos apasiona. Basta el enigma, y ese enigma es tan grande, tiene tanto resplandor misterioso en los campesinos como en nosotros mismos. Se le encuentra en todas partes cuando se sigue la vida hasta su principio omnipotente. De siglo en siglo modificamos el epíteto de ese principio.
Los hubo precisos y consoladores. Debió reconocerse que ese, consuelo y esa precisión eran ilusorios. Pero, que lo llamemos Dios, Providencia, Naturaleza, Casualidad, Vida, Destino, el misterio continúa siendo el mismo, y todo lo que, nos han enseñado millares de años de experiencia, es que le demos un nombre más vasto, más cercano a nosotros más flexible, más dócil a la expectativa y a lo imprevisto. Es el que lleva hoy y por eso nunca pareció más grande. He ahí uno de los numerosos aspectos de la tercera apariencia, y esta es la última verdad.
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LIBRO SEXTO
La matanza de los zánganos
I
Después de la fecundación de las reinas, si el cielo continúa claro y cálido el aire, si el polen y el néctar abundan en las flores, las obreras, por una especie de olvidadiza indulgencia, o quizá por excesiva previsión, toleran algún tiempo más la presencia importuna y ruinosa de los zánganos. Estos se conducen en la colmena como los pretendientes de Penélope en la casa de Ulises. Llevan en plena francachela y gaudeamus, la ociosa existencia de amantes honorarios, pródigos y sin delicadeza; satisfechos, barrigones, llenan las avenidas, obstruyen los pasadizos, dificultan el trabajo, atropellan, son atropellados, y se les ve azorados, importantes, hinchados de desdén, aturdidos y sin malicia, pero despreciados con inteligencia, y segunda intención, inconscientes de la exasperación que va acumulándose contra ellos y del destino que los aguarda. Eligen para dormitar a sus anchas el rincón más tibio de la morada, se levantan perezosamente para ir a chupar en las celdas abiertas la miel más perfumada, y mancillan con sus excrementos los panales que frecuentan.
Las pacientes obreras miran el porvenir y reparan silenciosamente los desperfectos. De mediodía a las tres de la tarde, cuando la campiña azulada tiembla de fatiga feliz bajo la mirada invencible del sol de julio o de agosto, aparecen en el umbral. Llevan un casco formado de enormes perlas negras, dos altos penachos animados, un jabón de terciopelo leonado y frotado de luz, una melena heroica, un cuádruple manto rígido y translúcido, hacen un ruido terrible, apartan las centinelas, derriban a las ventiladoras, tropiezan con las obreras que llegan cargadas de botín. Tienen el andar atareado, extravagante e intolerante de dioses indispensables que salen en tumulto a cumplir algún gran designio ignorado por el vulgo. Uno tras otro afrontan el espacio, gloriosos, irresistibles, y van tranquilamente a posarse en las flores más vecinas, donde duermen hasta que el fresco de la tarde los despierta. Entonces vuelven a la colmena en el mismo torbellino imperioso, y siempre desbordantes del mismo gran designio intransigente; corren a las despensas, hunden la cabeza hasta el cuello en las cubas de miel, se hinchan como ánforas para reparar las agotadas fuerzas, y ganan con pesado paso el buen sueño sin pesadillas ni preocupaciones que los recoge hasta su próxima, comida.
II
Pero la paciencia de las abejas no es igual a la de los hombres.
Una mañana comienza a circular por la colmena la consigna esperada, y las apacibles obreras se transforman en jueces y verdugos. No se sabe quién da la consigna; emana de repente de la indignación fría y razonada de las trabajadoras, y de acuerdo con el genio de la república unánime tan pronto como se pronuncia llena todos los corazones. Una parte del pueblo renuncia a salir en busca de botín para consagrarse aquel día a la obra justiciera. Los gordos holgazanes dormidos en descuidados racimos sobre las paredes melíferas, son arrancados bruscamente de su sueño por un ejército de vírgenes irritadas. Se despiertan beatíficos y sorprendidos, no pueden dar crédito a sus ojos, y su asombro logra apenas asomar a través de su pereza, como un rayo de luna a través del agua de un pantano. Se imaginan víctimas de un error, miran en torno suyo estupefactos, y la idea matriz de su vida se reanima en sus torpes cerebros, y les hace dar un paso hacia las cunas de miel para reconfortarse en ellas.
Pero pasó ya el tiempo de la miel de mayo, del vino flor de los tilos, de la franca ambrosía de la salvia, del serpol, del trébol blanco, de la mejorana. En lugar del libre acceso a los buenos depósitos rebosantes que abrían bajo sus bocas sus brocales de cera, complacientes y azucarados, encuentran en torno un ardiente matorral de dardos emponzoñados que se erizan. La atmósfera de la ciudad ha cambiado. El amigable perfume del néctar ha cedido su lugar al acre olor del veneno cuyas mil gotitas resplandecen en la punta de los aguijones y propagan el rencor y el odio. Antes de haberse dado cuenta del derrumbamiento inaudito de todo su destino de ocio y de regalo, en el trastorno de las leyes dichosas de la ciudad, cada uno de los azorados parásitos se ve asaltado por tres o cuatro ajusticiadoras que se esfuerzan por cortarles las alas, aserrarles el pecíolo que une el abdomen al tórax, amputarles las febriles antenas, dislocarles las patas, dar con una juntura de los anillos de la coraza para hundir en ella su dardo. Enormes pero inertes, desprovistos de aguijón no piensan siquiera en defenderse, tratan de escapar ú oponen únicamente su masa obtusa a los golpes que los abruman. Derribados de espaldas, agitan torpemente, en el extremo de sus poderosas patas, a las enemigas que no sueltan su presa, o girando sobre sí mismos arrastran el grupo entero en un torbellino loco pero pronto exhausto. Al cabo de cierto tiempo están en un estado tan lamentable, que la piedad, que nunca está muy lejos de la justicia en el fondo de nuestro corazón, acude a toda prisa y pediría gracia aunque inútilmente, a las duras obreras que sólo reconocen la ley profunda y seca de la Naturaleza. Las alas de los desdichados quedan laceradas, los tarsos arrancados, las antenas roídas, y sus magníficos ojos negros, espejos de las flores exuberantes, reverberos del azur y de la inocente arrogancia del estío, dulcificados entonces por el sufrimiento, no reflejan ya más que el desconsuelo y la angustia del fin. Los unos sucumben a sus heridas y son inmediatamente arrastrados por dos o tres de sus verdugos a los lejanos cementerios. Otros, menos heridos, logran refugiarse en algún rincón en que se amontonan y donde una guardia inexorable los bloquea, hasta que se mueran de inanición.
Muchos logran ganar la puerta y escapar al espacio arrastrando a sus adversarias, pero, al caer la tarde, hostigados por el hambre y el frío, vuelven en masa a la entrada de la colmena, implorando un abrigo.
Tropiezan con otra guardia, inflexible. Al día siguiente, a su primera salida, las obreras barren el, umbral en que se amontonan los cadáveres de los gigantes inútiles, y el recuerdo de la raza ociosa se extingue en la ciudad hasta la siguiente primavera.
III
La matanza, se realiza a menudo el mismo día en gran número de colonias del colmenar. Las más ricas, las mejor gobernadas dan la señal. Algunos días después las imitan las pequeñas repúblicas menos prósperas. Los pueblos más pobres, los más débiles, aquellos cuya madre está ya muy vieja y casi estéril, para no abandonar la esperanza de ver fecunda a la joven reina que aguardan y que todavía puede nacer, son los únicos que mantienen a sus zánganos hasta la entrada del invierno. Entonces sobreviene la miseria inevitable, y la tribu entera, madre, parásitos, obreras, se amontona en un grupo hambriento y estrechamente, enlazado que perece en silencio en la sombra de la colmena, antes de las primeras nieves.
Después de la ejecución de los ociosos en las ciudades populosas y opulentas, el trabajo se reanuda, pero con ardor decreciente porque el néctar comienza a escasear. Las grandes fiestas y los grandes dramas han pasado. El cuerpo milagroso con sus guirnaldas de millares y millares de almas, el noble monstruo sin suelo, alimentado de flores y de rocío, la gloriosa colmena de los hermosos días de julio, va adormeciéndose gradualmente, y su tibio aliento, cargado de perfumes, se alarga y se congela. La miel de otoño, para completar las provisiones indispensables, va acumulándose, sin embargo, en las murallas nutricias, y los últimos depósitos son sellados con el incorruptible sello de cera blanca. Césase de edificar, los nacimientos disminuyen, las muertes se multiplican, las noches se alargan, los días se acortan. La lluvia y los vientos inclementes, las brumas matutinas, las emboscadas de la sombra demasiado rápida, arrebatan centenares de trabajadoras que no vuelven más, y todo el pequeño pueblo, tan ávido de sol como las cigarras del Ática, siente que va extendiéndose sobre él la helada amenazadora del invierno.
El hombre ha tomado su parte de la cosecha. Cada una de las buenas colmenas le ha ofrecido ochenta o cien libras de miel, y las más maravillosas le dan a veces doscientas, que representan enormes capas de luz licuada, inmensos campos de flores visitadas, una por una mil veces cada día. Ahora lanza una postrer mirada a las colonias que se adormecen. Quita a las más ricas sus tesoros superfluos para distribuirlos entre las empobrecidas por los infortunios, siempre inmerecidos en ese mundo laborioso. Tapa y abriga, cuidadosamente las colmenas, entorna sus puertas, quita, los marcos inútiles, y entrega las abejas a su gran sueño invernal. Estas se reúnen entonces en el centro de la colmena, se contraen y se cuelgan de los panales que encierran las urnas fieles de las que ha de salir durante los días helados, la substancia transformada del estío. La reina, se coloca en el medio, rodeada por su guardia. La primer fila de obreras se aferra a las celdas selladas, cúbrelas una segunda fila, cubierta a su vez por la tercera, y así sucesivamente hasta la última que florida la envoltura. Cuando las abejas de esta envoltura sienten que el frío las invade, entran en la masa, siendo reemplazadas por otras que lo son también más tarde. El colgado racimo es como una esfera tibia y leonada que escinde las paredes de miel, y que sube o baja, avanzan o retroceden de una manera imperceptible, a medida que van agotándose las celdas a que se agarra. -¡Porqué, al revés de lo que generalmente se cree, la vida invernal de las abejas se hace más lenta, pero no se detiene*. Por el zumbido concertado de sus alas, hermanitas sobrevivientes de las llamas del sol, que se activan o se apaciguan según las fluctuaciones de la temperatura externa, mantienen en su esfera un calor invariable e igual al de un día de primavera. Esa secreta primavera emana de la miel hermosa, que no es más que un rayo de calor anteriormente transmutado, y que vuelve a su primitiva forma. Circula por la esfera como sangre generosa. Las abejas que permanecen sobre los alvéolos rebosantes, la ofrecen a sus vecinas que la transmiten a su vez. Pasa así de uña en uña, de boca en boca, y llega a las extremidades del grupo que no tiene sino un pensamiento y un destino esparcido y reunido en millares de corazones. Hace las veces del sol y de las flores, hasta que, su hermano mayor, el sol verdadero de la gran primavera real, deslizando por la puerta entreabierta sus primeras tibias miradas en que renacen las violetas y las anémonas, despierta suavemente a las obreras para decirles que el azur ha vuelto a ocupar su sitio sobre el mundo, que el círculo ininterrumpido que une la muerte con la vida, acaba de dar una vuelta sobre sí mismo y se ha reanimado otra vez.
* Una colmena grande consume generalmente durante la invernada- que nuestras comarcas dura alrededor de seis meses, es decir, desde octubre hasta principios de abril,- de veinte a treinta libras de miel.

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LIBRO SÉPTIMO
El progreso de la especie.
I
Antes de cerrar este libro, como hemos cerrado la colmena sobre el embotado silencio del invierno, quiero levantar una objeción que rara vez dejan de hacer aquellos a quienes se descubre la policía y la industria sorprendente de las abejas. Si murmuran, todo ello es prodigioso pero inmutable. Hace miles de años que viven bajo notables leyes, pero hace miles de años que esas leyes son las mismas. Hace miles de años que construyen esos sorprendentes panales a los que nada se puede quitar ni añadir, y en los que se une, con perfección igual, la ciencia del químico a la del geómetra, del arquitecto y, del ingeniero, pero esos panales son exactamente iguales a los que se encuentran en los sarcófagos o se ven representados en las piedras y los papiros egipcios. Cítesenos un solo hecho que señale el progreso más mínimo, preséntesenos un detalle en que hayan innovado un punto en que hayan modificado su rutina secular: nos inclinaremos entonces, y reconoceremos que no sólo tienen un instinto admirable, sino una inteligencia con derecho a compararse con la del hombre, y a esperar como ella no se sabe, qué destino más alto que el de la materia inconsciente y sumisa.
No es sólo el profano quien así habla, sino también entomólogos de la valía de Kirby y Spence, que han usado del mismo argumento para negar a las abejas toda inteligencia que no sea la que se agita vagamente en la estrecha cárcel de un instinto asombroso pero invariable.
«Mostradnos -dicen- un solo caso en que, empujadas por las circunstancias, hayan tenido la idea de substituir, por ejemplo, la arcilla o la argamasa a la cera y el propóleos, y convendremos en que son capaces de raciocinar.» Este argumento que Romanes llama The question begging argument y que también podría llamarse «el argumento insaciable » es de los más peligrosos, y aplicado al hombre nos llevaría muy lejos. Bien considerado emana de ese «simple buen sentido» que hace a menudo tanto daño y que, contestaba a Galileo: «No es la tierra la que gira, puesto que veo el sol que marcha por el cielo, remonta por la mañana y desciende por la tarde, y nada puede prevalecer sobre el testimonio de mis ojos.» El buen sentido es excelente y necesario en el fondo de nuestro espíritu, pero con la condición de que lo vigile una inquietud elevada, y le recuerde en caso necesario lo infinito de su ignorancia; de otro modo no es más que la rutina de las partes inferiores de nuestra inteligencia. Pero las mismas abejas han contestado a la objeción de Kirby y Spence. Apenas se había formulado, cuando otro naturalista, Andrew Knight, que había untado con una especie de barniz hecho de cera y trementina la corteza enferma de ciertos árboles, observó que sus abejas renunciaban por completo a cosechar propóleos y no hacían uso sino de aquella materia desconocida, pero inmediatamente probada y adoptada, que hallaban lista ya y en abundancia en los alrededores de su mansión.
Por lo demás, la mitad de la ciencia y la práctica apícolas es el arte de dar alas al espíritu de iniciativa de la abeja, procurar a su inteligencia emprendedora la oportunidad de ejercer y hacer verdaderos descubrimientos, verdaderas invenciones. Así, cuando el polen escasea, en las flores y para cooperar a la cría de las larvas y las ninfas que lo consumen en cantidad enorme, los apicultores esparcen harina en las cercanías de la colmena. Es evidente que, en el estado natural en el seno de sus bosques natales o de los valles asiáticos, en que probablemente, vieron la luz en la época terciaria, las abejas no encontraron substancia alguna de ese género. No obstante, si se ha cuidado de «cebar » algunas, poniéndolas sobre la harina esparcida, éstas la palpan, la gustan, reconocen sus cualidades más o menos equivalentes a las del polvillo de las antenas, vuelven a la colmena, anuncian la noticia a sus hermanas, y las recolectoras acuden al punto adonde se halla aquel alimento inesperado e incomprensible, que en su memoria hereditaria debe ser inseparable del cáliz de las flores, donde desde hace tantos siglos su vuelo es tan voluptuosa y tan suntuosamente acogido.
II
Hace apenas cien años es decir, desde los trabajos de Huber, que se ha comenzado a estudiar seriamente a las abejas y a descubrir las primeras verdades importantes que permiten observarlas con fruto.
Hace algo más de cincuenta años que, gracias a los panales y los marcos movibles de Dzlerzon y de Langstroth, se fundó la apicultura racional y práctica y que la colmena ha cesado de ser la inviolable mansión en que todo pasaba en un misterio que no podíamos penetrar sino después de que la muerte lo había convertido en ruinas. Por último, hace apenas cincuenta años que los perfeccionamientos del microscopio y del laboratorio del entomólogo han revelado el secreto preciso de los principales órganos de la obrera, de la madre y de los zánganos. ¿Hay que sorprenderse de que nuestra ciencia sea tan corta como nuestra experiencia? Las abejas viven desde hace millares de años, y nosotros las observamos desde hace diez o doce lustros. Aunque quedara probado, que no ha cambiado nada, en la colmena desde que la abrimos, ¿tendríamos derecho para deducir que nunca se ha modificado nada tampoco antes de que la hubiéramos interrogado?
¿No sabemos, acaso, que en la evolución de una especie, un siglo se pierde como una gota de lluvia en los remolinos de un río, y que sobre la vida de la materia universal los milenarios pasan tan rápidamente como los años en la historia de un pueblo?
III
Pero no está demostrado que las abejas no hayan variado en nada sus costumbres. Examinándolas sin preocupación anterior, y sin salir del pequeño campo iluminado por nuestra experiencia actual, se hallarán, por el contrario, variaciones muy sensibles. ¿Y quién dirá las que se nos escapan? Un observador que tuviera alrededor de ciento cincuenta veces nuestra altura, y cerca de setecientas mil nuestro volumen -tales son las relaciones de nuestra talla y peso con las de la humilde mosca de miel - que no entendiera nuestro idioma y que estuviese dotado de sentidos completamente distintos de los nuestros, se daría cuenta de que han ocurrido transformaciones materiales bastante curiosas en los dos últimos tercios de este siglo, pero ¿cómo podría formarse una idea de nuestra, evolución moral, social, religiosa, política y económica?
Dentro de un instante, la más verosímil de las hipótesis científicas nos permitirá vincular a nuestra abeja doméstica con la gran tribu de los Apianos en que se encuentran probablemente sus antepasados y que comprende todas las abejas silvestres*. Asistiremos entonces a transformaciones fisiológicas, sociales, económicas, industriales, arquitectónicas, más extraordinarias que la de nuestra evolución humana.
*He aquí el lugar que ocupa la abeja en la clasificación científica:¨ Clase....................Insectos¨ Orden...................Himenópteros¨ Familia.................Apideos¨ Género..................Apis¨ Especie.................MellificaEl término Mellifica es el de la clasificación de Lineo. No es de los más felices, pues todos los Apideos, salvo quizá algunas especies parásitas, son melíficos. Scopoli dice: cerifera; Réaumur doméstica, Geoffroy gregaria. La Apis ligustíca, la abeja italiana, es un variedad de la mellifica.
Por ahora nos concretaremos a nuestra abeja doméstica propiamente dicha. Cuéntanse alrededor de dieciséis especies suficientemente distintas pero, en el fondo, trátese de la Apis Dorsata, la más grande, o de la Apis Florea, la más pequeña que se conozca, el insecto es exactamente el mismo, más o menos modificado por el clima y las circunstancias a que ha tenido que adaptarse. Todas esas especies no difieren, mucho más entre sí que un inglés de un español o un japonés de un europeo. Limitando de esta manera nuestras primeras observaciones, no consignaremos aquí sino lo que ven nuestros propios ojos y en este mismo instante, sin la ayuda de hipótesis alguna, por verosímil o imperiosa que sea. No pasaremos revista a todos los hechos que se podrían invocar. Rápidamente enumerados, bastará con algunos de los más significativos.
IV
Y en primer lugar, la mejora más importante y más radical, que en el hombre correspondería a inmensos trabajos: la protección exterior de la comunidad.
Las abejas no habitan como nosotros en ciudades a cielo abierto y libradas al capricho del viento y las borrascas, sino en ciudades cubiertas por entero con una envoltura protectora. Ahora bien, en el estado natural y bajo un clima ideal no sucede lo mismo. Si las abejas escucharan solamente el fondo de su instinto, se limitarían a construir sus panales al aire libre. En las Indias, la Apis Dorsata no busca ávidamente los árboles huecos o las grietas de las rocas. El enjambre se cuelga de la horquilla de una rama, y el panal se alarga, la reina pone las provisiones se acumulan sin otro abrigo que los cuerpos mismos de las obreras. A veces se ha visto que nuestra abeja septentrional, engañada por un verano muy suave volvía a ese instinto, y se han encontrado enjambres que vivían de esa manera, al aire libre, en medio de un matorral*. Pero, hasta en las Indias, esta costumbre que parece innata, tiene enojosas consecuencias. Inmoviliza un número tal de obreras, únicamente ocupadas en mantener el calor necesario en torno de las que trabajan la cera y de las que crían los huevecillos que la Apis Dorsata suspendida de las ramas no construye más que un solo panal.
* El caso es bastante frecuente entre los enjambres secundarios y terciarios porque son menos experimentados y menos prudentes que el enjambre primario; llevan a su cabeza una reina virgen y versátil, y están casi compuestos por abejas muy jóvenes en quienes el primitivo instinto habla tanto más alto cuanto que todavía ignoran los caprichos y el rigor de nuestro bárbaro cielo. Por lo demás, ninguno de esos enjambres sobrevive a los primeros cierzos del otoño, y van a reunirse con las innumerables víctimas de los lentos y obscuros experimentos de la Naturaleza.
Por el contrario, el menor abrigo le permito edificar cuatro, cinco y aun más, y refuerza proporcionalmente la población y la prosperidad de la colonia. De modo que todas las razas de abejas de las regiones frías y templadas, han abandonado casi por completo este método primitivo.
Es evidente que la selección natural ha sancionado la iniciativa inteligente del insecto, no dejando que sobrevivan a nuestros inviernos sino las tribus más numerosas y mejor protegidas.
Lo que en un principio habla sido solamente una idea contraria al instinto, se ha convertido poco a poco en una costumbre instintiva.
Pero no es menos cierto que en un principio fue una idea audaz y probablemente llena de observaciones, de experimentos y de raciocinios, renunciar de ese modo a la amplia luz natural y adorada, para fijarse en las grietas obscuras de un madero o de una caverna. Casi podría decirse que fue tan importante para el destino de la abeja doméstica, como la invención del fuego para el del género humano.
V
Después de este gran progreso, que aun siendo antiguo y hereditario es sin embargo actual, encontramos una multitud de detalles infinitamente variables, que nos prueban que la industria y la política misma de la colmena no están fijadas en fórmulas inquebrantables. Acabamos de hablar de la substitución inteligente del polen por la harina y del propóleos por el barniz artificial. Hemos visto con cuánta habilidad saben adecuar a sus necesidades las moradas, desconcertantes a veces, en que se las introduce. Hemos visto también con qué destreza, inmediata y sorprendente han sacado partido de los panales de cera estampada, que se les ofreció. Aquí, la utilización ingeniosa de un fenómeno milagrosamente feliz pero incompleto, es absolutamente extraordinaria.
A la verdad, han comprendido al hombre a media palabra. Figuraos que desde siglos atrás construyéramos nuestras ciudades, no con piedras, cal y ladrillos, sino por medio de una substancia maleable, penosamente secretada por órganos especiales de nuestro cuerpo. Cierto día, un ser omnipotente nos deposita en el seno de una fabulosa ciudad.
Reconocemos que está construida con una substancia igual a la que secretamos, pero en cuanto a todo lo demás es, un sueño cuya lógica misma, una lógica deformada y como reducida, y concentrada, es más desconcertante que la misma incoherencia. Vese en ella nuestro plan ordinario, todo se encuentra en ella de acuerdo con lo que esperábamos, pero en germen, y por decirlo así, aplastado por una fuerza prenatal que lo ha detenido en esbozo e impedido que se desarrolle. Las casas que deben tener cuatro o cinco metros de alto, forman pequeñas elevaciones que nuestras dos manos pueden cubrir. Millares de paredes están trazadas por un rasgo, que encierra a la vez su contorno y la material con que se construirán. En otros puntos hay irregularidades que será necesario rectificar, abismos que tendrán que llenarse y relacionar armoniosamente con el conjunto, vastas superficies bamboleantes que será menester apuntalar. Porque la obra es inesperada pero trunca y peligrosa. Fue concebida, por una inteligencia, soberana que ha adivinado la mayor parte de nuestros deseos, pero que molestada por su misma enormidad, no pudo realizarla sino muy groseramente. Trátase, pues, de organizar todo aquello, de sacar partido de las menores intenciones del sobrenatural donante, de edificar en pocos días lo que por lo común ocupa años enteros, de renunciar a costumbres orgánicas, de trastornar de pies a cabeza. , los métodos de trabajo. El hombre necesitaría seguramente de toda su atención para resolver los problemas que surgirían, y para no perder nada de la ayuda así ofrecida por una magnífica Providencia. Y poco más o menos, eso es lo que hacen las abejas en nuestras colmenas modernas*.
* Ya que nos ocupamos por última vez de las construcciones de las abejas, apuntemos de paso una curiosa particularidad de la Apis Florea. Ciertos tabiques de sus celdas para machos son cilíndricos en lugar de ser exagonales. Parece que todavía no hubiera acabado de pasar de una forma a la otra, y de adoptar definitivamente la mejor.
VI
He dicho que probablemente ni la misma política de las abejas permanece inmóvil. Es el punto más obscuro y más difícil de comprobar. No me detendré en la manera variable con que tratan a sus reinas, en las leyes de la enjambrazón propias de cada colmena y que parecen transmitirse de generación en generación, etc. Pero al lado de estos hechos no suficientemente determinados, hay otros, constantes y precisos que demuestran que todas las razas de la abeja doméstica no han llegado al mismo grado de civilización política, que se encuentran algunas en que el espíritu público anda a tientas todavía, y busca quizá otra solución al problema regio. La abeja siria, por ejemplo, cría por lo común ciento veinte reinas y a menudo más. En cambio, nuestra Apis Mellifica cría, cuando mucho, diez o doce. Cheshire nos habla, de una colmena siria, en manera alguna anormal, en que descubrió veintiuna reinas madres muertas, y noventa reinas vivas y libres. He ahí el punto de partida o de llegada de una evolución social bastante extraña, y que sería interesante estudiar a fondo. Agreguemos que respecto a la cría de las reinas, la abeja chipriota se acerca mucho a la siria. ¿Trátase de un regreso, todavía inseguro, a la oligarquía después del experimento monárquico, a la maternidad múltiple, después de la única. De cualquier modo la abeja siria y la chipriota, parientas muy cercanas, de la egipcia y la italiana, son probablemente las primeras que haya domesticado el hombre. Por fin, una postrer observación nos hace ver más claramente aún que las costumbres, la organización previsora de la colmena no son el resultado de un impulso primitivo, mecánicamente seguido al través de las edades y los climas diversos, sino que el espíritu que dirige la pequeña, república sabe darse cuenta de las circunstancias nuevas, adaptarse a ellas y sacar partido, como había aprendido a defenderla de los antiguos peligros. Transportada a Australia o a California, nuestra abeja negra cambia por completo de costumbres. Al segundo o tercer año, después de comprobar que el verano es perpetuo, que las flores no faltan jamás, vive al día, se contenta con cosechar la miel y el polen necesarios para el consumo cotidiano, y venciendo su observación reciente y razonada a su experiencia hereditaria, cesa de hacer provisiones para el invierno**.
** Un hecho análogo señalado por Buchner y probando la adaptación a las circunstancias, no lenta, secular, inconsciente y fatal, sino inmediata e inteligente.
Ni siquiera se logra mantenerlas en actividad sino quitándoles el fruto de su trabajo a medida que lo producen.
VII
Tal es lo que podemos ver con nuestros propios ojos. Se convendrá en que hay en ello algunos hechos típicos y apropiados para conmover la opinión de los que se persuaden de que toda inteligencia es inmóvil y todo porvenir inmutable, fuera de la inteligencia y el porvenir del hombre.
Pero, si aceptamos por un instante la hipótesis del transformismo, el espectáculo se ensancha y su fulgor dudoso y grandioso llega bien pronto a tocar nuestros propios destinos. No es evidente, pero para quien lo observe con atención es difícil no reconocer que hay en la Naturaleza una voluntad que tiende a elevar una porción de la materia a un estado más sutil y quizá mejor, a penetrar poco a poco su superficie con un fluido lleno de misterio que llamamos en un principio vida, en seguida, instinto y poco después inteligencia; a asegurar, a organizar, a facilitar la existencia de todo cuanto se anima para un objeto desconocido. No es seguro, pero muchos ejemplos que vemos en torno nuestro nos invitan a suponer que si se pudiera valuar la cantidad de materia que desde su origen se ha elevado de ese modo, se hallaría que no ha cesado de crecer. Lo repito, la observación es frágil, pero es la única que hemos podido hacer sobre la fuerza oculta que nos conduce, y es mucho en un mundo en que nuestro primer deber es la confianza en la vida, aun cuando no se descubriera en ella ninguna claridad alentadora, y mientras no haya una certidumbre contraria.
Sé todo lo que se puede decir contra la teoría del transformismo.
Tiene pruebas numerosas y argumentos muy poderosos, pero que, en rigor, no producen la convicción. No hay que entregarse nunca sin reservas a las verdades de la época en que se vive. Puede que dentro de cien años muchos capítulos de nuestros libros que están impregnados gente: en las Barbadas, entre las refinerías en que durante el año entero ande ésta, parecerán envejecidos como lo están hoy las obras de los filósofos del siglo pasado, llenas de un hombre demasiado perfecto y que no existe, y tantas páginas del siglo XVIII empequeñecidas por la idea del dios rígido y mezquino de la tradición católica, deformada por tantas vanidades y mentiras. No obstante, cuando no se puede saber la verdad de una cosa, bueno es aceptar la hipótesis, que, en el instante en que la casualidad nos hace nacer, se impone más imperiosamente a la razón. Podría asegurarse que es falsa, pero mientras se la cree verdadera es útil, reanima los ánimos e impulsa las investigaciones en una nueva dirección. Para reemplazar estas suposiciones ingeniosas parecería a primera vista más sensato decir sencillamente la verdad profunda: que no se sabe. Pero esa verdad sólo sería benéfica si estuviera probado que no se sabrá jamás. El entretanto nos mantendría en una inmovilidad más funesta que las más enfadosas ilusiones. Estamos hechos de tal modo que nada nos arrastra más lejos ni a mayor altura que los saltos de nuestros errores. Lo poco que hemos aprendido lo debemos en el fondo a hipótesis siempre aventuradas, a menudo absurdas, y en su mayor parte menos circunspectas que la de hoy en día. Quizá fueran insensatas, pero mantuvieron el ardor de la investigación. Si el que vigila el fuego de la posada humana es ciego o muy viejo, ¿qué le importa al viajero que tiene frío y que va a sentarse a su lado? Si el fuego no se ha apagado bajo su vigilancia, ha hecho lo que pudiera haber hecho el mejor. Transmitamos ese ardor, no sólo intacto sino acrecido, y nada puede aumentarlo mejor que esta hipótesis del transformismo que nos obliga a interrogar con método más severo y pasión más constante, todo cuanto existe sobre la tierra, en sus entrañas, en las profundidades del mar y en la extensión del cielo. ¿ Qué se le opone y qué se pondrá en su lugar si la rechazamos? La gran confesión de la ignorancia sapiente que se conoce pero que por lo común está inactiva y desalienta la curiosidad, más necesaria para el hombre que la sabiduría misma, o bien la hipótesis de la fijeza de las especies y de la creación divina, que está menos demostrada que la nuestra, que aleja para siempre las partes vivas del problema y se liberta de lo inexplicable, prohibiéndose interrogarlo.
VIII
Esta mañana de abril, en medio del jardín que renace bajo un divino rocío verde, ante los acirates de rosas y de trémulas prímulas circundadas de tlaspe blanco, que también se llama aliso o canastilla de plata, he vuelto a ver las silvestres abejas abuelas de la que está sometida a nuestros deseos, y he recordado las lecciones del viejo aficionado de la colmena de Zelanda. Más de una vez me hizo pasear entre los cuadros multicolores, dibujados y cuidados como en tiempos del padre Cats, el buen poeta holandés, prosaico o inagotable. Formaban rosáceas, estrellas, guirnaldas, pendientes y girándulas al pie de un oxiacanto o de un árbol frutal podado en forma de bola, de huso, o de pirámide, y el boj, vigilante como un perro de pastor, corría a lo largo de los bordes, para impedir que las flores invadieran los caminos.
Aprendí allí el nombre, y las costumbres de las independientes recolectoras que no miramos jamás, tomándolas por moscas vulgares, avispas malhechoras o estúpidos coleópteros. Y, sin embargo, cada una de ellas lleva, bajo el doble par de alas que, la caracteriza en el país de los insectos, un plan de vida, los útiles y la idea de un destino diferente y a menudo maravilloso. He, aquí, en primer lugar, las parientas más próximas de nuestras abejas domésticas, los abejorros hirsutos y rechonchos, a veces minúsculos, casi siempre enormes y cubiertos, como el hombre primitivo, con un informe sayo ceñido con anillos de cobre o de cinabrio. Son todavía semibárbaros, violentan los cálices, los desgarran si resisten, y penetran bajo los velos satinados de las corolas como entraría el oso de la caverna bajo la tienda de seda y perlas de una princesa bizantina.
Al lado, más grande que el mayor de ellos, pasa un monstruo vestido de tinieblas. Arde el fuego sombrío, verde y violáceo el Xylócopo, roe madera, el gigante del mundo melífico. Como séquito y por orden de talla, vienen los fúnebres Calicódomos, o abejas albañiles, vestidas de paño negro, que construyen con arcilla y casquijo, mansiones tan duras como la piedra. Luego, en revuelta confusión, vuelan los Dasypódos y los Halictos, que se parecen a las avispas, los Andrenos, a menudo presa de un fantástico parásito, el Stylops, que transforma completamente el aspecto de la víctima que ha elegido, los Panurgos, casi enanos y siempre abrumados bajo pesadas cargas de polen, las 0smias multicolores que tienen cien industrias especiales. Una de ellas, la Osmia Papaveris, no se contenta con pedir a las flores el pan y el vino necesarios, corta de las corolas de la adormidera y la amapola, grandes jirones de púrpura, para tapizar regularmente con ellos el palacio de sus hijas. Otra abeja, la más pequeña de todas, un grano de polvo que se cierne sobre cuatro alas eléctricas, el Megachilo centuncular, recorta en las hojas de la rosa, perfectos semicírculos que se creerían cortados por un sacabocados, los pliega, los ajusta y forma con ellos un estuche compuesto de una serie de dedalitos perfectamente regulares, cada uno de los cuales es la celda de una larva. Pero apenas bastaría un libro entero para enumerar las costumbres y las habilidades diversas de la muchedumbre sedienta de miel que se agita en todos sentidos sobre las flores ávidas y pasivas, novias encadenadas que aguardan el mensaje de amor conducido por distraídos huéspedes.
IX
Conócese cerca de cuatro mil quinientas especies de abejas silvestres.
Dicho se está que no les vamos a pasar revista. Quizá algún día un estudio profundo, observaciones, y experimentos que no se han hecho aquí, y que exigirían más de una vida de hombre, iluminen con decisiva luz la historia de la evolución de la abeja. Que yo sepa, hasta ahora esa historia no ha sido metódicamente emprendida. Es de desear que lo sea, porque tocaría a más de un problema tan grande como los de muchas historias humanas. En cuanto a nosotros, sin afirmar nada más, pues entramos en la región velada de las suposiciones, nos contentaremos con seguir en su marcha hacia una existencia más inteligente, hacia un poco más de bienestar y de seguridad, a una tribu de himenópteros, y señalaremos con un simple rasgo los puntos salientes de esa ascensión varias veces milenaria. La tribu en cuestión es, ya lo sabemos, la de los Apianos* cuyos rasgos esenciales están tan bien fijados y son tan distintos, que no nos está prohibido creer que todos sus miembros descienden de un antepasado único.
* Importa no confundir estos tres términos: Apinos, Apidos y Apitos que emplearemos sucesivamente y que tomamos de la clasificación de M. Emile Blanchard. La tribu apiana comprende toda las familias de abejas. Los ápidos forman la primera de esas familias y se subdividen en tres grupos: las Meliponitas, las Apitas y las Bombitas. Por último, los Apitos encierran las diversas variedades de nuestra abeja doméstica.
Los discípulos de Darwin, entre otros Hermann Müller, consideran una pequeña abeja silvestre, esparcida por todo el Universo, y llamada Prosopis, como la representante actual de la abeja primitiva de que deben haber nacido todas las abejas que conocemos hoy en día.
La infortunada Prosopis es a la habitante de nuestras colmenas, poco más o menos lo que el hombre de las cavernas a los dichosos de nuestras grandes ciudades. Quizá sin advertirlo tengáis ante los ojos a la venerable abuela a la que probablemente debemos la mayoría de nuestras flores y de nuestros frutos. Se calcula, en efecto, que desaparecerían más de cien mil especies de plantas si las abejas cesaran de visitarlas, y si quién sabe quizá nuestra misma civilización, porque todo se encadena en estos misterios. Quizá la hayáis visto en algún rincón abandonado del jardín, agitándose en torno de la maleza. Es bonita y viva; la que más abunda en Francia; está elegantemente salpicada de blanco sobre fondo negro. Pero esa elegancia oculta una desnudez increíble. Lleva una vida de hambre. Casi siempre está poco menos que desnuda cuando sus hermanas van vestidas de pieles abrigadas y suntuosas. No posee instrumento alguno de trabajo. No tiene canastilla para recoger el polen como los Apidos, ni en su defecto el penacho coxal de las Adrenas, ni el cepillo del vientre de la Gastrilégidas.
Es menester que recoja penosamente, valiéndose de sus pequeñas garras, el polvo de los cálices y que lo trague para llevarlo a su cueva.
No tiene más, herramientas que la lengua, la boca y las patas, pero la lengua es demasiado corta, las patas son débiles y las mandíbulas sin fuerza. No pudiendo producir cera, ni taladrar madera, ni cavar el suelo, practica desmañadas galerías en la médula tierna de las zarzas secas, instala allí algunas celdas toscamente acomodadas, las provee de un poco de alimento destinado a los hijos que no verá jamás, y luego, cumplida su pobre misión para un fin que no conoce y que no conocemos tampoco, se va a morir a un rincón, sola en el mundo, como había vivido.
X
Pasaremos por alto muchas especies intermedias en que podríamos ver alargarse poco a poco la lengua, para chupar el néctar en el hueco de mayor número de corolas aparecer y desarrollarse el aparato colector del polen, pelos, penachos, cepillos tibiales, tarsianos o ventrales, fortificarse las patas, y las mandíbulas, formarse secreciones útiles, y al genio que preside la construcción de las moradas, buscar y hallar en todos sentidos mejoras sorprendentes. Semejante estudio exigiría un libro. Sólo quiero esbozar un capítulo, menos que un capítulo, una página que nos muestra a través de las tentativas vacilantes de la voluntad de vivir y de ser más felices, el nacimiento, el desarrollo y la consolidación de la inteligencia social.
Hemos visto revolotear a la desdichada Prosopis, que lleva en silencio en este vasto Universo lleno de fuerzas espantables, su pequeño destino solitario. Cierto número de sus hermanas, pertenecientes a razas ya mejor provistas de útiles y más hábiles, por ejemplo, las bien vestidas Coletas o la maravillosa cortadora de las hojas del rosal, el Megaquillo centuncular, viven en el mismo profundo aislamiento, y si alguien se apega a ellas por casualidad, y ya a compartir su morada es, o un enemigo, o más posiblemente un parásito, porque el mundo de las abejas está poblado de fantasías, más extraños que los nuestros, y más de una rama tiene una especie de sombra misteriosa e inactiva, exactamente igual a la víctima que elige, con la única diferencia de que, su pereza inmemorial le ha hecho- perder uno por uno todos los instrumentos de trabajo, y de que no puedo subsistir sino a costa del tipo laborioso de su raza*.
* Ejemplos - Los abejorros, que tienen como parásitos a los Psithyros, los Stelidos que viven a espensas de las Anthidias. «Estamos obligados a admitir» dice con mucha razón J. Pérez en Les Abeffles a propósito de la identidad frecuente del parásito y su víctima, -estamos obligados a admitir que los dos géneros no son sino dos formas de un mismo tipo y que están unidos entre sí por la más estrecha afinidad. Para los naturalistas que se adhieren a la doctrina del transformismo, este parentesco no es puramente ideal sino real. El género parásito no sería entonces más que una rama salida del género trabajador, y que ha perdido sus órganos de recolección a consecuencia de su adaptación a la vida parásita.
Sin embargo, entre las abejas que se han llamado con el nombre, quizá demasiado categórico de Apidos Solitarios, ya se incuba el instinto social, semejante a una llama comprimida bajo el montón de materia que sofoca toda vida primitiva. Aquí y allí, en direcciones inesperadas, coja resplandores tímidos y a veces extraños, como para reconocerlo, llega a perforar la pira que la oprime y que algún día alimentará su triunfo.
Si todo es materia en este mundo, en esto se sorprende el movimiento más inmaterial de la materia. Se trata de pasar de la vida egoísta, precaria e incompleta, a la vida fraternal, algo más segura y algo más dichosa. Se trata, de unir idealmente por el espíritu lo que está realmente separado por el cuerpo, de obtener que el individuo se sacrifique a la especie, y de substituir lo que no se ve a las cosas que se ven. ¿Es tan asombroso, entonces, que las abejas no realicen de un solo golpe lo que nosotros, que nos encontramos en el punto privilegiado de donde el instinto irradia por todas partes sobre la conciencia, no hemos puesto en claro todavía? También es curioso, casi conmovedor, ver cómo la nueva idea anda primero a tientas en las tinieblas que envuelven todo cuanto nace sobre esta tierra. Sale de la materia y es todavía completamente material. No es, más que frío, hambre, miedo, transformados en una cosa que, aún no tiene figura alguna. Se arrastra confusamente en torno de los grandes peligros, en torno de las largas noches de la proximidad del invierno, de un sueño equívoco que es casi igual a la muerte.
XI
Como hemos visto va, los Xylócopos son poderosas abejas que taladran su nido en la madera seca. Viven siempre solitarias. Sin embargo, hacia el final del verano suelen hallarse algunos individuos de una especie particular, (Xy1ocopa Cyanescens), agrupados friolentamente, en un tallo de asfodelo, para pasar el invierno en común. Esa tardía fraternidad es excepcional en los Xylócopos, pero la costumbre es ya invariable en sus próximos parientes los Cerátinos. Es la idea que asoma. Pero se detiene al punto, y entre los Xylócopos no ha podido pasar hasta ahora de esa primer línea obscura del amor.
En otros Apianos la idea que se busca asume otras formas. Los Chalicódomos de los cobertizos, que son abejas albañiles, los Dasypodos y los Halictos, que excavan madrigueras, se reúnen en colonias numerosas para construir sus nidos. Pero es una muchedumbre ilusoria, formada de solitarios. No hay entro ellos acuerdo, no hay acción común.
Cada uno, profundamente aislado en medio de la multitud, edifica su morada para él solo, sin ocuparse del vecino. Es -dice J. Pérezun simple concurso de individuos reunidos por los mismos gustos y las mismas aptitudes en un mismo lugar, donde se practica en todo su rigor la máxima de. cada cual para sí; un amontonamiento de trabajadores, en fin, que sólo hace recordar al enjambre de una colmena por su número y su ardor. Esas reuniones son, pues, la simple consecuencia, del gran número de individuos que habitan la misma localidad. Pero, entre los Panurgos, primos de los Dasypodos, brota de repente una pequeña chispa de luz que ilumina la aparición de un sentimiento nuevo en la aglomeración fortuita. Se reúnen del mismo modo que las anteriores, y cada una excava por su cuenta, su habitación subterránea; pero la entrada, el pasadizo que conduce de la superficie del suelo a las madrigueras separadas, es común. «Así -dice el mismo J. Pérez - para todo lo que es el trabajo de las celdas, cada cual obra como si se hallara sola; pero todas utilizan la galería de acceso; todas, en esto, aprovechan el trabajo de una sola, ahorrándose de ese modo el tiempo y el esfuerzo de establecer una galería particular. » Sería interesante averiguar si ese mismo trabajo preliminar no se ejecuta en común, y si no se relevan varias hembras para tomar parte sucesivamente en él. Sea corno sea, la idea fraternal acaba de perforar la pared que separaba dos mundos. Ya no es el invierno, el hambre o el horror de la muerte lo que la arranca al instinto, trastornada e irreconocible: la sugiere la vida activa. Pero esta vez, también, se detiene de pronto, no logra extenderse más en esa dirección. -No importa; no se desanima por eso, ensaya otros caminos.
Y hela aquí penetrando entre los abejorros, donde madura, donde toma cuerpo en una atmósfera diferente, donde opera los primeros milagros decisivos.
XII
Los abejorros, las gordas abejas velludas, sonoras, temibles pero pacíficas, que todos conocemos, son en un principio solitarios. En los primeros días de marzo, la hembra fecundada que ha sobrevivido al invierno, comienza, la construcción de su nido, sea, bajo tierra sea en un matorral, según la especie a que pertenece. Está sola en el mundo, en la primavera que despierta. Y limpia, excava, tapiza el sitio elegido.
Levanta enseguida, celdas de cera bastante informes, las provee de miel y de polen, pone, incuba los huevos, cuida y alimenta, las larvas que nacen, y, pronto se ve rodeada de una muchedumbre de hijas que la ayudan en sus trabajos de dentro y fuera de casa, y algunas de las cuales también comienzan a poner. El bienestar aumenta la construcción de las celdas mejora, la colonia crece. La fundadora continúa siendo su alma y su madre principal, y está a la cabeza del reino, que es como el esbozo del de nuestra abeja melífica. Esbozo por lo demás bastante grosero. Su prosperidad es siempre limitada, sus leyes mal definidas y obedecidas, el canibalismo y el infanticidio primitivos reaparecen de vez en cuando, la arquitectura es informe y dispendiosa, pero la diferencia mayor entre ambas ciudades consiste en que la una es permanente y la otra efímera. En efecto, la de los abejorros va a perecer toda entera en el otoño; sus cuatrocientos habitantes morirán sin dejar huella de su paso, toda su labor quedará dispersa, y sólo les sobrevivirá una hembra que, a la primavera siguiente, recomenzará en la misma soledad y desnudez que su madre, el mismo inoficioso trabajo.
Pero no por eso queda menos demostrado que, esta vez, la idea ha tenido ya conciencia de su fuerza. En los abejorros no la vemos trasponer ese límite, pero inmediatamente después, fiel a su costumbre, por medio de una especie de metamorfosis infatigable, va a encarnarse, palpitante aún por su último triunfo, todopoderosa y casi perfecta, en otro grupo, el penúltimo de la raza, el que precede inmediatamente a nuestra abeja doméstica que la corona; me refiero al grupo de los Meliponinos, que comprende las Meliponas y las Trigonas tropicales.
XIII
Entre ellas todo está organizado como en nuestras colmenas. Tienen una madre, probablemente única*, obreras estériles y machos.
* No es seguro que el principio de la soberanía o de la maternidad única sea rigurosamente respetado entre los Meliponinos. Blanchard cree con razón que, hallándose desprovistos de aguijones y no pudiendo, por consiguiente, matarse con tanta facilidad como las reinas abejas, probablemente viven varias hembras fecundas en la misma colmena. Pero el hecho no ha podido ser comprobado hasta hoy, a causa del gran parecido que existe entre las hembras y las obreras, y de la imposibilidad de criar meliponas en nuestros climas.
**Llegan hasta tener algunos detalles mejor organizados. Por ejemplo, los machos no permanecen completamente ociosos: secretan la cera. La entrada de la ciudad se halla mejor defendida: una puerta la cierra durante las noches frías, y en las cálidas, la cubre una cortina que deja penetrar el aire.
Pero la república es menos fuerte, la vida general menos garantizada, la prosperidad menor que entre nuestras abejas, y en cualquier parte a que se introduzcan éstas, los Meliponinos tienden a desaparecer ante ellas. La idea fraternal se ha desarrollado igual y magníficamente en ambas razas, excepto en un punto, en el que una de ellas no ha avanzado un paso más allá de lo realizado en la estrecha familia de los abejorros. Ese punto es la organización mecánica del trabajo en común, la economía precisa del esfuerzo, en una palabra, la arquitectura de la ciudad, manifiestamente inferior. Bastará con recordar lo que he dicho en el Libro III capítulo XVIII de este volumen, agregando que en las colmenas de nuestros Apidos, todas las celdas sirven indiferentemente para la cría de los huevecillos y el almacenamiento de las provisiones y eso tanto tiempo cuanto dura la ciudad misma, mientras que entre los Meliponinos, no pueden servir sino para un objeto, y las que forman las cimas de las jóvenes ninfas, se destruyen después del nacimiento de éstas.
Entre nuestras abejas domésticas es, pues, donde la idea, ha alcanzado su forma más perfecta, y he aquí un cuadro tan rápido cuanto incompleto de los movimientos de esa idea. ¿ Se fijan esos movimientos una vez por todas en cada especie, y el lazo que los une existe sólo en nuestra imaginación? No construyamos todavía, un sistema en esta región mal explorada. No arribemos sino a conclusiones provisionales, y si lo deseamos, inclinémonos más bien hacia las más llenas de esperanza, porque si fuera absolutamente necesario elegir, algunos destellos nos indican ya que las más deseadas serán las más seguras.
Por lo demás, reconozcamos nuevamente que nuestra ignorancia es profunda. Estamos aprendiendo a abrir los ojos. Mil experimentos que podrían hacerse no se han intentado siquiera. Por ejemplo, las Prosopis, prisioneras y obligadas a vivir juntas con sus semejantes, ¿podrían, a la larga, franquear el umbral de hierro de la soledad absoluta, aficionarse a la reunión como los Dasypodos, y hacer un esfuerzo fraternal semejante al de los Panurgos? Los Panurgos, colocados a su vez en circunstancias impuestas y anormales, ¿pasarían del pasadizo común a la cámara común? Y ¿se les ha dado a los Meliponinos panales de cera estapada? ¿Se les han ofrecido ánforas artificiales, para reemplazar sus curiosas ánforas de miel? ¿Las aceptarían? ¿sacarían partido de ellas?
¿Cómo adaptarían sus costumbres a esa arquitectura insólita? Interrogaciones que se dirigen a seres bien pequeños, y que sin embargo encierran la gran clave de nuestros mayores secretos. No podemos contestarlas, porque nuestra experiencia, data de ayer. Contando desde, Réaumur, hace cerca de siglo y medio que se observan las costumbres de ciertas abejas silvestres. Réanmur sólo conocía algunas, nosotros hemos estudiado algunas más; pero centenares, millares quizá, no han sido interrogadas hasta aquí sino por viajeros ignorantes o apresurados.
Las que conocemos desde los hermosos trabajos del autor de las Memoires no han variado en nada sus costumbres, y los abejorros que hacia 1730 se empolvaban de oro, vibraban como el deleitoso murmullo del sol y se atiborraban de miel en los jardines de Charenton, eran completamente iguales a los que, vuelto el mes de abril, zumbarán mañana a pocos pasos de allí, en el bosque de Vincennes. Pero de Réaumur a nuestros días sólo media un abrir y cerrar de ojos, y varias vidas de hombres unidas por sus extremos, no forman sino un segundo en la historia de un pensamiento de la Naturaleza...
XIV
Aunque la idea que hemos seguido con la mirada haya asumido su forma suprema en nuestra abeja doméstica, eso no quiere decir que todo en la colmena sea irreprochable. Una obra maestra, la celda hexagonal, alcanza en ella, desde todos los puntos de vista, la perfección absoluta, y todos los genios reunidos no la podrían mejorar en nada.
¡Ningún ser viviente, ni el hombre mismo, ha realizado en el centro de su esfera lo que la abeja en la suya; y si alguna inteligencia extraña a nuestro globo viniera a pedir a la tierra el objeto más perfecto de la lógica de la vida, sería necesario presentarle el humilde panal de miel.
Pero todo no es igual a esa obra maestra. Ya hemos notado al pasar algunas faltas y algunos errores, a, veces evidentes, a veces misteriosos: la superabundancia y la ociosidad ruinosas de los machos, la partenogénesis, los riesgos del vuelo nupcial, la excesiva enjambrazón, la carencia de piedad, el sacrificio casi monstruoso del individuo a la sociedad. Agreguemos a esto una propensión extraña, a almacenar enormes cantidades de polen, que no utilizadas se ponen rancias, se endurecen, atestan inútilmente los panales, el largo interregno estéril que media entre la primer enjambrazón y la fecundación de la segunda reina, etc., etc.
De todas estas faltas, la más grave, la que en nuestros climas es casi siempre fatal, es la repetida enjambrazón. Pero no olvidemos que a este respecto, y desde hace millares de años, la selección natural de la abeja doméstica, es contrariada por el hombre. Desde el Egipto del tiempo de los Faraones hasta nuestros campesinos de hoy, el criador ha obrado siempre contra los deseos y las ventajas de la especie. Las colmenas más prósperas son las que sólo lanzan un enjambre a principios del verano. Satisfacen de ese modo su deseo maternal, garantizan el mantenimiento de la casta, la renovación necesaria de las reinas y el porvenir del enjambre que, numeroso y precoz, tiene tiempo de edificar moradas sólidas y bien provistas antes de la llegada del otoño. Es seguro que esas colmenas y sus vástagos, entregadas a sí mismas, únicos sobrevivientes de los rigores del invierno que habrían aniquilado casi regularmente las colonias animadas de otros instintos, hubieran fijado poco a poco en nuestras razas septentrionales la regla de la enjambrazón limitada. Pero el hombre ha destruido precisamente esas colmenas prudentes, opulentas y aclimatadas, para apoderarse de su tesoro. No dejaba y no deja aún, en la práctica rutinaria, sobrevivir más que las colonias, castas agotadas, enjambres secundarios y terciarlos, que tienen más o menos con qué pasar el invierno, y a los que da algunos restos de miel para que completen sus mezquinas provisiones. De esto resulta que, probablemente, la raza se ha debilitado, que la tendencia a la excesiva enjambrazón ha ido desarrollándose hereditariamente y que hoy, casi todas nuestras abejas, y especialmente las negras, enjambran demasiado. De algunos años, a esta parte, los nuevos métodos de la apicultura «movilista» han venido a combatir esta peligrosa costumbre, y cuando se ve con cuánta rapidez obra la selección artificial sobre la mayor parte de nuestros animales domésticos, bueyes, perros, carneros, caballos, palomas, por no citarlos todos, permitido es creer que antes de mucho tiempo tendremos una raza de abejas que renuncio casi completamente a la enjambrazón natural y dedique todavía toda su actividad a la cosecha de miel y de polen.
XV
Pero, una inteligencia que adquiriese más clara conciencia del objeto de la vida en común, ¿no podría libertarse de las demás faltas?
Mucho habría que decir sobre esas faltas que, tan pronto emanan de lo ignoto de la colmena, tan pronto no son sino consecuencias de la enjambrazón y de sus errores, en los que hemos tomado parte. Pero, por lo que se ha visto hasta ahora, cada cual puede, según su gusto, acordar o negar inteligencia a las abejas. No me empeño en defenderlas, me parece que en más de una ocasión muestran discernimiento, pero aunque, hicieran ciegamente lo que hacen, mi curiosidad no disminuiría.
Es interesante ver que un cerebro encuentra en sí mismo recursos extraordinarios para luchar contra el frío, el hambre, la muerte, el tiempo, el espacio, la soledad, todos los enemigos de la materia que se anima; pero que un ser logre mantener su pequeña vida complicada y profunda sin exceder del instinto, sin hacer nada que no sea muy común, es cosa tan interesante cuanto extraordinaria también. Lo maravilloso se confunden y equivalen cuando se les coloca en su verdadero lugar en el seno de la Naturaleza. Ya no se trata de ellos, que llevan nombres usurpados, se trata de lo incomprensible y lo inexplicado, que deben detener nuestras miradas, regocijar nuestra actividad y dar una forma nueva, y más justa a nuestras ideas, nuestros sentimientos y nuestras palabras. Hay sensatez en no detenerse en otra cosa.
XVI
Sea como sea, no tenemos calidad para juzgar en nombre de nuestra inteligencia, las faltas de las abejas. ¿No vemos acaso, entre nosotros, que la conciencia y la inteligencia viven largo tiempo en medio de los errores y las faltas, sin darse cuenta de ellas, y mucho mayor tiempo aún sin ponerles remedio? Si existe un ser cuyo destino lo llame especial, casi orgánicamente, a darse cuenta, a vivir y organizar la vida en común de acuerdo con la razón pura, es indudablemente el hombre. Sin embargo, ved lo que hace, y comparad las faltas de la colmena con las de nuestra sociedad. Si fuésemos abejas que observaran a los hombres, nuestro asombro sería grande al examinar, por ejemplo, lo ilógico e injusto de la organización del trabajo en una tribu de seres que, en otros puntos, nos parecerían dotados de una razón eminente. Veríamos la superficie de la tierra, única fuente de toda la vida común, penosa e insuficientemente cultivada por dos o tres décimos de la población total; otro décimo, completamente ocioso, absorbiendo la mejor parte de los productos de ese primer trabajo; los otros siete décimos, condenados a un hambre perpetua, extenuándose sin tregua en esfuerzos extraños y estériles, de que no aprovechan jamás, y que, sólo parecen servir para hacer más complicada e inexplicable la vida de los ociosos. Deduciríamos de ello que la razón y el sentido moral de esos seres pertenecen a un mundo completamente distinto del nuestro, y que obedecen a principios que no debemos abrigar la esperanza de comprender. Pero no llevemos más lejos esta revista de nuestras faltas. Están, por otra parte, siempre presentes a nuestro espíritu.
Verdad que hacen bien poco con su presencia. Sólo de siglo en siglo se levanta una de ellas, sacude el sueño un instante, lanza un grito de estupor, estira el dolorido brazo que sostenía la cabeza, cambia de postura, y vuelve a dormirse hasta que un nuevo dolor, nacido de las taciturnas fatigas del reposo, la despierte otra vez.
XVII
Una vez admitida, la evolución de los Apidos, o por lo menos la de los Apinos, puesto que es más verosímil que su fijeza, ¿cuál es la dirección de esa evolución? Parece seguir la misma curva que la nuestra. Tiende visiblemente a aminorar el esfuerzo, la seguridad, la miseria, a aumentar el bienestar, las probabilidades favorables y la autoridad de la especie. Para alcanzar este fin no vacila en sacrificar el individuo, compensando con la fuerza y la felicidad comunes, la independencia, por otra parte ilusoria y desgraciada, de la soledad. Se diría que la Naturaleza considera como Pericles en Tucídides, que los individuos, aun cuando sufran, son más felices en el seno de una ciudad cuya asamblea prospera, que cuando el individuo prospera y el Estado decae. Protege al esclavo laborioso en la ciudad poderosa, y abandona a los enemigos sin forma y sin nombre que habitan todos los minutos del tiempo y todas las anfractuosidades del espacio, al pasajero sin deberes en la asociación precaria. No es esta la oportunidad de discutir este, pensamiento de la Naturaleza ni de preguntarse si el hombre lo sigue, pero es, seguro que en todas aquellas partes donde la masa infinita nos permite sorprender la apariencia de una idea, la apariencia toma este camino cuyo término no es desconocido. En lo que a nosotros se refiere, bastará con hacer observar el cuidado con que la Naturaleza se dedica a conservar y a fijar en la raza que evoluciona, todo lo conquistado sobro la inercia hostil de la materia. Señala un paso a cada esfuerzo feliz, y pone a través del retroceso que sería inevitable después del esfuerzo, no se sabe qué leyes especiales y benévolas. Ese progreso, que sería difícil negar en las especies más inteligentes, no tiene quizá otro objeto que su movimiento mismo, e ignora adónde va.
De todas maneras, en un mundo en que nada, salvo algunos hechos de este género, indica una voluntad precisa, es bastante significativo ver que ciertos seres se elevan así, gradual y continuamente, desde el día en que abrimos los ojos ; y aunque las abejas nos hubieran enseñado solamente esa misteriosa espiral de fulgores en la noche omnipotente, ya sería lo bastante para no lamentar el tiempo consagrado al estudio de sus pequeños movimientos y de sus humildes costumbres, tan alejadas, y sin embargo tan próximas a nuestras grandes pasiones y a nuestros destinos orgullosos.
XVIII
Puede que todo esto sea vano y que nuestra espiral de fulgores, lo mismo que la de las abejas, no se ilumine sino para divertir las tinieblas.
Puede también que algún enorme incidente, emanado de afuera, de otro mundo, o de un fenómeno nuevo, dé repentinamente sentido definitivo a este esfuerzo o lo destruya definitivamente. Sigamos mientras tanto nuestro camino, como si nada anormal hubiera de ocurrir.
Aunque supiéramos que mañana mismo una revelación, una comunicación con un planeta más antiguo y más luminoso por ejemplo, había de trastornar nuestra Naturaleza, suprimir las pasiones, las leyes y las verdades radicales de nuestro ser, lo más sensato sería consagrar todo este día de hoy a interesarse en esas pasiones, esas leyes y esas verdades, a armonizarlas en nuestro espíritu, a permanecer fieles a nuestro destino, que es el de esclavizar y elevar algunos grados en nosotros mismos y en torno nuestro, las fuerzas obscuras de la vida.
Posible es que nada de ello subsista en la nueva revelación, pero es imposible que los que hayan cumplido hasta el fin la misión, que es la misión humana por excelencia, no se hallen en la primera fila para recibir esa revelación, y aunque les hiciera saber que el único deber verdadero era la falta de curiosidad y la resignación ante lo incognoscible, ellos sabrían, mejor que los demás, comprender esa falta de curiosidad y esa resignación definitivas y aprovecharlas.
XIX
Y luego, no llevemos nuestro sueño de ese lado, que la posibilidad de una destrucción general como tampoco la de la ayuda misteriosa de una casualidad no entre en nuestros cálculos. Hasta ahora, a pesar de las promesas de nuestra imaginación, siempre nos hemos visto entregados a nosotros mismos y a nuestros propios recursos. Con nuestros esfuerzos más humildes hemos realizado Cuanto de útil y duradero se ha hecho sobre la tierra. Libres somos de esperar lo mejor o lo peor de algún accidente extraño; pero bajo la condición de que esa expectativa no se mezcle a nuestra tarea humana. También en esto las abejas nos dan una lección excelente, como todas las de la Naturaleza. Para ellas ha habido realmente una intervención prodigiosa. Más manifiestamente que nosotros, se hallan en manos de una voluntad que puede aniquilar o modificar su raza y transformar sus destinos. No por eso dejan de seguir cumpliendo su deber primitivo y profundo. Y precisamente aquellas que obedecen mejor a ese deber son las que se hallan mejor preparadas para aprovechar de la intervención sobrenatural que eleva hoy la suerte de su especie. Ahora bien, es menos difícil de lo que se cree descubrir el deber invencible de un ser. Se lee siempre, en el órgano que le distingue y al que están subordinados todos los demás. Y así como está inserto en la lengua, la boca y el estómago de las abejas que deben producir la miel, en nuestros ojos, en nuestros oídos, en nuestra médula, en los lóbulos de nuestra cabeza, en todo el sistema nervioso de nuestro cuerpo, está escrito que hemos sido creados para transformar lo que absorbemos de las cosas de la tierra, en una energía particular y en una cualidad única en el globo. Ningún ser que yo sepa, ha sido combinado para producir como nosotros ese fluido extraño que llamamos pensamiento, inteligencia, entendimiento, razón, alma, espíritu, potencia cerebral, virtud, bondad, justicia, saber; porque posee mil nombres, aunque no tenga sino una sola esencia. Todo en nosotros le ha sido sacrificado. Nuestros músculos, nuestra salud, la agilidad de nuestros miembros, el equilibrio de nuestras funciones animales, la quietud de nuestra vida llevan la creciente pena de su preponderancia.
Es el estado más precioso y más difícil a que pueda elevarse la materia.
La llama, el calor, la luz, la vida misma, luego el instinto más sutil que la vida y la mayor parte de las fuerzas intangibles que coronaban el mundo antes de nuestra llegada, han palidecido al contacto del efluvio nuevo. No sabemos dónde nos conduce, qué hará de nosotros, qué haremos con él. El mismo nos lo enseñará cuando reine en la plenitud de su fuerza. Entretanto no pensemos sino en darle todo cuanto nos pida, en sacrificarle todo cuanto pueda retardar su florecimiento. No cabe duda de que ese es, por ahora, el primero y el más claro de nuestros deberes. El nos enseñará los otros. Los alimentará y prolongará según sea alimentado él mismo, con lo el agua de las alturas alimenta y prolonga los arroyos de la llanura, según el alimento misterioso de su cima. No nos desvivamos por saber quién aprovechará la fuerza que va acumulándose a costa nuestra. Las abejas ignoran si han de comer la miel que cosechan. También nosotros ignoramos quién se servirá de la potencia espiritual que introducimos en el Universo. Así como andan de flor en flor, recogiendo más miel de la que necesitan para ellas y para sus hijos, andemos también de realidad en realidad, buscando todo cuanto puede procurar alimento a esa llama incomprensible, para estar prontos a todo evento con la certidumbre del deber orgánico cumplido.
Alimentémosla con nuestros sentimientos con nuestras pasiones, con todo lo que se ve, se huele, se oye, sé, toca, y con su propia esencia que es la idea que saca de los descubrimientos, de los experimentos, de las observaciones, que trae de todo cuanto visita, Entonces llega un momento en que todo resulta tan bien para el espíritu que se ha sometido a la buena voluntad del deber realmente humano, que la misma sospecho, de que los esfuerzos que realiza no tienen posiblemente objeto, hace, aún más claro, mas puro, más desinteresado, más independiente y más noble el ardor de la investigación
BIBLIOGRAFIA
Una bibliografía completa de las abejas pasaría de los límites que nos hemos trazado. Nos contentaremos, pues, con anotar las obras más interesantes.
1º. Desarrollo histórico del conocimiento de la abeja.
a) Los antiguos.
ARISTÓTELES.-Historia de los animales, passim.VARRON, T_De Agricultura, I. III, XVI.VIRGILIO.-Georg., I. IV.PLINIO.-Hist. nat., 1. XI.COLUMELLE-De re rustica.PALLADIUS.-De re rustica, I. I, XXXVII, etc.
b) Los modernos.
SWAMMERDAM.-Biblia náturae, 1737.MARALDI.-Observations sur les abeilles (Mém. Acad. des sciences), 1712.RÉAUMUR.-Mémoires pour servir a l'histoíre des insectes, 1740.BONNET, Ch,-(Euvrps d'histoire naturelle) 1779-1783.JANSCHA, A.-Hinterlassen voliständige Lehre von der Bienenzucht, 1773.HUNTER, J.-On bees, philosophical transactions, 1732.HUBER, François.-Nouvelles observations sur les abeilles, 1794,
etc.
2.º Apicultura práctica.
DZIERZON.-Theorie und Praxis des neuen Bienenfreundes.LANGSTROTH.-The honey bee. Traduit en français, par Ch. Dadant (L'abeille et la ruche), qui corrige et complete l´original.LAYENS, Georges de, et BoNNIER-Cours complet d´apiculture.CHESHIRE, Frank.-Bees and bee-keeping, vol. II,Practical.BEVAN, Dr. E.-The honey bee.COWAN, T. W-British. bee-keeper's Guide book.COOK, A. J.-Bee-keeper´s Guide book.ROOT, A.-The A B C of Bee culture.ALLEY, Henry.-The Bee-keeper´s Handy book.COLLIN, Abbé.-Guide du propriétaire d'abeilles.DADANT, Ch-Petit cours d´apiculture pratique.BERTRAND, Ed. Conduite du rucher.WEBER-Manuel pratique d´apiculture.HAMET.-Cours Complet d´apiculture.BAUVOYS, de.-Guide de l´apiculteurPOLLMANN-Die Biene und ihre Zucht.SIMMINS, S.-A modem bee farm.VOGEL, F. W.-Die Honigbieno und die Vermehrung der Bienenvólker.VON BERLEPSCH. Barón A.-Die Biene und Thre Zucht.JECKER, KRAMER und THEILER-Der Schweizerische Bienen~Vateretc.
3.º Monografías generales.
CHESHIRE, F.-Bees and Bee-keeping, vol. 1. Scientific.COWAN, T. W.- The Honey bee.PÉREZ, J-Les aboilles.GIRARD. -Manuel d´apiculture (Los abeilles, organes, et fonetions).SHUCKARD.-British bees.KIRPY and SPENCE,.-Introduction to Entomology.GIRDWOYN.-Anatomíe et pllysiologie de l´abeille.CHESHIRE, F. -Diagrams on the anatomy of the Honey bee.GUNDELACH.-Die Naturgeschichte der lHonigbioene.BÜCHNER, L.-Geistes-Leben der Thiere.BÜTSCHLI, 0.-Zur Entwieklungsgeschiehte der Biene.HAVILAND, J. D_The social instincts of bees, their origin and natural selection.
4.º Monografías especiales.
Órganos, funciones, trabajos, etc.
ED. BRANT-Recherches anatomiques et morphologíques sur le système nerveux des insectes hyménopteres. (Comptes rendus de l´Académie des sciences, 1876, tOMO LXXVIII, p. 613).DUJARDIN, F-Memoire sur le système nerveux des insectes.DUMÁS et MILNE-EDWARDS. -Sur la production de lacire des abeilles.BLANCHARD, E.-Recherches anatomiques sur le système nerveux des insectes.BROUGHAM, L. R. D.-Observations, demostrations and experiences upon the structure of the cells of bees (Natural theology, 1856).CAMERON, P.-On parthenogenesis in the Hymenoptora (Trans. nat. soc. of Glasgow, 1888).ERICHSON.-De fabrica et usu anteunarum in insectis.LOWNE, B. T.-On the simple and compound eyes of insects (Phil. trans., 1879).WATERHOUSE. G. K.-On the formation of the cells of Bees and Wasps.VON SIEBOLD, Dr. C. T. E.-On a true Parthenogenesis in Moths an Bees.LEYDIG, F.-Das Auge der Gliederthiere.SCHÖNFELD, Pastor.-Bienen-Zeitung, 1854-1883. Illustrierte, 1885-1890.ASMUS.-Die Parasiten der Honigbiene.
5º Observaciones diversas sobre los himenópteros melíferos.
BLANCHARD, E.-Mètamorphoses, moeurs et instincts des insectes.- Histoire naturelle des insectes.DARWIN.-Origin of species.FABRE.-Souvenirs entomologiques (3 series).ROMANES.-Mental evolution in animals.- Animal intelligence.LEPELETIER SAINT-FARGEAU. Histoire naturelle des Hyménoptères.MAYET, V. -Mémoire sur les moeurs et les métamorphoses d'une nouvelle espece de la famille des Vésícants (Ann. Soc. entom. de France, 1875).MÜLLER, H.-Ein Beitrag zur Lebensgoschichte der Dasypoda hirtipes. H0EFER, E.-Biologische Beobachtungen an Hummeln und Schmarotzerhummeln.JESSE,.-Gleaning in natural history.LUBBOCK, Sir J.-Ants, bees and wasps.- The senses, instincts and intelligence of animals.WALKENAER.-Les Halictes.WESTWOOD.-Introduction to the study of insects.RENDU, V.-De l'intelligence des animaux.ESPINAS-Animal communities. GIRARD, M.-Traité élémentaire d´entomologie, etc.
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